Las memorias de Sherlock Holmes (22 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Mi buen señor —dijo el mayor de los Cunningham con cierta impaciencia— seguro que todo esto es perfectamente innecesario. Esta es mi habitación, al pie de la escalera, y la de mi hijo es la contigua. Dejo a su buen juicio dictaminar si es posible que el ladrón llegara hasta aquí sin que nosotros lo advirtiéramos.

—Tengo la impresión de que debería buscar en otra parte una nueva pista —observó el hijo con una sonrisa maliciosa.

—A pesar de todo, debo pedirles que tengan un poco más de paciencia conmigo. Me gustaría ver, por ejemplo, hasta qué punto las ventanas de los dormitorios dominan la parte frontal de la casa. Según creo, éste es el cuarto de su hijo —abrió la puerta correspondiente— y éste, supongo, es el cuarto vestidor en el que él estaba sentado, fumando, cuando se dio la alarma. ¿A dónde mira su ventana?

Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y dio un vistazo al otro cuarto.

—Espero que con esto se sienta satisfecho —dijo el señor Cunningham sin ocultar su enojo.

—Gracias. Creo haber visto todo lo que deseaba.

—Entonces, si realmente es necesario, podemos ir a mi habitación.

—Si no es demasiada molestia...

El juez se encogió de hombros y nos condujo a su dormitorio, que era una habitación corriente y amueblada con sencillez. Al avanzar hacia la ventana, Holmes se rezagó hasta que él y yo quedamos los últimos del grupo. Cerca del pie de la cama había una mesita cuadrada y sobre ella una fuente con naranjas y un botellón de agua. Al pasar junto a ella, Holmes, con profundo asombro por mi parte, se me adelantó y volcó deliberadamente la mesa y todo lo que contenía. El cristal se rompió en un millar de trozos y las naranjas rodaron hasta todos los rincones del cuarto.

—Ahora si que la he hecho buena, Watson —me dijo sin inmutarse. Vea como ha quedado la alfombra.

Confundido, me agaché y comencé a recoger las frutas, comprendiendo que, por alguna razón, mi compañero deseaba cargarme a mí la culpa. Los demás así lo creyeron y volvieron a poner de pie la mesa.

—¡Hola! —exclamó el inspector—. ¿Dónde se ha metido ahora?

Holmes había desaparecido.

—Esperen aquí un momento —dijo el joven Alec Cunningham. En mi opinión, este hombre está mal de la cabeza. Venga conmigo, padre, y veremos a dónde ha ido.

Salieron precipitadamente de la habitación, dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos el uno al otro.

—Palabra que me siento inclinado a estar de acuerdo con el joven Cunningham —dijo el policía—. Pueden ser los efectos de esa enfermedad, pero a mí me parece que...

Sus palabras fueron interrumpidas por un súbito grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!» Con viva emoción reconocí la voz como la de mi amigo. Salí corriendo al rellano. Los gritos, reducidos ahora a una especie de rugido ronco e inarticulado, procedían de la habitación que habíamos visitado en primer lugar. Irrumpí en ella y entré en el contiguo cuarto vestidor.

Los dos Cunningham se inclinaban sobre la figura postrada de Sherlock Holmes, el más joven apretándole el cuello con ambas manos, mientras el anciano parecía retorcerle una muñeca. En un instante, entre los tres los separamos de él y Holmes se levantó tambaleándose, muy pálido y con evidentes señales de agotamiento.

—Arreste a estos hombres, inspector —jadeó.

—¿Bajo qué acusación?

—¡La de haber asesinado a su cochero, William Kirwan!

El inspector se le quedó mirando boquiabierto.

—Vamos, vamos, señor Holmes —dijo por fin—, estoy seguro de que en realidad no quiere decir que...

—¡Pero mire sus caras, hombre! —exclamó secamente Holmes.

Ciertamente, jamás he visto una confesión de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano. El más viejo de los dos hombres parecía como aturdido, con una marcada expresión de abatimiento en su faz profundamente arrugada. El hijo, por su parte, había abandonado aquella actitud alegre y despreocupada que le había caracterizado, y la ferocidad de una peligrosa bestia salvaje brillaba en sus ojos oscuros y deformaba sus correctas facciones. El inspector no dijo nada, pero, acercándose a la puerta, hizo sonar su silbato. Dos de sus hombres acudieron a la llamada.

—No tengo otra alternativa, señor Cunningham —dijo—. Confío en que todo esto resulte ser un error absurdo, pero puede ver que... ¿Cómo? ¿Qué es esto? ¡Suéltelo!

Su mano descargó un golpe y un revolver, que el hombre más joven intentaba amartillar cayó ruidosamente al suelo.

—Guárdelo —dijo Holmes, poniendo en seguida su pie sobre él—. Le resultará útil en el juicio. Pero esto es lo que realmente queríamos.

Holmes sostenía ante nosotros un papel arrugado.

—¡El resto de la hoja! —gritó el inspector.

—Precisamente.

—¿Y dónde estaba?

—Donde yo estaba seguro de que había de estar. Más tarde les aclararé todo el asunto. Creo, coronel, que usted y Watson deberían regresar ya, y yo me reuniré con ustedes dentro de una hora como máximo. El inspector y yo hemos de hablar un poco con los prisioneros, pero con toda certeza volverán ustedes a verme a la hora de almorzar.

Sherlock Holmes cumplió su palabra, pues alrededor de la una se reunió con nosotros en el salón de fumar del coronel. Le acompañaba un caballero más bien bajo y de cierta edad, que me fue presentado como el señor Acton, cuya casa había sido escenario del primer robo.

—Deseaba que el señor Acton estuviera presente al explicarles yo este asuntillo —dijo Holmes—, pues es natural que tenga un vivo interés por sus detalles. Mucho me temo, mi querido coronel, que lamente el momento en que usted admitió en su casa a un pajarraco de mal agüero como soy yo.

—Al contrario —aseguró vivamente el coronel—. Considero como el mayor de los privilegios que me haya sido permitido estudiar sus métodos de trabajo. Confieso que sobrepasan en mucho cuanto pudiera yo esperar, y que soy totalmente incapaz de entender su resultado. De hecho, aún no he visto ni traza de una sola pista.

—Temo que mi explicación le desilusione, pero siempre ha sido mi hábito el no ocultar ninguno de mis métodos, tanto a mi amigo Watson como a cualquiera capaz de mostrar un interés inteligente por ellos. Pero ante todo, puesto que aún me siento bastante quebrantado por el vapuleo recibido en aquel cuarto vestidor, creo que voy a administrarme un trago de su brandy, coronel. Últimamente, mis fuerzas han sido sometidas a dura prueba.

—Confío en que ya no vuelva a padecer aquellos ataques de nervios.

Sherlock Holmes se echó a reír con ganas.

—Ya hablaremos de esto en su momento —dijo—, y les haré un relato del caso en su debido orden, indicándoles los diversos detalles que me guiaron en mi decisión. Les ruego que me interrumpan si alguna deducción no resulta lo bastante clara.

En el arte de la deducción, tiene la mayor importancia saber reconocer, entre un cierto número de hechos, aquellos que son incidentales y aquellos que son vitales. De lo contrario, energía y atención se disipan en vez de concentrarse. Ahora bien, en este caso no abrigué la menor duda desde el primer momento, de que la clave de todo el asunto debía ser buscada en el trozo de papel encontrado en la mano del difunto.

Antes de entrar en este pormenor, quiero llamarles la atención sobre el hecho de que si el relato de Alec Cunningham era cierto, y si el asaltante, después de disparar contra William Kirwan, había huido al instante, era evidente que no pudo ser él quien arrancase el papel de la mano del muerto. Pero si no fue él, había de ser el propio Alec Cunningham, pues cuando el anciano hubo bajado ya había varios sirvientes en la escena del crimen. Este punto es bien simple, pero al inspector le había pasado por alto porque él había partido de la suposición de que estos magnates del mundo rural nada tenían que ver con el asunto. Ahora bien, yo me impongo no tener nunca prejuicios y seguir dócilmente los hechos allí donde me lleven éstos, y por consiguiente, en la primera fase de mi investigación no pude por menos que examinar con cierta suspicacia el papel representado por el señor Alec Cunningham.

Acto seguido efectué un examen muy atento de la esquina del papel que el inspector nos había enseñado. En seguida me resultó evidente que formaba parte de un documento muy notable. Aquí está. ¿No observa ahora en él algo muy sugerente?

—Tiene un aspecto muy irregular —contestó el coronel.

—¡Mi apreciado señor! —exclamó Holmes—. ¡No puede haber la menor duda de que fue escrito por dos personas, a base de palabras alternadas! Si le llamo la atención acerca de las enérgicas «t» en las palabras at y to, y le pido que las compare con las débiles de quarter y twelve, reconocerá inmediatamente el hecho. Un análisis muy breve de esas cuatro palabras le permitiría asegurar con toda certeza que learn y maybe fueron escritas por la mano más fuerte, y el what por la más débil.

—¡Por Júpiter, esto está tan claro como la luz del día —gritó el coronel—. ¿Y por qué diablos dos hombres habían de escribir de este modo una carta?

—Evidentemente, el asunto era turbio, y uno de los hombres, que desconfiaba del otro, estaba decidido a que, se hiciera lo que se hiciese, cada uno debía tener la misma intervención en él. Ahora bien, queda claro que de los dos hombres el que escribió el at y el to era el jefe.

—¿Cómo llega a esta conclusión?

—Podríamos deducirla meramente de la escritura de una mano en comparación con la otra, pero tenemos razones de más peso para suponerlo. Si examina este trozo de papel con atención, concluirá que el hombre con la mano más fuerte escribió primero todas sus palabras, dejando espacios en blanco para que los llenara el otro. Estos espacios en blanco no fueron suficientes en algún caso, y pueden ver que el segundo hombre tuvo que comprimir su letra para meter su quarter entre el at y el to, lo que demuestra que éstas ya habían sido escritas. El hombre que escribió todas sus palabras en primer lugar es, indudablemente, el mismo que planeó el asunto.

—¡Excelente! —exclamó el señor Acton.

—Pero muy superficial —repuso Holmes—. Sin embargo, llegamos ahora a un punto que sí tiene importancia. Acaso no sepan ustedes que la deducción de la edad de un hombre a partir de su escritura es algo en que los expertos han conseguido una precisión considerable. En casos normales, cabe situar a un hombre en la década que le corresponde con razonable certeza. Y hablo de casos normales, porque la mala salud y la debilidad física reproducen los signos de la edad avanzada, aunque el baldado sea un joven. En el presente caso, examinando la escritura enérgica y vigorosa de uno, y la apariencia de inseguridad de la otra escritura, que todavía se conserva legible, aunque las «t» ya han empezado a perder sus barras transversales, podemos afirmar que la primera es de un joven y la otra es de un hombre de edad avanzada pero sin ser del todo decrépito.

—¡Excelente! —volvió a aplaudir Acton.

—No obstante, hay otro punto que es más sutil y ofrece mayor interés. Hay algo en común entre estas manos. Pertenecen a hombres con un parentesco sanguíneo. A ustedes, esto puede resultarles más obvio en las «e» de trazo griego, mas para mí hay varios detalles pequeños que indican lo mismo. No me cabe la menor duda de que se detecta un hábito familiar en estos dos especímenes de escritura. Desde luego, sólo les estoy ofreciendo en este momento los resultados más destacados de mi examen del papel. Había otras veintitrés deducciones que ofrecerían mayor interés para los expertos que para ustedes, y todas ellas tendían a reforzar la impresión en mi fuero interno de que la carta fue escrita por los Cunningham, padre e hijo.

Llegado a este punto, mi siguiente paso fue, como es lógico, examinar los detalles del crimen y averiguar hasta qué punto podían ayudarnos. Fui a la casa con el inspector y vi allí todo lo que había por ver. La herida que presentaba el cadáver había sido producida, como pude determinar con absoluta certeza, por un disparo de revólver efectuado a una distancia de poco más de cuatro yardas. No había en las ropas ennegrecimiento causado por la pólvora. Por consiguiente, era evidente que Alec Cunningham había mentido al decir que los dos hombres estaban forcejeando cuando se hizo el disparo. Asimismo, padre e hijo coincidieron respecto al lugar por donde el hombre escapó hacia la carretera. En realidad, sin embargo, en este punto hay una zanja algo ancha, con humedad en el fondo. Puesto que en esta zanja no había ni traza de huellas de botas, tuve la absoluta seguridad, no sólo de que los Cunningham habían mentido otra vez, sino también de que en el lugar del crimen nunca hubo ningún desconocido.

Y ahora tenía que considerar el motivo de este crimen singular. Para llegar a él, ante todo procuré aclarar el motivo del primer robo en casa del señor Acton.

Por algo que nos había dicho el coronel, yo tenía entendido que existía un litigio judicial entre usted, señor Acton, y los Cunningham. Desde luego, se me ocurrió al instante que éstos habían entrado en su biblioteca con la intención de apoderarse de algún documento que pudiera tener importancia en el pleito.

—Precisamente —dijo el señor Acton—. No puede haber la menor duda en cuanto a sus intenciones. Yo tengo la reclamación más indiscutible sobre la mitad de sus actuales propiedades, y si ellos hubieran podido encontrar cierto papel, que afortunadamente se encontraba en la caja fuerte de mis abogados, sin la menor duda hubieran invalidado nuestro caso.

—Pues ya lo ve —sonrió Holmes—, fue una intentona audaz y peligrosa, en la que me parece vislumbrar la influencia del joven Alec. Al no encontrar nada, trataron de desviar las sospechas haciendo que pareciera un robo corriente, y con este fin se llevaron todo aquello a lo que pudieron echar mano. Todo esto queda bien claro, pero todavía era mucho lo que se mantenía oscuro. Lo que yo deseaba por encima de todo era conseguir la parte que faltaba de la nota. Sabía que Alec la había arrancado de la mano del difunto, y estaba casi seguro que la habría metido en el bolsillo de su bata. ¿En qué otro lugar sino? La única cuestión era la de si todavía seguía allí. Valía la pena hacer algo para averiguarlo, y con este objeto fuimos todos a la casa.

Los Cunningham se unieron a nosotros, como sin duda recordarán, ante la puerta de la cocina. Era, desde luego, de la mayor importancia que no se les recordase la existencia de aquel papel, pues de lo contrario era lógico pensar que lo destruirían sin tardanza. El inspector estaba a punto de hablarles de la importancia que le atribuíamos, cuando, por la más afortunada de las casualidades, fui víctima de una especie de ataque y de este modo cambió la conversación.

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