Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
Ahora, en cambio, pensaba en ella. En cómo la había visto hacía unos días. Sesenta años después. Aún hermosa. Aún con un toque de vanidad. Pero los años la habían transformado, la habían convertido en una persona distinta de la que era en el pasado. Axel se preguntaba si también él habría experimentado un cambio tan profundo. Tal vez sí. Tal vez no. Tal vez los años que pasó preso de los alemanes lo transformaron tanto que ya no fue capaz de cambiar más. Todo lo que vio entonces. Todos los horrores de los que fue testigo. Quién sabía si aquello no había alterado en lo más hondo de su ser una parte que, después, no le fue posible ni reparar ni reemplazar.
Axel recreó en su memoria otros rostros. De personas a las que habían buscado, a las que él había ayudado a capturar. No en persecuciones trepidantes, como en las películas, sino siendo metódico, con disciplina y trabajo administrativo. Haciendo desde su despacho un seguimiento de cinco décadas de pistas documentales. Cuestionando identidades, pagos, viajes y posibles refugios. Los habían ido capturando uno a uno. Habían conseguido que pagasen por pecados cometidos en tiempos pasados. No lograrían ponerse al día, Axel era consciente de ello. Eran tantos los que aún andaban sueltos… Y muchos de ellos iban muriendo. En lugar de morir prisioneros, humillados, morían en paz, de viejos, sin que nadie les hubiese pedido cuentas de sus actos. Eso era lo que lo impulsaba. Lo que le impedía descansar, lo que lo movía a buscar incesantemente, a perseguir, a ir de reunión en reunión, a revisar un archivo tras otro. Mientras anduviese libre uno solo y mientras él pudiese ayudar a capturarlo, no se permitiría el reposo.
Axel miraba por el ventanal con el brillo del llanto en los ojos. Sabía que se había convertido en una obsesión. Ese trabajo había engullido todo lo demás. Se había convertido en una tabla de salvación tangible cuando dudaba de sí mismo y de su humanidad. Mientras estaba persiguiendo a alguno, no sentía la necesidad de cuestionar su propia identidad. Mientras trabajaba al servicio de la buena causa, iba pagando su deuda, lento pero seguro. Sólo hallándose en movimiento constante podía sacudirse todo aquello en lo que apenas era capaz de pensar.
Se dio media vuelta. Llamaban a la puerta. Le costó unos instantes desprenderse de los rostros que poblaban su memoria y su retina. Pero parpadeó para ahuyentarlos y fue a abrir.
–Ah, son ustedes –dijo al ver a Martin y a Paula. El cansancio lo doblegó un segundo. A veces sentía que aquello no acabaría nunca.
–¿Podemos pasar? Queríamos charlar un rato con usted –declaró Martin en tono amable.
–Claro, adelante –asintió Axel señalándoles el mismo lugar del porche en el que se sentaron la vez anterior.
–¿Alguna novedad? Ya me he enterado de lo de Britta, por cierto. Terrible. Hace tan sólo un par de días que los vi a ella y a Herman y, bueno, me cuesta creer que… –Axel meneó la cabeza.
–Sí, desde luego, es muy trágico –convino Paula–. Pero nosotros tratamos de no precipitarnos en nuestras conclusiones.
–Pero, si no me equivoco, Herman ha confesado, ¿no? –preguntó Axel.
–Sí, bueno… –Martin dejó la frase en el aire–. Pero hasta que lo hayamos interrogado… –añadió subrayando el interrogante con un gesto–. Por cierto, precisamente de eso queríamos hablar con usted.
–Por supuesto, aunque no sé cómo podría ayudarles.
–Pues resulta que hemos estado comprobando las llamadas de Herman y Britta y su número de teléfono aparece en tres ocasiones.
–Ah, sí, de una de esas llamadas sí puedo informarlos. Herman me llamó hace un par de días y me pidió que fuese a visitar a Britta. La verdad es que llevábamos muchos años, muchos, sin tener contacto, de modo que me sorprendió un poco. Pero, por lo que me dijo, Britta sufría Alzheimer y, sencillamente, quería verse con alguna persona con la que hubiese tenido relación en los viejos tiempos, por si eso pudiera serle de alguna ayuda.
–De modo que por eso fue a verlos, ¿no? –intervino Paula observándolo atentamente–. Porque Britta quería verse con algún conocido de los viejos tiempos.
–Sí, al menos eso fue lo que me dijo Herman. Cierto que nosotros dos no éramos precisamente amigos íntimos; en realidad, Britta era amiga de mi hermano Erik, pero pensé que tampoco iba a perjudicarle. Y a mi edad siempre es un placer hablar de los viejos tiempos.
–¿Y qué pasó durante aquella visita? –quiso saber Martin, inclinándose un poco para estar más cerca de él.
–Pues Britta estuvo bastante bien un rato, y hablamos del pasado. Pero luego se perdió en la turbación y el desconcierto y, bueno, no tenía ningún sentido que me quedase más tiempo, así que me disculpé y me marché. Es tremendamente trágico. Una enfermedad de lo más cruel.
–¿Y las llamadas de principios de junio? –preguntó Martin mientras consultaba sus notas–. En primer lugar, una llamada desde aquí, del 2 de junio. Después una de Britta, o de Herman, el día 3. Finalmente, otra también desde su casa, realizada el 4 de junio.
Axel negó con un gesto.
–Pues no, de eso yo no sé nada. Hablarían con Erik. Pero, seguramente, por el mismo motivo. Y, en realidad, era más natural que Britta quisiera ver a Erik, si es que quería rememorar los viejos tiempos. Como decía, ellos sí fueron amigos.
–Sí, pero la primera llamada se hizo desde aquí –insistió Martin–. ¿Tiene idea de para qué los llamaría Erik?
–Como ya les he dicho, mi hermano y yo vivíamos bajo el mismo techo, pero ninguno se inmiscuía en los asuntos del otro. No tengo ni la más remota idea de por qué se puso Erik en contacto con Britta. Aunque, bueno, es posible que también él quisiera reanudar la antigua amistad. Esas cosas pasan con la edad. Aquello que pertenece a un pasado remoto se desliza de pronto hacia el presente y cobra un protagonismo cada vez mayor.
En ese instante, Axel comprendió hasta qué punto era cierto aquello que acababa de decir. Como una película, vio pasar por la retina a una serie de personas que corrían hacia él riendo burlonas. Se agarró fuerte al brazo de la silla. No era momento de dejarse afectar por el pasado.
–O sea, que usted cree que era Erik quien quería verse con Britta, en nombre de la vieja amistad, ¿no es eso? –insistió Martin con tono escéptico.
–Eso creo –asintió Axel aflojando la mano en torno al reposabrazos–. No tengo la menor idea, pero supongo que es la explicación más plausible.
Martin intercambió una mirada con Paula. No avanzarían mucho más. Aun así, Martin tenía la irritante sensación de que sólo estaban obteniendo las migajas de algo de mayor envergadura.
Cuando se hubieron marchado, Axel regresó al mirador. Los viejos rostros ejecutaban para él su danza.
–Hola, ¿qué tal te ha ido en la biblioteca? –A Patrik se le iluminó la cara al ver entrar a Erica.
–Eh… pues… Es que no he ido a la biblioteca –respondió Erica con una expresión divertida.
–¿Y dónde has estado entonces? –preguntó Patrik intrigado. Maja estaba durmiendo la siesta mientras él recogía la mesa después del almuerzo.
–En casa de Kristina –dijo sin ambages mientras se dirigía a la cocina.
–¿Qué Kristina? ¡Ah! ¿Te refieres a mi madre? –quiso saber confundido–. ¿Y eso por qué? A ver, a lo mejor tienes fiebre. –Patrik se le acercó y le puso la mano en la frente. Erica la apartó.
–Hombre, ¿qué pasa? Tampoco es tan raro, ¿no? Después de todo… es mi suegra. Y puedo ir a visitarla así, de forma espontánea.
–Ya, claro –repuso Patrik entre risas–. Venga, suéltalo ahora mismo. ¿A qué has ido a ver a mi madre?
Erica le habló de la idea que se le había ocurrido justo al llegar a la biblioteca, cuando cayó en la cuenta de que sí había alguien más que había conocido a Elsy de joven. Y le refirió la extraña reacción de Kristina y cómo le había confesado que Elsy mantuvo una relación amorosa con un noruego que se había refugiado en Suecia huyendo de los alemanes.
–Pero ya no quiso contarme nada más –concluyó Erica con tono de frustración–. O quizá no supiera más, no lo sé. En cualquier caso, me dio la impresión de que Hans Olavsen abandonó a mi madre o algo así. Se marchó de Fjällbacka y, según Kristina, Elsy le dijo que había regresado a Noruega.
–¿Y por dónde vas a seguir investigando? –preguntó Patrik mientras guardaba en el frigorífico los restos del almuerzo.
–Intentaré dar con la pista de Olavsen, por supuesto –contestó Erica camino de la sala de estar–. Por cierto, podríamos invitar a Kristina el domingo, para que vea a Maja y pase un rato con ella.
–Bueno, ahora sí estoy convencido de que debes de tener fiebre –rio Patrik–. Pero claro que sí, la llamaré luego y le preguntaré si quiere venir a tomar café el domingo. Si es que puede, ya sabes lo mucho que tiene que hacer siempre.
–Ummm –replicó Erica desde la sala de estar, en un tono muy extraño. Patrik meneó la cabeza. Mujeres. Jamás llegaría a entenderlas. Aunque, claro, quizá fuera esa la idea.
–¿Qué es esto? –preguntó Erica alzando la voz.
Patrik se encaminó hacia donde ella se encontraba, para ver a qué se refería. Erica señalaba la carpeta que él había dejado sobre la mesa de la sala de estar. Por un instante, deseó darse una paliza por no haberla quitado del medio antes de que llegara. La conocía lo bastante bien como para saber que era demasiado tarde para que lo olvidara.
–Es el material de la investigación del asesinato de Erik Frankel –respondió apuntándole con el dedo en señal de advertencia–. Y no puedes decir una palabra de lo que dice ahí, ¿de acuerdo?
–Sí, sí –asintió Erica distraída espantándolo con la mano como si fuera una mosca irritante. Luego se sentó en el sofá y se puso a hojear la documentación y las fotografías.
Una hora más tarde, había repasado cuanto contenía la carpeta y empezó de nuevo por el principio. Patrik se asomó varias veces a echar un vistazo, pero abandonó cualquier intento de comunicarse con ella, de modo que se sentó con el diario de la mañana, que aún no había tenido tiempo de leer.
–No tenéis muchas pruebas físicas sobre las que trabajar –observó Erica mientras leía pasando el dedo por el informe de los técnicos.
–Pues no, es más bien escaso –admitió Patrik dejando a un lado el periódico–. En la biblioteca de los Frankel no hallaron más huellas dactilares que las de Erik y Axel, y las de los dos chicos que encontraron el cadáver. No parece que falte nada y las pisadas también se han vinculado a las mismas personas. El arma del crimen estaba debajo de la mesa y era un objeto que ya se encontraba allí.
–Es decir, que no se trata de un crimen premeditado, sino más bien el resultado de un impulso –concluyó Erica reflexiva.
–Sí, a menos que el autor supiera que ese busto de granito estaba en el alféizar de la ventana, claro. –Patrik recordó una idea que se le había ocurrido hacía un par de días–. Oye, ¿qué día fuiste tú a dejar la medalla en casa de los Frankel?
–¿Por qué? –replicó Erica, aún tan abstraída que parecía que se hallase a kilómetros de distancia.
–No lo sé. Puede que no tenga la menor importancia, pero quizá sea útil saberlo.
–Fue el día antes de que lleváramos a Maja a Nordens Ark –declaró Erica sin dejar de hojear los documentos–. ¿Eso no fue el 3 de junio? Pues, en ese caso, estuve en su casa el día 2 de junio.
–¿Llegó a decirte algo sobre la medalla? ¿Te dijo algo cuando se la llevaste?
–De ser así, te lo habría contado al llegar a casa –señaló Erica–. No, me dijo que quería examinarla más a fondo antes de darme alguna información sobre ella.
–O sea, que sigues sin saber qué tipo de medalla nazi es, ¿no?
–Así es –respondió Erica mirando a Patrik pensativa–. Pero, desde luego, es algo que debería averiguar. Mañana mismo veré dónde pueden informarme. –Volvió a sumirse en la carpeta y a examinar con sumo interés las instantáneas del lugar del crimen. Cogió la primera y entornó los ojos para distinguir mejor la imagen.
–Joder, es imposible –masculló mientras subía la escalera camino de la primera planta.
–¿Qué pasa? –quiso saber Patrik, aunque no obtuvo respuesta. Erica bajó al cabo de unos segundos, empuñando una gran lupa.
–¿Qué haces? –insistió Patrik mirando a su mujer por encima del periódico.
–Pues, no sé… Seguro que no es importante, pero parece como si hubiera algo anotado en el bloc que hay encima del escritorio de Erik. Pero no lo distingo bien… –Se inclinó más aún sobre la foto y colocó la lupa justo a la altura de la pequeña mancha blanca a que había quedado reducida la libreta en la imagen.
–Creo que pone… –volvió a entrecerrar los ojos–. Creo que pone «Ignoto militi».
–Ajá. ¿Y qué coño significa eso? –preguntó Patrik.
–No lo sé. Supongo que alude a algo militar, pero seguro que no es nada importante, un garabato –repuso decepcionada.
–Oye –comenzó Patrik dejando de nuevo el diario y ladeando la cabeza–, estuve hablando con Martin cuando vino a dejarme la carpeta. Y me pidió un favor a cambio. –Bueno, para ser sinceros, fue él mismo quien se ofreció raudo a hacerle el favor, pero de eso no tenía por qué informar a Erica–. Me pidió que fuese a Gotemburgo a hablar con una persona a la que Erik Frankel estuvo haciéndole un ingreso mensual durante cincuenta años.
–¿Cincuenta años? –repitió Erica enarcando una ceja–. ¿Se pasó cincuenta años pagándole a alguien una cantidad todos los meses? ¿A qué puede deberse? ¿Un chantaje? –Erica no podía ocultar que aquello le resultaba apasionante.
–Nadie tiene la menor idea. Y seguro que no es nada pero… Bueno, Martin me preguntó si podría comprobarlo.
–Claro, te acompaño –propuso Erica llena de entusiasmo.
Patrik se quedó mirándola atónito. Aquella no era precisamente la reacción que esperaba.
–Eh, sí, bueno, quizá… –balbució al tiempo que se preguntaba si habría alguna razón justificada para no llevar consigo a su mujer. Pero, claro, se trataba de una actuación rutinaria, una comprobación de un pago, así que no vio ningún problema.
–Vale, pues ven conmigo. Y luego podemos pasarnos por casa de Lotta, para que Maja vea a sus primos.
–Estupendo –aprobó Erica, que sentía gran simpatía por la hermana de Patrik–. Además, quizá en Gotemburgo encuentre a alguien que sepa informarme sobre la medalla.
–No creo que sea imposible. Dedícate a llamar esta tarde, a ver si encuentras a algún experto. –Dicho esto, volvió a echar mano del periódico y continuó leyendo. Más valía aprovechar mientras Maja dormía.