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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (31 page)

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Nuestros pájaros han volado y el nido está desierto —confirmó Holmes.

—¿Por qué dice esto?

—Durante la última hora ha salido de aquí un carruaje con abundante carga de equipaje.

El inspector se echó a reír.

—He visto las señales de ruedas a la luz de la lámpara de la verja, pero ¿de dónde me saca lo del equipaje?

—Usted debe haber observado las mismas huellas de ruedas en la otra dirección. Pero las del carruaje que salía eran mucho más profundas, tanto, que cabe afirmar con certeza que el vehículo llevaba una carga muy considerable.

—Aquí me ha sacado usted una cierta ventaja —dijo el inspector, encogiéndose de hombros—. No será fácil forzar la puerta, pero lo intentaremos si no logramos que alguien nos oiga.

Accionó ruidosamente el llamador y tiró del cordón de la campanilla, aunque sin el menor éxito. Holmes se había alejado, pero volvió al poco rato.

—He abierto una ventana —anunció.

—Es una suerte que esté usted al lado de la policía y no contra ella, señor Holmes —señaló el inspector al observar la habilidad con la que mi amigo había forzado el pestillo—. Bien, yo creo que, dadas las circunstancias, podemos entrar sin esperar una invitación.

Uno tras otro nos metimos en una gran sala, que era, evidentemente, la misma en la que se había encontrado el señor Melas. El inspector había encendido su linterna; gracias a ella pudimos ver las dos puertas, la cortina, la lámpara y la armadura japonesa que aquél nos había descrito. En la mesa había dos vasos, una botella de brandy vacía y restos de comida.

—¿Qué es esto? —preguntó Holmes súbitamente.

Todos nos inmovilizamos, escuchando. Un ruido bajo y plañidero nos llegaba desde algún punto por encima de nuestras cabezas. Holmes se precipitó hacia la puerta y salió al recibidor. El inquietante ruido procedía del piso superior. Subió rápidamente, con el inspector y yo pisándole los talones, mientras su hermano Mycroft seguía con tanta celeridad como se lo permitía su corpachón.

En la segunda planta nos hallamos ante tres puertas, y de la del centro brotaban los siniestros ruidos, que unas veces se convertían en sordo murmullo y otras se elevaban de nuevo en un agudo gemido. La puerta estaba cerrada, pero la llave se encontraba en el exterior. Holmes la abrió y se precipitó hacia el interior, pero en seguida volvió a salir, llevándose una mano a la garganta.

—¡Es carbón de leña! —gritó—. ¡Démosle tiempo! ¡Se despejará!

Mirando hacia dentro, pudimos ver que la única luz de la habitación procedía de una llama azul y poco brillante que bailoteaba en un pequeño trípode de bronce colocado en el centro. Proyectaba un círculo lívido fantasmagórico en el suelo, mientras que en las sombras, más allá, percibimos el vago bulto de dos figuras agazapadas contra la pared. De aquella puerta recién abierta salía una horrible y ponzoñosa emanación que nos hizo jadear y toser a todos. Holmes subió corriendo a lo alto de la escalera y abrió un portillo para dar entrada a aire puro, y después, volviendo a la habitación, abrió de par en par la ventana y arrojó al jardín el trípode con el carbón encendido.

—Dentro de un minuto podremos entrar —jadeó al salir otra vez—. ¿Dónde habrá una vela? Dudo de que podamos encender una cerilla en esta atmósfera. Mantén la luz junto a la puerta y nosotros los sacaremos, Mycroft. ¡Ahora!

Sin perder un instante, agarramos los dos hombres envenenados y los arrastramos hasta el rellano. Ambos estaban inconscientes, con los rostros abotargados y congestionados, los labios azulados y los ojos protuberantes. En realidad, tan deformadas estaban sus facciones que, de no ser por su barba negra y su figura robusta, no habríamos podido reconocer en uno de ellos al intérprete de griego que sólo unas pocas horas antes se había despedido de nosotros en el Diógenes Club. Sus manos y sus pies estaban sólidamente atados, y mostraba la señal de un golpe violento sobre un ojo. El otro, inmovilizado de modo similar, era un hombre alto, en el último grado del enflaquecimiento, con varias tiras de esparadrapo dispuestas de forma grotesca sobre su rostro. Había cesado de gemir cuando lo depositamos en el suelo, y una mirada me indicó que, para él, al menos, nuestra ayuda había llegado demasiado tarde. El señor Melas, en cambio, todavía estaba vivo y, en menos de una hora, con la ayuda del amoníaco y del brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los ojos y de saber que mi mano le había arrancado del oscuro valle en el que todos los caminos se encuentran.

Fue una sencilla historia la que nos contó, y sus palabras no hicieron sino confirmar nuestras propias deducciones. Al entrar en sus habitaciones, aquel visitante se había sacado de la manga una cachiporra flexible, y tanto le impresionó el temor a una muerte instantánea e inevitable, que Melas se dejó secuestrar por segunda vez. De hecho, era casi hipnótico el efecto que el rufián de las risitas produjo en el infortunado lingüista, pues éste no podía hablar de él sin mostrar unas manos temblorosas y una gran palidez en el semblante. Había sido conducido rápidamente a Beckenham, actuando como intérprete en una segunda entrevista, todavía más dramática que la primera, en la que los dos ingleses amenazaron a su prisionero con la muerte instantánea si no accedía a sus exigencias. Finalmente, al comprobar que no se dejaba doblegar por sus amenazas, lo devolvieron a su prisión y, tras reprocharle su traición, delatada por el anuncio en los periódicos, lo atontaron, asestándole un bastonazo. Luego, ya no recordaba nada más hasta vernos a nosotros inclinados sobre él.

Y tal fue el caso singular del intérprete griego, cuya explicación todavía sigue envuelta en algún misterio. Al ponernos en contacto con el caballero que contestó al anuncio, pudimos averiguar que aquella infortunada joven procedía de una opulenta familia griega, y que había estado visitando a unos amigos en Inglaterra. Durante su estancia, conoció a un joven llamado Harold Latimer, que adquirió gran influencia sobre ella y que finalmente la persuadió para que se escapara con él. Sus amigos, escandalizados por este hecho, se limitaron a informar a su hermano en Atenas y, a continuación, se lavaron las manos en este asunto.

El hermano, al llegar a Inglaterra, cometió la imprudencia de caer bajo la influencia de Latimer y del asociado de éste, un hombre llamado Wilson Kemp, que tenía los peores antecedentes. Estos dos, al descubrir que, a causa de su desconocimiento del idioma, el hermano se hallaba impotente en su poder, lo mantuvieron cautivo y se esforzaron, a través de la crueldad y el hambre, en obligarle a firmar la cesión de sus propiedades y las de su hermana. Lo tenían prisionero en la casa sin que la joven lo supiera, y el esparadrapo en su cara tenía como finalidad dificultar su identificación en el caso de que ella pudiera verlo en algún momento. No obstante, su percepción femenina vio inmediatamente a través del disfraz cuando, en ocasión de la primera visita del intérprete, se encontró ante su hermano por primera vez. Sin embargo, la pobre muchacha era también una prisionera, pues nadie más había en la casa, excepto el hombre que hacía de cochero y su mujer, que eran dos instrumentos de los conspiradores y asesinos. Al constatar que su secreto había sido descubierto y que no lograrían imponerse a su prisionero, los dos villanos, junto con la joven, huyeron pocas horas antes de la casa amueblada que habían alquilado. Pero primero pensaron en vengarse, tanto del hombre que les había desafiado como del que los había delatado.

Meses más tarde, nos llegó desde Budapest un curioso recorte de periódico. Explicaba que dos ingleses que viajaban en compañía de una mujer habían tenido un trágico final. Al parecer, ambos fueron apuñalados, y la policía húngara era de la opinión de que se habían peleado los dos e infligido heridas mortales el uno al otro. Sin embargo, yo sé que Holmes tiene diferente manera de pensar, y todavía hoy sostiene que, si fuera posible encontrar a la joven griega, ello tal vez permitiría saber cómo fueron vengadas las afrentas sufridas por ella y su hermano.

FIN

EL TRATADO NAVAL

El mes de julio que siguió a mi boda se hizo digno de mención por tres casos en los que tuve el privilegio de verme asociado con Sherlock Holmes y estudiar de cerca sus métodos. Tengo estos casos recogidos en mis notas bajo los encabezamientos de «La aventura de la segunda mancha», «La aventura del tratado naval» y «La aventura del capitán cansado». El primero de éstos, sin embargo, trata de asuntos de tal importancia e implica a tantas de las primeras familias del reino, que hasta pasados muchos años no podrá hacerse público. No obstante, ningún otro caso de los que Sherlock Holmes haya llevado ha ilustrado de un modo tan claro el valor de sus métodos analíticos o ha impresionado tan profundamente a quienes trabajaban con él en ese momento. Todavía conservo un informe casi literal de la entrevista en la que demostró la verdad de los hechos en relación con dicho caso a Monsieur Dubuque, de la policía de París, y a Fritz von Waldbaum, el conocido especialista de Dantzig, quienes habían malgastado sus energías en lo que se demostraría que no eran sino cuestiones secundarias. Habrá que esperar, pues, al inicio de un nuevo siglo para poder contar la historia con seguridad. Entre tanto, paso al segundo, el cual también prometía en su momento tener una importancia nacional y que fue notable por ciertos incidentes que le otorgaron un carácter bastante singular.

Durante mis días escolares tuve como íntimo amigo a un muchacho llamado Percy Phelps, que era exactamente de mi misma edad, aunque iba dos clases por delante de mí. Era un chico brillante, que arrambló con todos los premios que daba la escuela, y terminó sus proezas escolares ganando una beca que le llevaría a terminar su triunfante carrera en Cambridge. Recuerdo que estaba muy bien relacionado e incluso, cuando no éramos más que unos niños, sabíamos muy bien que el hermano de su madre era Lord Holdhurst, el gran político conservador. Poco bien le hacía en la escuela este llamativo parentesco; por el contrario, se nos antojaba que andar persiguiéndolo por todo el patio, dándole con el aro de croquet en las espinillas, era un juego bastante divertido. Pero todo cambió cuando salió al mundo. Supe vagamente que sus aptitudes y la influencia que tenía en su mano le habían ganado una buena posición en el Foreign Office; después se borró de mi mente, hasta que la siguiente carta me recordó su existencia:

BRIARBRAE, WOKING

Mi querido Watson: Sin duda recordará al «Renacuajo» Phelps que hacía quinto curso en el mismo año en que usted hacía tercero. Es incluso posible que haya sabido que, por medio de las influencias de mi tío, pude conseguir un buen puesto en el Foreign Office y que me encontraba en una situación de confianza y honor, hasta que un horrible infortunio vino a destrozar de repente mi carrera.

De nada sirve que le escriba ahora los detalles de ese horrible suceso. En el caso de que usted acceda a la petición que voy a hacerle, es probable que tenga que narrárselos entonces. Acabo de recobrarme de una encefalitis que me ha durado nueve semanas y todavía me encuentro extremadamente débil. ¿Cree usted que podría traer a su amigo, el señor Holmes, a verme aquí? Me gustaría tener su opinión sobre el caso, aunque las autoridades me aseguran que ya no hay nada que hacer. Por favor, intente hacerlo venir lo antes posible. Cada minuto que pasa parece una hora mientras siga viviendo en este horrible suspense. Dígale que, si no le he pedido consejo antes, no ha sido debido a que no tuviera en consideración su talento, sino a que desde que me sobrevino este duro golpe no he estado totalmente en mis cabales. Ahora vuelvo a estar en disposición de pensar, aunque no me atrevo demasiado a hacerlo por temor a una recaída. Estoy todavía tan débil que, como ve, he tenido que escribirle al dictado. Inténtelo y trágamelo aquí.

Su antiguo compañero de escuela.

PERCY PHELPS

Al leer esta carta hubo algo que me emocionó; esas reiteradas súplicas para que le llevara a Holmes tenían algo de lastimoso. Así que, con lo emocionado que estaba, incluso aunque hubiera sido un asunto difícil, lo hubiera intentado; pero, por supuesto, sabía perfectamente que Holmes amaba tanto su trabajo, que estaba siempre tan dispuesto a prestar ayuda, como dispuesto estaba su cliente a recibirla. Mi mujer estaba de acuerdo conmigo en que no se debía perder un momento en exponerle el asunto, así que una hora después de desayunar me encontraba de nuevo, una vez más, en las viejas habitaciones de Baker Street.

Holmes, ataviado con un batín, estaba sentado en su mesa de trabajo, trabajando afanosamente en una investigación química. Una larga y curvada retorta estaba hirviendo furiosamente sobre la llama azulada del mechero de Bunsen y las gotas destiladas se iban condensando en una medida de dos litros. Mi amigo apenas levantó la vista cuando entré y, viendo que su investigación debía de tener mucha importancia, me senté en un sillón y esperé. Introducía su pipeta de cristal en una botella y en otra, extrayendo de ellas unas cuantas gotas, finalmente puso sobre la mesa un tubo de ensayo que contenía cierta solución. En la mano derecha tenía un trocito de papel de tornasol.

—Llega en un momento crítico, Watson —dijo—. Si el papel permanece azul, es que todo va bien. Si se pone rojo, significa la vida de un hombre —lo introdujo en el tubo de ensayo y el papel adquirió un color carmesí apagado y sucio—. ¡Hum!, ya me lo había imaginado yo —exclamó—. En seguida estoy con usted, Watson. Encontrará tabaco en la babucha persa.

Se volvió hacia su escritorio y escribió varios telegramas, que entregó al botones. Tras esto se dejó caer en la silla que estaba enfrente de mí, levantando las rodillas hasta que sus manos estrecharon sus largos y finos tobillos.

—Un pequeño asesinato de lo más común —dijo—. Imagino que usted tiene algo mejor. Parece anunciar un crimen. ¿Qué pasa, Watson?

Le alargué la carta, que leyó con la máxima atención.

—No dice mucho, ¿verdad? —observó, mientras me la devolvía.

—Casi nada.

—Y, sin embargo, la caligrafía es interesante.

—Pero si no es la suya.

—Precisamente por eso, es la de una mujer.

—¡No, seguro que es la de un hombre!

—No, la de una mujer; una mujer de carácter singular. Mire, al inicio de una investigación tiene su importancia saber si el cliente tiene una relación íntima con alguien que, para bien o para mal, posee una naturaleza excepcional. Esto me ha despertado un interés en el caso. Si está usted preparado, partiremos en seguida para Woking y veremos a ese diplomático cuya situación es tan funesta y a la dama a quien dictó su carta.

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