Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa. Muchos de nosotros nos dábamos por satisfechos con la recuperación de nuestra libertad y no deseábamos cargar con asesinatos nuestras conciencias. Una cosa era tumbar a los soldados armados y otra presenciar cómo se mataban hombres a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco presidiarios y tres marineros, dijimos que no queríamos presenciar semejante atrocidad, pero no hubo manera de convencer a Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad de salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no dejaría una sola lengua capaz de hablar más tarde en el estrado de los testigos. A punto estuvimos de correr la misma suerte de los rehenes pero finalmente Prendergast dijo que, si queríamos, podíamos quedarnos con un bote de salvamento y largarnos. Aceptamos en el acto, pues ya estábamos hartos de tantos sucesos sangrientos y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar. Nos entregaron un traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros dos, uno de tasajo y otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó una carta de navegación, nos dijo que éramos marineros cuyo buque había naufragado en los 50º lat. N y 250º long. O, y después cortó la amarra y nos dejó marchar.
Y ahora, mi querido hijo, viene la parte más sorprendente de mi historia. Durante la rebelión, los marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en facha la vela del trinquete, pero ahora, mientras nos alejábamos de ellos, la izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave viento del nordeste —los alisios—, la corbeta empezó a distanciarse lentamente de nosotros. Nuestro bote subía y bajaba a merced del monótono oleaje, y Evans y yo, que éramos los más cultos del grupo, estábamos sentados a popa calculando nuestra posición y planeando hacia qué costa de África podíamos dirigirnos. Era una cuestión peliaguda, ya que Cabo Verde quedaba sólo a unas quinientas millas al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este. En resumidas cuentas, visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos que la mejor opción sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta dirección, cuando la corbeta casi ocultaba ya su casco a estribor. De pronto, mientras la estábamos mirando, vimos que brotaba de ella una densa columna de humo, que se cernió sobre el horizonte como un árbol monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión retumbó como un trueno en nuestros oídos y, cuando la humareda se disipó un poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes después, viramos en redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el lugar donde el humo que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena de la catástrofe.
Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al principio temimos que fuera ya demasiado tarde para salvar a alguien. Un bote hecho astillas y varias jaulas de embalaje y restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las olas, nos señalaron dónde se había ido a pique la corbeta. Al no advertir indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos alejábamos cuando oímos un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos restos del naufragio, con un hombre tendido sobre ellos. Cuando lo subimos a bordo de nuestro bote, resultó ser un marinero llamado Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras que hasta la mañana siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.
Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su pandilla se habían dedicado a dar muerte a los restantes rehenes: el tercer oficial y los dos guardianes fueron muertos a tiros y arrojados por la borda. Seguidamente, Prendergast bajó al entre-puente y con sus propias manos degolló al infortunado cirujano. Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y decidido que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo ensangrentado en la mano, se desprendió de sus ligaduras que de algún modo había conseguido aflojar y, echando a correr por la cubierta, se precipitó hacia la bodega de popa.
Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos de él, lo encontraron con una caja de cerillas en la mano, sentado junto a un barril de pólvora abierto, uno del centenar que había a bordo, y jurando que los haría volar a todos por los aires si se le molestaba. Un instante después se produjo la explosión, aunque Hudson creía que fue causada por la bala mal dirigida de uno de los presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que fuese la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma que se había apoderado de la corbeta.
Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto en el que me vi envuelto. El día siguiente nos recogió el bergantín Hodspur, con destino a Australia, cuyo capitán no tuvo dificultad en creer que éramos los supervivientes de un barco de pasaje que se había ido a pique. La Gloria Scott fue considerada por el Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una sola palabra se ha sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje excelente, el Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo cambiamos nuestros nombres y nos dirigimos a las excavaciones en busca de oro, donde, entre la multitud allí concentrada, procedente de todas las naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras anteriores identidades.
No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos colonos, y adquirimos propiedades rurales. Durante más de veinte años hemos llevado una existencia pacífica y útil, y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para siempre. Imagina, pues, mis sentimientos cuando en el marinero que nos vino a ver reconocí al instante al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había averiguado nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro miedo.
Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él, y hasta cierto punto compartirás conmigo los temores que me invaden, después de que se haya alejado de mí ha ido en busca de otra víctima con amenazas en su boca.
Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto apenas resultaba legible: «Beddoes escribe en clave que H. lo ha contado todo. ¡Que el Señor se apiade de nuestras almas!»
—Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven Trevor, y yo creo, Watson, que, dadas las circunstancias, era de lo más dramático. El buen muchacho se quedó con el corazón destrozado a causa de ella y se marchó a las plantaciones de té de Terai, donde, según he oído decir, se defiende bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos desde el día en que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que Beddoes juzgó como un hecho lo que era tan sólo una amenaza. A Hudson se le había visto acechar furtivamente en las cercanías, y la policía llegó a creer que había liquidado a Beddoes y a continuación había huido. Por mi parte, creo que la verdad fue exactamente lo opuesto. Considero como lo más probable que Beddoes, movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar mano. Tales son los hechos del caso, doctor, y si resultan de alguna utilidad para su colección, le aseguro que los pongo gustosamente a su disposición.
FIN
«¿Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer?»
Una anomalía que a menudo me llamaba la atención en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes era la de que, a pesar de que en sus métodos de pensamiento era el más ordenado y metódico de todos los hombres, y aunque también mostraba un cierto esmero discreto en su manera de vestir, en sus hábitos personales era, en cambio, uno de los hombres más desordenados que jamás hayan llevado a la desesperación a un compañero de pensión. No es que yo sea ni mucho menos convencional en este aspecto, pues la vida desordenada en Afganistán, unida a una disposición de por sí bastante bohemia, me han convertido en hombre más descuidado de lo que corresponde a un médico. Pero en mi caso existe un límite y, cuando encuentro a un hombre que guarda sus cigarros en el cubo para el carbón, su tabaco en la punta de una zapatilla persa y su correspondencia sin contestar atravesada por una navaja de bolsillo en el centro de la repisa de madera de su chimenea, entonces empiezo a darme aires virtuosos.
Siempre he sostenido también que la práctica del tiro de pistola debería ser, indiscutiblemente, un pasatiempo propio del aire libre, y cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello.
Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en sitios todavía más indeseables. Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos suyos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía energías para rotularlos y ordenarlos, pues, tal como he mencionado en algún lugar de estas incoherentes memorias, sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas con las que va asociado su nombre, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse, salvo para pasar del sofá a la mesa. Así, mes tras mes se acumulaban sus papeles, hasta que en todos los rincones de la habitación se apilaban fajos de textos manuscritos que por nada del mundo habían de quemarse y que no podían ser cambiados de lugar por nadie que no fuera su propietario.
Una noche de invierno, sentados los dos frente al fuego, me aventuré a sugerirle que, en vista de que ya había acabado de pegar recortes en su libro de noticias, bien podía emplear las dos horas siguientes en hacer un poco más habitable nuestra habitación. No pudo negar la justicia de mi petición y, con cara un tanto severa, se fue a su dormitorio y volvió de él arrastrando tras de sí una gran caja metálica. La colocó en medio del suelo y, poniéndose en cuclillas ante ella, abrió la tapa. Pude observar que una tercera parte de ella ya estaba llena de fajos de papel sujetos con cinta roja para formar diferentes paquetes.
—Aquí hay casos de sobra, Watson —anunció, mirándome con ojos maliciosos —. Creo que si supiera usted todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara parte de su contenido en vez de meter más papeles en ella.
—¿Están en ella, pues, los documentos referentes a sus primeros trabajos? —pregunté—. A menudo he deseado disponer de sus notas sobre estos casos.
—Sí, amigo mío, todos ellos fueron prematuros, anteriores a la llegada de mi biógrafo para glorificarme.
—Levantaba un fajo tras otro, con manos cuidadosas, casi acariciantes.
—No todo son éxitos, Watson —añadió—, pero entre ellos hay algunos problemitas de lo más atractivo. He aquí los datos del asesinato de Tarleton, y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la anciana rusa y el singular asunto de la muleta de aluminio, así como un relato completo acerca de Ricoletti, el del pie de piña, y su abominable esposa. Y aquí... ah, esto sí que es en realidad algo un poco recherché.
Hundió el brazo hasta el fondo de la caja y extrajo una cajita de madera con tapa deslizante, como las que contienen ciertos juguetes infantiles. Sacó de su interior un trozo de papel arrugado, una llave de bronce de modelo antiguo y tres discos metálicos viejos y oxidados.
—Y bien, muchacho, ¿qué deduce usted de este lote? —preguntó, sonriendo al ver mi expresión.
—Es una colección curiosa.
—Muy curiosa, y la historia que la acompaña le parecerá todavía más curiosa.
—¿O sea, que estas reliquias tienen una historia?
—Tanto, que ellas mismas son historia.
—¿Qué quiere decir con esto?
Sherlock Holmes las cogió una por una y las depositó a lo largo del borde de la mesa. Después, volvió a sentarse en su sillón y las contempló con un destello de satisfacción en sus ojos.
—Esto —me dijo— es todo lo que me queda para recordarme «La aventura del Ritual de los Musgrave».
Yo le había oído mencionar el caso más de una vez, aunque nunca había podido ver reunidos sus detalles.
—Me agradaría mucho que me ofreciera un relato del mismo —le aseguré.
—¡Dejando toda la basura tal como está! —exclamó con malicia—. Veo que, después de todo, su amor al orden no soporta tensiones excesivas, Watson. Pero yo me alegraría de que agregara este caso a sus anales, pues en él hay detalles que le confieren un carácter único en los archivos criminales de este país o, según creo, de cualquier otro. Ciertamente, una recolección de mis ínfimos logros estaría incompleta si no contuviera un relato de este asunto tan singular.
Tal vez recuerde cómo el caso de la corbeta Gloria Scott, y mi conversación con aquel hombre desdichado de cuyo destino ya le hablé, llamaron por primera vez mi atención hacia la profesión que se ha convertido en el trabajo de mi vida. Usted me ve ahora, cuando mi nombre es bien conocido por doquier y reconocido en general, tanto por el público como por las fuerzas oficiales, como un último tribunal de apelación en casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció, en tiempos de aquel asunto que ha conmemorado en Estudio en escarlata, yo ya había establecido una relación considerable, aunque no muy lucrativa. No puede imaginar cuán difícil me resultó todo al principio y cuanto tiempo tuve que esperar antes de comenzar a abrirme camino.
Cuando llegué a Londres, tenía unas habitaciones en Montague Street, junto a la esquina del British Museum, y allí esperé, rellenando mi abundante tiempo de ocio con el estudio de todas aquellas ramas de la ciencia que pudieran conferirme mayor eficiencia. De vez en cuando se me presentaban casos, sobre todo por la mediación de colegas estudiantes, pues mis últimos años en la universidad hubo allí abundantes comentarios sobre mi persona y sobre mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave, y en el interés que suscitó tan singular cadena de acontecimientos, así como en las importantes cuestiones que, según resultó, estaban en juego, sitúo yo mi primer paso adelante hacia la posición que ahora ocupo.
Reginald Musgrave había pasado por mi colegio y nos conocíamos superficialmente. No era popular en general entre los alumnos, aunque a mí siempre me pareció que aquello que se consideraba como orgullo era en realidad un intento de ocultar una extrema timidez natural. En apariencia, era hombre de un tipo que no podía ser más aristocrático: alto, con nariz recta y ojos grandes, de ademanes lánguidos y sin embargo corteses. Era, efectivamente, el vástago de una de las familias más antiguas del reino, aunque la suya era una rama menor que se había separado de los Musgrave del norte en algún momento del siglo XVI y se había establecido en la parte oeste de Sussex, donde la mansión solariega de Hurlstone sea tal vez el edificio habitado más antiguo del condado. Algo de su lugar natal parecía haberse adherido a él, y nunca miré su semblante pálido y anguloso ni la postura de su cabeza sin asociarle arcadas grises y ventanas con parteluz, y todos los vestigios venerables de una sede feudal. Algunas veces conversamos y puedo recordar que, en más de una ocasión, expresó un manifiesto interés por mis métodos de observación y deducción.