Las huellas imborrables (42 page)

Read Las huellas imborrables Online

Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
13.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

–No tengo ni idea, de verdad. Pero claro, Wilhelm y yo nunca hablábamos de cuestiones económicas. Él se encargaba de esa parte, y yo de la casa, como era lo habitual en nuestra generación. Ese era el reparto que teníamos. Así que, de no ser por Göran, ahora estaría totalmente perdida con las cuentas, los préstamos y todo eso. –La mujer puso la mano sobre la del hijo, que se la apretó cariñoso.

–Mamá, lo hago encantado, ya lo sabes.

–¿Hay algunos documentos sobre sus finanzas que podamos mirar? –preguntó Patrik desanimado. Había ido allí con la esperanza de obtener respuestas a las preguntas sobre la transferencia mensual y, en cambio, parecía haber llegado a un callejón sin salida.

–No tenemos nada en casa, todo está en poder del abogado –repuso Göran excusándose–. Pero puedo pedirles que hagan copias de lo que hay y que se las envíen.

–Se lo agradeceríamos mucho –dijo Patrik sintiendo que recobraba algo de esperanza. Quizá pudiera llegar al fondo del asunto, pese a todo.

–Perdón, se me había olvidado por completo servir el café –exclamó Göran levantándose raudo.

–No importa, de todos modos ya nos marchamos –replicó Patrik mirando el reloj–. Por nosotros no se moleste.

–Siento que no hayamos sido de más ayuda –se disculpó Märta ladeando la cabeza y dedicándole a Patrik una afable sonrisa.

–No pasa nada, no hay mucho que podamos hacer. Y siento mucho la pérdida –dijo Patrik–. Espero que no les haya molestado que hayamos venido a preguntar, cuando hace tan poco… Bueno, no sabíamos nada…

–No, por favor –replicó la mujer atajando sus excusas–. Conocía a mi Wilhelm con los ojos cerrados y, sea cual sea el motivo de esas transferencias, puedo garantizar que no se trataba de nada delictivo ni inmoral. Así que pregunten lo que quieran y, como ha dicho Göran, procuraremos que les lleguen copias de los documentos. Lo único que siento es no haber sido de más ayuda.

Todos se levantaron y se dirigieron al vestíbulo. Maja iba detrás, aún con la muñeca bien agarrada en la mano.

–Maja, bonita, es hora de dejar la muñeca –dijo Erica preparándose para el berrinche, que sabía inevitable.

–Deje que se quede con ella –repuso Märta acariciando el cabello de Maja cuando la pequeña pasó a su lado–. Como decía, allí adonde voy no podré llevar nada conmigo, y soy demasiado vieja para jugar con muñecas.

–Pero… ¿está segura? –vaciló Erica–. Es tan antigua, y seguro que se trata de un recuerdo muy apreciado…

–Los recuerdos se conservan aquí –aseguró Märta dándose en la frente–. No en las cosas y los objetos. Así que nada me alegra más que saber que hay alguien que vuelve a jugar con
Greta
. Seguro que se ha aburrido lo indecible tantos años ahí, en el sofá de una anciana.

–Gracias. Muchísimas gracias –respondió Erica tan emocionada que, con no poca irritación, tuvo que esforzarse para contener el llanto.

–No hay de qué. –Märta acarició de nuevo la cabeza de Maja y tanto ella como su hijo los acompañaron hasta la puerta.

Lo último que vieron Erica y Patrik antes de que cerraran la puerta fue cómo Göran pasaba el brazo por los hombros de su madre y le besaba la blanca cabellera.

Martin deambulaba inquieto de aquí para allá por toda la casa. Pia estaba en el trabajo y, cuando se quedaba solo en el piso, no conseguía serenarse pensando en el caso. Era como si, al estar Patrik de baja, su sentido de la responsabilidad por la investigación se hubiese multiplicado por diez. Y no se sentía nada seguro de estar a la altura de tanta responsabilidad. En cierto modo, vivía como una debilidad haberse visto obligado a pedirle ayuda a Patrik. Sin embargo, era tal la confianza que tenía en el criterio del colega, y quizá no tanta en el propio. A veces se preguntaba si alguna vez llegaría a sentirse totalmente seguro en el ejercicio de su profesión. Esa era la duda que siempre lo acechaba, la inseguridad que lo acompañaba desde los años en la Escuela Superior de Policía. ¿En verdad era apto para aquel trabajo? ¿Sabría responder tal y como se esperaba que hiciera?

Iba y venía por la casa inmerso en sus cavilaciones. Comprendía que su inseguridad en lo profesional se veía reforzada por el hecho de que ahora se hallaba ante el mayor reto de su vida y de que no sabía si iba a ser capaz de responder. ¿Y si no daba la talla? ¿Y si no era capaz de apoyar a Pia tanto como fuese necesario? ¿Y si no respondía como se esperaba de un padre? Y si… Y si… Las ideas se precipitaban en su mente como un torbellino, hasta que comprendió que debía hacer algo concreto para no volverse loco. Se puso la cazadora, cogió el coche y salió en dirección sur. En un principio, no tenía muy claro adónde iba, pero a medida que se acercaba a Grebbestad, se le aclararon las ideas. Desde el día anterior no había dejado de darle vueltas a la llamada efectuada desde la casa de Herman y Britta a la de Frans Ringholm. En las dos investigaciones aparecían siempre las mismas personas y, aunque parecían discurrir en paralelo, Martin tenía el presentimiento de que, en realidad, se cruzaban. ¿Por qué habrían llamado Herman o Britta a Frans, en el mes de junio? ¿Lo hicieron antes de la muerte de Erik? Sólo constaba una llamada, el 4 de junio. No duró mucho, dos minutos y treinta y tres segundos, según había memorizado Martin. Pero ¿cuál era el motivo de la llamada? ¿Sería tan sencillo como lo presentaba Axel? ¿Sería que la enfermedad de Britta la impulsó a reanudar los contactos de antaño? Con personas con las que, a la luz de los datos de los que disponían, llevaba sesenta años sin hablar. Claro que el cerebro humano podía jugarnos malas pasadas pero… No, allí había información entre líneas. Algún detalle que se le escapaba. Y no pensaba rendirse hasta dar con ello.

Frans estaba a punto de salir cuando Martin se encontró con él en la puerta de su apartamento.

–¿Qué puedo hacer por usted hoy? –le dijo Frans muy cortés.

–Tengo unas preguntas adicionales, eso es todo.

–Estaba a punto de salir a dar mi paseo diario. Si quiere hablar conmigo, puede acompañarme. No abandono el paseo por nadie, así me mantengo en forma –aclaró echando a andar hacia el mar. Martin lo siguió.

–¿Y no tendrá problemas si lo ven con la policía? –preguntó Martin con una sonrisa.

–Pues mire, he pasado tantos días de mi vida con polis que ya estoy acostumbrado a su compañía –respondió divertido–. Bien, ¿qué quería preguntar? –añadió ya serio. Martin iba medio corriendo para seguirlo. Frans no llevaba mal ritmo para su edad.

–No sé si lo habrá oído, pero tenemos en Fjällbacka otro caso de asesinato.

Frans aminoró la marcha un segundo, antes de reanudar el ritmo.

–No, no lo sabía. ¿Quién?

–Britta Johansson –anunció Martin escrutando el semblante de Frans.

–¿Britta? –se sorprendió este volviéndose hacia Martin–. Pero ¿cómo? ¿Quién?

–Su marido se ha declarado culpable. Pero yo abrigo mis dudas…

Frans se detuvo sobresaltado.

–¿Herman? Pero ¿por qué? No puedo creer que…

–¿Conocía a Herman? –quiso saber Martin tratando de no desvelar la importancia de la respuesta.

–No, no puedo decir que lo conociera –admitió Frans meneando la cabeza–. Lo cierto es que sólo lo he visto en una ocasión. Me llamó en junio y me dijo que Britta estaba enferma y que había expresado su deseo de verme.

–¿Y no le pareció extraño? Teniendo en cuenta que llevaban sesenta años sin verse… –La voz de Martin traslucía el escepticismo con que había acogido la respuesta de Frans.

–Sí, claro que me resultó raro. Pero Herman me explicó que tenía Alzheimer, y, al parecer, no es inusual que esos enfermos rememoren épocas y personas significativas del pasado. Y, bueno, Britta y yo fuimos amigos durante la infancia y la juventud, y formábamos una pandilla.

–Y la pandilla la formaban…

–Pues Britta, Erik, Elsy Moström y yo.

–Dos de los cuales están muertos ahora, asesinados en el transcurso de un par de meses –puntualizó Martin jadeando mientras corría al lado de Frans–. ¿No le parece una extraña coincidencia?

Frans se quedó mirando el horizonte.

–Cuando se alcanza mi edad, uno ya ha vivido bastantes coincidencias de las que usted llama extrañas, como para comprender que no lo son tanto. Y además, decía que su marido se ha confesado culpable. ¿Quieren ustedes decir que también es responsable de la muerte de Erik? –Frans no dejaba de mirar a Martin.

–En estos momentos no queremos decir nada en absoluto. Pero es indiscutible que nos resulta sospechoso el hecho de que dos personas de un grupo de cuatro mueran asesinadas en tan breve espacio de tiempo.

–Ya digo, no existe nada raro en la concurrencia de extrañas coincidencias. Sólo el azar. Y el destino.

–Suena bastante filosófico, para un hombre que ha pasado gran parte de su vida en la cárcel. ¿También eso fue cosa del azar y el destino? –preguntó Martin con acritud mal disimulada; se dijo que, en el trabajo, debía dejar a un lado sus sentimientos personales. Sin embargo, había sido testigo de cómo le había afectado a Paula últimamente aquello que Frans Ringholm representaba; de ahí que le costase esconder su desprecio.

–El azar y el destino no tuvieron nada que ver con eso. Era lo bastante adulto y estaba lo bastante informado como para adoptar mis propias decisiones cuando tomé ese camino. Y claro que, con lo que sé ahora y con la plantilla en la mano, puedo decir que no debería haber hecho esto, ni aquello, ni lo otro… Y que debería haber tomado otro camino. O ese… O aquel… –Frans se detuvo y se volvió hacia Martin–. Pero en la vida no contamos con esa ventaja, ¿verdad? –añadió antes de proseguir su paseo–. No contamos con la ventaja de disponer de una plantilla con los resultados. Tomé los caminos que tomé. Y he vivido la vida que decidí vivir. Y también he pagado un precio por ello.

–¿Y sus ideas? ¿También son fruto de una elección? –Martin sentía sincera curiosidad por la respuesta. No comprendía a aquella gente. A las personas que condenaban a parte de la humanidad. No comprendía cómo justificaban esa actitud ante sí mismos. Y mientras que, por un lado, sentía una aversión profunda hacia ellos, experimentaba también una viva curiosidad por saber cómo pensaban, al igual que un niño descompone en piezas una radio para averiguar cómo funciona.

Frans guardó silencio un buen rato. Parecía haber entendido la seriedad de Martin al preguntar, y se detuvo a meditar su respuesta.

–Yo defiendo mis ideas. Veo que algo falla en la sociedad. Y mis ideas son mi interpretación de qué es lo que falla. Y, además, entiendo que es mi deber contribuir a corregir ese fallo.

–Pero eso de culpar a grupos étnicos enteros… –Martin meneó la cabeza. Sencillamente, no comprendía ese razonamiento.

–Comete el error de considerar a las personas como individuos –atajó Frans con aspereza–. El ser humano jamás ha sido un individuo. Formamos parte de un grupo, de un colectivo. Y esos grupos siempre se han enfrentado desde que el mundo es mundo, siempre han luchado por su lugar en la jerarquía, en el orden mundial. Cabría desear que no fuese así, pero así es. Y aunque yo no me asegure mi lugar en el mundo recurriendo a la violencia, soy un superviviente. Uno de los que, finalmente, saldrá vencedor en ese orden mundial. Y los vencedores escriben la historia.

Una vez que hubo terminado, se volvió hacia Martin, que se estremeció pese a que le corría el sudor por la espalda después del rápido paseo. Era infinitamente aterrador verse ante tan fanática convicción. Se quedó helado al comprender que no existía en el mundo razonamiento alguno que pudiese persuadir a Frans Ringholm y a sus iguales de que veían el mundo a través de un cristal que lo deformaba. Así que sólo quedaba mantenerlos a raya, minimizarlos, diezmar su número. Martin siempre creyó que, pudiendo razonar con una persona, siempre se llegaba a un núcleo susceptible de cambio. Pero el núcleo que advirtió en la mirada de Frans estaba tan atrincherado tras la ira y el odio que nadie podría nunca llegar a él.

Fjällbacka, 1944

–Estaba muy bueno –dijo Vilgot sirviéndose otra porción de caballa a la plancha–. Realmente bueno, Bodil.

La mujer no respondió, sólo agachó la cabeza aliviada. Siempre le infundía una sensación de paz transitoria el que su marido se mostrase momentáneamente de buen humor y satisfecho con ella.

–Sí, hijo, eso es algo en lo que debes pensar, la mujer con la que te cases debe ser competente en la cocina y en la cama –aseguró señalando a Frans con el tenedor y estallando en una risotada tal que se le vio la comida en la boca.

–¡Vilgot! –exclamó Bodil débilmente, aunque no se atrevió más que a expresarse en un tono de blanda protesta.

–Bah, más vale que el muchacho aprenda –repuso llevándose a la boca una buena cucharada de puré de patata–. Por cierto, que ya puedes estar orgulloso de tu padre. Acabo de recibir una llamada de Gotemburgo y me he enterado de que la empresa del judío ese, Rosenberg, ha quebrado gracias a la cantidad de clientes que le fui quitando el año pasado. ¡Eso sí que hay que celebrarlo! Así es como hay que tratarlos. Debemos obligarlos a que se arrodillen uno tras otro, ¡en los negocios y con el látigo! –rompió en una risa tan irreprimible que le temblaba la barriga. La mantequilla del arenque le corría por la barbilla, que brillaba llena de grasa.

–Pues no le será fácil ganarse la vida ahora, con los tiempos que corren –intervino Bodil sin poder remediarlo, aunque comprendió su error en el mismo momento en que lo dijo.

–¿Y cuál es tu razonamiento, querida? –preguntó Vilgot en un engañoso tono afable, al tiempo que dejaba los cubiertos junto al plato–. Puesto que sientes compasión por un tipo como ese, me gustaría oírte desarrollar la idea.

–No, si no es nada –replicó la mujer bajando la vista con la esperanza de librarse de las consecuencias ante tal muestra de capitulación. Sin embargo, ya había prendido la chispa en los ojos de Vilgot, que ahora centraba toda su atención en su mujer.

–No, no, me interesa tu opinión. Venga, rápido, explícate.

Frans miraba alternativamente a sus padres y sentía crecer el nudo en el estómago. Vio que su madre temblaba ligeramente bajo la mirada de Vilgot. Y que su padre tenía un brillo extraño en los ojos, el mismo brillo que Frans había visto tantas veces. Se planteó la posibilidad de preguntar si podía retirarse de la mesa, pero comprendió que era demasiado tarde.

La voz de Bodil sonó quebrada por los nervios y la mujer tuvo que tragar saliva varias veces, antes de poder articular:

Other books

Sarah's Key by Tatiana de Rosnay
Memoirs of a Porcupine by Alain Mabanckou
Who We Were by Christy Sloat
Shadows of Self by Brandon Sanderson
The Dandarnelles Disaster by Dan Van der Vat
The Serpent by Neil M. Gunn
It's a Green Thing by Melody Carlson