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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (41 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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Erica volvió a coger la lupa y a examinar el bloc del escritorio de Erik en la foto. «Ignoto militi.» Algo empezó a bullirle en el subconsciente.

En esta ocasión no le llevó más de media hora coger el ritmo.

–Bien, Bertil. –Lo animó Rita al tiempo que le daba un apretón extra–. Ya empiezas a entender el paso, por lo que veo.

–Desde luego que sí –convino Mellberg con modestia–. Esto del baile siempre se me ha dado bien.

–No me digas –le respondió Rita con un guiño–. Me ha dicho Johanna que hoy has estado tomando café con ella. –La mujer sonrió y levantó la vista para mirarlo. Había algo más que le gustaba de Rita. Él nunca fue muy alto, pero con ella, que era tan bajita, se sentía como si midiese uno noventa.

–Sí, pasaba por casualidad delante de vuestro portal… –dijo con cierta turbación–. Y entonces apareció Johanna y me preguntó si quería subir a tomar un café.

–Ajá, con que pasabas por casualidad –rio Rita mientras se balanceaban al ritmo de la salsa–. ¡Qué lástima que yo no estuviera en casa, ya que pasabas por casualidad! Creo que habéis estado la mar de a gusto, según me ha dicho Johanna.

–Sí, claro, es una muchacha encantadora –reconoció Mellberg recordando la sensación del pie del bebé en la palma de la mano–. Una muchacha encantadora de verdad.

–Lo cierto es que no siempre lo han tenido fácil –se lamentó Rita con un suspiro–. Y a mí también me costó acostumbrarme al principio. Pero yo ya lo presentía, antes de que Paula trajese a Johanna a casa por primera vez. Y ahora llevan casi diez años juntas y, bueno, puedo decirte con el corazón en la mano que no hay otra persona que me guste más que Johanna como compañera de Paula. Están hechas la una para la otra y, siendo así, lo del sexo me parece una trivialidad.

–Aunque supongo que fue más fácil en Estocolmo, ¿no? Me refiero a la aceptación por parte de la gente –opinó Mellberg con cierta reserva lanzando una maldición interior al notar que acababa de plantar el pie sobre el de Rita–. Quiero decir que allí es mucho más habitual. A veces, cuando veo la tele, me da la impresión de que allí una de cada dos personas tiene esa inclinación.

–Bueno, yo no estaría tan segura de eso –repuso Rita entre risas–. Pero, por supuesto, estábamos preocupadas por mudarnos aquí. Aunque debo decir que me ha sorprendido positivamente. No creo que las chicas hayan tenido ningún problema, por ahora. Aunque, por otro lado, la gente aún no se ha enterado, claro. Pero ya veremos, cuando llegue el momento. ¿Qué van a hacer? ¿Dejar de vivir? ¿No mudarse a donde quieren mudarse? No, hay ocasiones en que uno debe lanzarse a lo desconocido. –De pronto, le cambió la expresión, parecía triste y tenía la mirada perdida en el vacío, por encima del hombro de Mellberg, que creyó comprender en qué estaba pensando.

–¿Fue difícil? Quiero decir, si fue duro huir –preguntó con tono respetuoso y, con gran sorpresa por su parte, tomó conciencia de que de verdad quería conocer la respuesta. Por lo general, solía evitar preguntas delicadas, eso cuando no las formulaba porque era lo que se esperaba de él, para luego despreocuparse por completo de cuál era la respuesta. En esta ocasión, en cambio, deseaba sinceramente conocerla.

–Fue difícil y fácil al mismo tiempo –respondió Rita. Mellberg vio reflejadas en sus ojos negros vivencias que él no podía ni imaginar–. Resultó fácil abandonar aquello en lo que se había convertido mi país; y difícil abandonar el país que fue en su día. –Por un instante, Rita perdió el ritmo del baile y se quedó inmóvil, aún agarrada a las manos de Mellberg. Luego una chispa le alumbró la mirada, soltó las manos y dio una palmada enérgica.

–Venga, ha llegado el momento de aprender el siguiente paso, a dar vueltas. Bertil, ayúdame a mostrar cómo se hace. –Rita volvió a cogerlo de la mano y le enseñó despacio los pasos que debía dar para hacerla girar una vuelta por debajo del brazo. No era lo más sencillo del mundo y Mellberg se hizo un lío tanto con las manos como con los pies. Pero Rita no perdió la paciencia, sino que lo explicó una y otra vez, hasta que tanto Bertil como las demás parejas comprendieron en qué consistía.

–Funcionará, ya lo verás –aseguró mirándolo a los ojos. Mellberg se preguntó si sólo se refería al baile. O si aludía a otra cosa. Él esperaba que fuese lo segundo.

Fuera ya oscurecía. Las sábanas del hospital crujían ligeramente cuando se movía, así que intentaba quedarse quieto. Él prefería que no hubiese el menor ruido. Los ruidos del exterior no podía controlarlos, los sonidos de voces, de gente que pasaba, el tintineo de las bandejas. Pero allí dentro podía procurar que reinase la calma en la medida de lo posible, que no se alterase el silencio con el crujir de las sábanas.

Herman miraba por la ventana. A medida que caía la noche al otro lado, empezó a aparecer su imagen reflejada en los cristales, y le llamó la atención lo desvalida que parecía la figura que yacía en la cama. Un viejo menudo y gris envuelto en la ropa blanca del hospital, de cabello escaso y mejillas surcadas por la vejez. Se diría que era Britta la que le otorgaba cierto peso, la que poseía un valor que lo convertía en un ser más lleno, más largo. Era como si ella le hubiese dado sentido a su vida. Y ahora, por su culpa, ella ya no estaba.

Las niñas habían ido hoy a verlo. Lo acariciaban y lo abrazaban, lo miraban con preocupación y le hablaban inquietas. Pero él ni siquiera fue capaz de mirarlas. Temía que le vieran la culpa en los ojos. Que vieran lo que había hecho. El daño que había causado.

Habían guardado el secreto durante tantos años. Él y Britta, los dos. Lo habían compartido, lo habían ocultado, lo habían expiado. O, al menos, eso creía él. Pero cuando se presentó la enfermedad y los diques empezaron a quebrantarse, Herman comprendió en un instante de lucidez que nada puede expiarse. Tarde o temprano, el tiempo y el pasado nos alcanzan. De nada servía esconderse. De nada servía correr. Haciendo gala de una simpleza mayúscula, creyeron que sería suficiente con llevar una buena vida, ser buenas personas. Amar a sus hijos y convertirlos en seres humanos capaces de transmitir ese amor. Y, finalmente, se engañaron creyendo que lo bueno que crearon había eclipsado lo malo.

Había matado a Britta. Y que no pudieran comprenderlo. Sabía que querían hablar con él, hacerle preguntas, plantearle cuestiones. Si, simplemente, aceptaran las cosas como eran.

Él había matado a Britta. Y ya no le quedaba nada.

–¿Tienes alguna idea de quién es y de por qué Erik estuvo pagándole durante tantos años? –preguntó Erica llena de curiosidad cuando ya estaban cerca de Gotemburgo. Maja se había portado de forma ejemplar en el asiento trasero y, puesto que salieron poco antes de las ocho y media, sólo eran cerca de las diez cuando llegaron a la ciudad.

–No, los únicos datos que tenemos son los que figuran ahí –dijo Patrik señalando con la cabeza el papel que Erica llevaba en la funda de plástico.

–Wilhelm Fridén, calle Vasagatan, número 38, Gotemburgo. Nacido el 3 de octubre de 1924 –leyó Erica en voz alta.

–Exacto. Ahí tienes cuanto sabemos. Estuve hablando con Martin de pasada ayer noche y me dijo que no había encontrado ningún vínculo con Fjällbacka, ninguna acción criminal. Nada. Así que es un disparo a ciegas. Por cierto, ¿cuándo has quedado con el tipo de la medalla?

–A las doce, en su tienda de antigüedades –informó Erica tanteándose el bolsillo donde llevaba la medalla, para asegurarse de que seguía ahí, envuelta en el pañuelo.

–¿Te quedas con Maja en el coche o prefieres irte a dar un paseo mientras yo hablo con Wilhelm Fridén? –quiso saber Patrik al tiempo que giraba para ocupar un aparcamiento libre de Vasagatan.

–¿Qué dices? –repuso Erica ofendida–. Yo voy contigo, faltaría más.

–Pero no puedes… Maja… –protestó Patrik torpemente, cuando cayó en la cuenta de adónde lo conduciría aquella discusión y de cómo terminaría.

–Si la niña puede visitar el lugar del crimen y la comisaría, también puede venir con nosotros a ver a un señor de más de ochenta tacos –replicó Erica recalcando con el tono de voz que Patrik no se hallaba en situación de discutir por ese tema.

–Vale, está bien –respondió con un suspiro, sabiéndose vencido.

Un hombre de unos sesenta años les abrió la puerta cuando llamaron al timbre del tercer piso, en un viejo edificio de principios de siglo.

–¿Sí? ¿En qué puedo ayudarles?

Patrik sacó la placa.

–Me llamo Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede. Tengo algunas preguntas relacionadas con Wilhelm Fridén.

–¿Quién es? –se oyó una voz de mujer desde el interior. El hombre se volvió y explicó en voz alta:

–¡Es un policía que pregunta por papá!

Y, volviendo a mirar a Patrik, añadió:

–De verdad que no puedo imaginarme por qué iba a interesarse la policía por mi padre, pero entren, entren. –El hombre se apartó y los invitó a pasar, y enarcó una ceja de sorpresa al ver entrar a Erica con Maja en brazos.

–Vaya, veo que hay quien empieza pronto en la policía –observó el hombre con expresión divertida.

Patrik sonrió abochornado.

–Sí, esta es mi mujer, Erica Falck, y mi hija, Maja. Es que… bueno, mi mujer tiene cierto interés personal en el caso que estamos investigando y… –Y ahí se detuvo. En realidad, no existía ningún modo satisfactorio de explicar por qué un policía llevaba a un interrogatorio a su mujer y a su hija de un año.

–Perdón, no me he presentado, soy Göran Fridén. A quien buscan es a mi padre.

Patrik lo observó con curiosidad. Era de mediana estatura, tenía el pelo gris un tanto rizado y ojos azules y cálidos.

–¿Está su padre en casa? –dijo Patrik mientras seguía a Göran Fridén por el largo pasillo.

–Por desgracia, llegan demasiado tarde para preguntarle a mi padre. Murió hace dos semanas.

–¡Oh! –exclamó Patrik sorprendido. No era eso lo que esperaba oír. Estaba convencido de que, pese a lo avanzado de su edad, el hombre seguiría vivo, puesto que no figuraba como fallecido en el censo. Seguramente porque la muerte era reciente, y ya se sabía que los datos tardaban en aparecer en los registros. Sintió una profunda decepción. ¿Acaso iba a enfriarse aquella pista que, de acuerdo con su intuición, era importante para el caso?

–Pueden hablar con mi madre si quieren –propuso Göran indicándoles con la mano que pasaran a la sala de estar–. No sé de qué se trata, pero quizá podamos ayudarle.

Una señora menuda con el cabello blanco como la nieve se levantó del sofá. Aún era bonita de un modo sorprendente y se les acercó para estrecharles la mano.

–Märta Fridén. –La mujer los observaba llena de curiosidad y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa al ver a Maja–. Pero bueno, ¡hola! ¡Qué niña más bonita! ¿Cómo se llama?

–Maja –respondió Erica llena de orgullo. Le encantaba aquella señora.

–Hola, Maja –saludó Märta acercándose y dándole a la niña una palmadita en la mejilla.

Maja estaba loca de contenta al ver que atraía tanta atención, pero empezó a patear salvajemente en cuanto vio una vieja muñeca que había en el rincón del sofá.

–No, Maja –le dijo Erica muy seria, intentando que se quedara quieta.

–Bah, deje que la mire –repuso Märta señalando la muñeca con la mano–. No tengo nada tan valioso que no pueda tocarlo la pequeña. Desde que Wilhelm falleció he comprendido que, allí adonde vamos, no podemos llevarnos nada. –Se le pusieron los ojos tristes y su hijo se le acercó y la rodeó con el brazo.

–Siéntate, mamá, voy a preparar un café para la visita. Así podréis hablar un rato tranquilamente.

Märta lo siguió con la mirada mientras se dirigía a la cocina.

–Es un buen chico –declaró la mujer–. Trato de no ser una carga para él, los hijos deben vivir su propia vida. Pero a veces es más bueno de lo que le conviene. Aunque Wilhelm estaba tan orgulloso de él… –La anciana pareció perderse en los recuerdos, pero luego se volvió hacia Patrik.

–Bueno, ¿y de qué quería hablar la policía con mi Wilhelm?

Patrik se aclaró la garganta. Sentía como si estuviese caminando por una fina capa de hielo. Tal vez ahora sacara a la luz un montón de asuntos que aquella simpática ancianita prefería no conocer. Pero no tenía elección. Algo inseguro, le explicó:

–Pues sí, en Fjällbacka, en el norte, estamos investigando un asesinato. Yo soy de la comisaría de Tanumshede, y Fjällbacka pertenece al distrito policial de Tanum –le aclaró a la anciana.

–¡Oh, Dios mío, un asesinato!

–Sí, la víctima era un hombre llamado Erik Frankel –añadió Patrik e hizo una pausa para comprobar si el nombre provocaba alguna reacción, pero, por lo que pudo ver, a Märta no le resultaba familiar, como así se lo confirmó.

–¿Erik Frankel? No, no me suena de nada. ¿Y cómo les ha llevado eso hasta Wilhelm? –preguntó inclinándose con vivo interés.

–Pues sí, resulta que… –Patrik dudaba–. Resulta que Erik Frankel le estuvo haciendo una transferencia mensual durante cincuenta años a un tal Wilhelm Fridén. A su marido. Y, claro, nos preguntamos el porqué de dicha transferencia y cuál es, era, la relación entre ambos.

–¿Que Wilhelm recibía dinero de un hombre de Fjällbacka llamado Erik Frankel? –La sorpresa de Märta parecía sincera. En ese momento apareció Göran con el café en una bandeja y los miró lleno de curiosidad.

–¿De qué se trata, en realidad? –quiso saber.

Fue su madre quien le contestó.

–Según este policía, un hombre llamado Erik Frankel, que ha muerto asesinado, le ha estado enviando dinero a tu padre todos los meses durante cincuenta años.

–¿Qué me dices? –preguntó Göran perplejo sentándose en el sofá, al lado de su madre–. ¿A papá? ¿Por qué?

–Sí, eso es lo que nos preguntamos –intervino Patrik–. Esperábamos que el propio Wilhelm pudiese responder a esa pregunta.

–Queca –dijo Maja encantada cogiendo la vieja muñeca de Märta.

–Sí, una muñeca –asintió Märta con una sonrisa–. Era mía, de cuando era niña.

Maja abrazó a la muñeca fuerte contra el pecho. Märta no se cansaba de mirar a la pequeña.

–Qué niña más encantadora –declaró. Erica no pudo por menos de asentir entusiasmada.

–¿De qué suma se trata? –preguntó Göran mirando a Patrik.

–No son grandes cantidades. Dos mil coronas al mes, los últimos años. Pero fueron aumentando con el paso del tiempo y parecían hacerlo según el valor de la moneda. Es decir, que, aunque la cantidad fue aumentando, el valor era más o menos siempre el mismo.

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