Las memorias de Sherlock Holmes (15 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—¿Algo más? —preguntó, sonriendo.

—En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.

—¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?

—No —contesté—. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón peculiares que delatan al boxeador.

—¿Algo más?

—A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.

—Gané todo mi dinero en los campos auríferos.

—También ha estado en Nueva Zelanda.

—De nuevo ha acertado.

—Ha visitado Japón.

—Cierto.

—Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una persona a la que después quiso olvidar por completo.

El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una mirada extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un profundo desmayo, sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían el mantel.

Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí. Sin embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de la camisa y rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas y se incorporó.

—¡Ay, muchachos! —dijo, esforzándose en sonreír—. Espero no haberos dado un susto. Pese a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita gran cosa para ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted, señor Holmes, pero tengo la impresión de que todos los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos en sus manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que ha visto un poco el mundo.

Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la precedió, fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar que cabía convertir en profesión lo que hasta entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada más.

—Espero no haber dicho nada que le haya disgustado —murmuré.

—Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe y qué es lo que sabe?

Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había una expresión de terror.

—No puede ser más sencillo —contesté—. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las letras todavía eran legibles, pero se veía bien a las claras, a juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su alrededor, que se habían hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues, que en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había querido olvidarlas.

—¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! —exclamó con un suspiro de alivio—. Es tal como usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros viejos amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume tranquilamente un cigarro.

A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le diste tal susto al jefe —me dijo— que nunca más volverá a estar seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo la certeza de que él se esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué a estar tan convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida mi visita. Pero el mismo día de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un incidente que después demostraría tener su importancia.

Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando el sol y admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para decir que ante la puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó mi anfitrión.

—No ha querido dar ninguno.

—¿Qué quiere, pues?

—Dice que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.

—Hazle pasar aquí.

Un momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud servil y unos andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una gran salpicadura de alquitrán en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones de tela basta y unas recias botas desgastadas. Tenía un rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y sus manos arrugadas estaban cerradas a medias, de un modo que es distintivo de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del césped, oí que la garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un hipo y, abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente hacia la casa. Volvió al cabo de unos momentos y, al pasar junto a mí, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy.

—Y bien, buen hombre —dijo—, ¿qué puedo hacer por usted?

El marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa en su faz. ¿me conoce? —le preguntó.

—¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson! —exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa.

—Y Hudson soy, señor —dijo el marinero—. Es que han pasado más de treinta años desde la última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo comiendo todavía mi tasajo sacado del barril de a bordo.

—Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos —dijo el señor Trevor y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja. A continuación, y en voz alta añadió—: Ve a la cocina, allí te darán comida y bebida. Y no me cabe duda de que te encontraré un empleo.

—Gracias, señor —repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la gorra—. Llevaba ya dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los ocho nudos, y además con poca tripulación, y deseo tomarme un descanso. Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor Beddoes o con usted.

—¡Ah! —gritó el señor Trevor—. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?

—Por favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos —dijo el hombre con una sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la cocina.

El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel hombre cuando volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera. Al entrar nosotros una hora más tarde, lo encontramos borracho perdido, echado en el sofá de la sala de estar. Todo el incidente dejó en mi mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió abandonar Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo para mi amigo.

Esto ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis habitaciones de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos experimentos de química orgánica. Un día, sin embargo, cuando el otoño ya estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban a su fin, recibí un telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin de recabar mi consejo y ayuda.

Me recibió con el
dog cart
en la estación, y comprendí al primer vistazo que en los dos últimos meses le habían sometido a dura prueba. Había adelgazado y se notaba que le agobiaba alguna inquietud, pues había perdido aquella actitud amable y jovial que tanto le caracterizaba.

—El jefe se está muriendo —fueron sus primeras palabras.

—¡Imposible! —grité—. ¿Qué le ocurre?

—Apoplejía. Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo encontremos con vida.

—Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia inesperada.

—¿Cuál ha sido la causa? —pregunté.

—Ah, ésta es la cuestión. Sube y podremos comentarlo durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que llegó la tarde anterior a tu partida?

—Perfectamente.

—¿Sabes a quién dejamos entrar en casa aquel día?

—No tengo ni la menor idea.

—¡Era el Diablo, Holmes! —exclamo.

Lo miré estupefacto.

—Sí, era el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz, ni una sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y ahora le ha sido arrebatada la vida y se le ha partido el corazón, todo debido a ese maldito Hudson.

—¿Qué poder tiene, pues?

—¡Ah, esto es lo que yo desearía saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe, tan amable y caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián? Pero me alegra tanto que hayas venido, Holmes... Confío muchísimo en tu buen juicio y en tu discreción, y sé que me darás el mejor consejo.

Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros brillaba el largo tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una arboleda a nuestra izquierda, ya podía ver las altas chimeneas y el mástil de la bandera que señalaban la mansión del
squire.

—Mi padre nombró jardinero a aquel tipo —explicó mi compañero— y después, ya que esto no le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa estuviera a su merced; la recorría y hacia en ella cuanto se le antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la bebida y de su lenguaje soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para compensarles de estas molestias. Aquel individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi padre, y se regalaba con pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera tumbado de un puñetazo. Te aseguro, Holmes, que en todo momento me he sometido a un férreo control, pero ahora me pregunto si no hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis impulsos.

Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de Hudson se mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar con insolencia a mi padre en mi presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé de la habitación. Se retiró con un rostro lívido y unos ojos ponzoñosos, que proferían más amenazas de las que hubiese podido pronunciar su lengua. No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá me llamó el día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a Hudson. Como puedes imaginar, me negué y a la vez intuí cómo podía permitir mi padre que semejante granuja se tomara tantas libertades con él y con el personal de la casa.

—Ah, muchacho —me dijo—, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es mi situación. Sin embargo, lo sabrás, Víctor. Yo me ocuparé de que lo sepas, ocurra lo que ocurra. ¿Verdad que no crees que tu pobre y viejo padre haya cometido nada malo?

Estaba muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a través de la ventana, escribía afanosamente.

Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues Hudson nos anunció que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros estábamos sentados después de cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del hombre medio bebido.

—Ya estoy harto de Norfolk —dijo—. Me iré a casa del señor Beddoes, en el Hampshire. Sé que se alegrará tanto como usted cuando me vea.

—Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson —dijo mi padre con una docilidad que hizo hervir mi sangre en las venas.

—No me han sido presentadas excusas —replicó él, ceñudo y mirando en mi dirección.

—Víctor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? —preguntó mi padre, volviéndose hacia mí.

—Muy al contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia extraordinaria —repuse.

¿Ah, sí, conque éstas tenemos? —gruñó Hudson—. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos ocuparemos de esto!

Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras noche, le oía pasear por su habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a recuperar la confianza en sí mismo, cayó por fin el golpe sobre él.

—¿Y cómo fue? —inquirí con afán.

—Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a mi padre con el matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas manos a la cabeza y empezó a caminar por la habitación, describiendo pequeños círculos, como el hombre que ha perdido los sentidos. Cuando por fin le hice echarse en un sofá, su boca y sus párpados se habían desviado a un lado y comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y no da señales de recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo.

—¡Me horrorizas, Trevor! —exclamé—. ¿Qué podía haber leído en aquella carta, para que causara un resultado tan espantoso?

—Nada. Y esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como trivial. ¡Ah, Dios mío, como yo temía!

Mientras hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina, vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la puerta, y el semblante de mi amigo se convulsionó por el dolor al ver aparecer en el umbral un caballero vestido de negro.

—¿Cuándo ha ocurrido, doctor? —preguntó Trevor.

—Casi inmediatamente después de marcharse usted.

—¿Recobró el conocimiento?

—Por unos momentos antes del final.

—¿Algún mensaje para mí?

—Sólo que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.

Mi amigo subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el estudio, dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y sintiéndome más apenado que en ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y buscador de oro, que se había puesto en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por qué, asimismo, había de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su brazo, y morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé entonces que Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor Beddoes, al que había ido a visitar el marinero, y presumiblemente a extorsionarle, también había sido mencionado como residente en el Hampshire. Por consiguiente, la carta o bien podía proceder de Hudson, el marinero, para anunciar que había traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien haber sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado sobre la inminencia de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante clara. Pero en este caso, ¿cómo podía el mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo describía el hijo? Debía de haberlo interpretado mal. Y si era así, bien podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir una cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en ella un significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.

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