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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (36 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Verás, resulta que hay un muchacho del pueblo que está en poder de los alemanes. Hace ya más de un año, pero puede que tú… –Elof hizo un gesto de resignación con la mano, pero miró esperanzado al muchacho que tenía enfrente.

–Bueno, no es muy probable que lo conozca, hay mucha gente que va y viene. ¿Cómo se llama? –preguntó el joven.

–Axel Frankel –respondió Elof observándolo ansioso. Pero la decepción le coloreó los ojos al ver que, tras reflexionar unos instantes, el muchacho negaba despacio.

–No, lo siento. En la resistencia no lo conocemos. O eso creo yo. ¿No tenéis ninguna noticia de qué ha sido de él? ¿Algo que pueda proporcionarme algún otro dato…?

–Nada, por desgracia –contestó Elof meneando también la cabeza–. Los alemanes lo apresaron en Kristiansand y luego no hemos oído ni una palabra. Por lo que sabemos, es posible que esté…

–¡No, papá! ¡Eso no puede ser! –Elsy sintió que no podría detener el llanto y, a toda prisa, subió avergonzada la escalera camino de su habitación. Vaya manera de hacer el ridículo, y de poner en ridículo a sus padres… Ponerse a lloriquear como una niña delante de una persona totalmente extraña.

–¿Conoce su hija a ese muchacho… Axel? –preguntó el noruego preocupado, con la vista clavada en la escalera por donde ella había desaparecido.

–Ella y el hermano menor de Axel son amigos. Erik está sufriendo mucho. Bueno, toda la familia, naturalmente –explicó Elof con un suspiro.

De pronto, se le ensombreció la mirada.

–Sí, son muchos los que están sufriendo las consecuencias de esta guerra –asintió el muchacho. Elof comprendió que por su cabeza desfilaban imágenes que ningún joven de su edad debería haber visto.

–¿Tu familia…? –le preguntó con cautela. Hilma, que estaba secando un plato junto al fregadero, se quedó inmóvil.

–No sé dónde están –dijo Hans al cabo con la mirada en la mesa–. Cuando acabe la guerra, si es que acaba alguna vez, me pondré a buscarlos. Hasta entonces, no puedo volver a Noruega.

Hilma miró a Elof a los ojos, por encima de la melena clara del muchacho. Tras una muda conversación que sólo se produjo con ayuda de sus miradas, estaban de acuerdo. Elof carraspeó un poco.

–Verás, resulta que nosotros solemos alquilar la casa en verano, y entonces nos trasladamos al sótano. Pero el resto del año está vacío. Quizá quieras quedarte un tiempo y descansar y pensar con detenimiento adónde quieres ir después. Y creo que podré buscarte un trabajo. Puede que no para llenar las horas del día, pero al menos para que tengas algo con lo que llenarte el bolsillo. Claro que tengo que informar al gobernador de que te he traído aquí, pero prometo intentar que no suponga ningún problema.

–Sólo si me prometen que podré pagar la habitación con el dinero que gane –aceptó Hans mirándolo con una expresión mezcla de gratitud y del sentimiento de estar en deuda con ellos.

Elof miró a Hilma otra vez y asintió.

–Supongo que sí, que puedes pagar. En estos tiempos de guerra, cualquier ayuda es bienvenida.

–Voy a prepararle el sótano –declaró Hilma poniéndose el abrigo.

–De verdad, muchas gracias. De verdad –aseguró el muchacho en su noruego cantarín, inclinando la cabeza. Aunque no tan aprisa como para impedir que Elof viese que le brillaban los ojos.

–No tiene importancia –repuso conmovido–. No tiene importancia.

–¡Socorro!

Erica se sobresaltó al oír el grito procedente de la primera planta. Salió corriendo hacia el origen del sonido y subió la escalera de un par de saltos.

–¿Qué? –preguntó al llegar, pero se paró en seco al ver la cara de Margareta en el umbral de uno de los dormitorios. Erica dio unos pasos al frente y respiró hondo cuando tuvo a la vista la cama de matrimonio.

–Papá –dijo Margareta con un sollozo al tiempo que entraba en la habitación. Erica se quedó en la entrada, insegura de lo que veía e indecisa sobre qué hacer.

–Papá… –repitió Margareta.

Herman estaba tumbado en la cama. Tenía la mirada perdida en el vacío y no reaccionaba a la llamada de Margareta. A su lado yacía Britta. Tenía la cara blanca y rígida, y no cabía la menor duda de que estaba muerta. Herman estaba muy pegado a ella, abrazado al cuerpo yerto de su mujer.

–La he matado –susurró en voz baja.

Margareta jadeaba.

–¿Qué dices, papá? ¿Cómo ibas tú a matar a mamá?

–La he matado –reiteró con voz monótona, abrazándose más aún a su mujer muerta.

Su hija rodeó la cama y se sentó en el borde, en el lado donde estaba él. Con mucho cuidado, intentó retirarle los brazos que se aferraban a ella en un gesto convulso y, tras varios intentos, lo consiguió por fin. Margareta le acarició la frente mientras le decía en voz baja:

–Papá, no ha sido culpa tuya. Mamá no estaba bien. Seguro que le falló el corazón. No es culpa tuya, tienes que comprenderlo.

–Fui yo quien la mató –insistió el hombre una vez más con la vista clavada en una mancha de la pared.

Margareta se volvió hacia Erica.

–Llama a una ambulancia, por favor.

Erica vaciló un instante.

–¿Quieres que llame también a la policía?

–Mi padre está conmocionado. No sabe lo que dice. No hace falta que venga la policía –replicó Margareta con un tono agrio. Luego se volvió de nuevo hacia su padre y le cogió la mano.

–Deja que yo me ocupe de esto, papá. Voy a llamar a Anna-Greta y a Birgitta, y las tres te ayudaremos. Estamos contigo.

Herman no respondió, siguió tumbado, abúlico, sin retirar la mano de la de Margareta, pero sin apretarla.

Erica bajó y cogió el móvil. Se quedó un buen rato pensando, hasta que empezó a marcar un número.

–Hola, Martin, soy Erica, la mujer de Patrik. Verás, se ha producido una situación un tanto extraña… Estoy en casa de Britta Johansson, que ha muerto. Su marido dice que la ha matado él. Tiene aspecto de ser una muerte natural, pero…

–Vale, esperaré aquí. ¿Llamas tú a la ambulancia o la llamo yo? De acuerdo. –Erica colgó con la esperanza de no haber cometido ninguna tontería. Desde luego, parecía que Margareta tenía razón, que Britta se había muerto mientras dormía, sencillamente. Pero ¿por qué decía Herman que la había matado él? Y, además, era una curiosa coincidencia que otra persona del entorno de su madre, cuando era joven, hubiese muerto tan sólo dos meses después de que falleciese Erik. No, estaba segura, había hecho lo que debía.

Erica volvió al piso de arriba.

–He pedido ayuda –informó–. ¿Hay algo más que pueda…?

–Pon un poco de café, por favor, mientras yo intento que mi padre baje también.

Margareta sentó a Herman muy despacio.

–Venga, papá, vamos abajo a esperar a la ambulancia.

Erica bajó a la cocina. Anduvo rebuscando hasta que encontró lo que necesitaba y puso una cafetera bien llena. Minutos después, oyó pasos en la escalera y vio que Margareta guiaba despacio a Herman hacia la planta baja. Lo llevó hasta una de las sillas, donde el hombre se desplomó como un saco.

–Espero que puedan administrarle algo –comentó Margareta preocupada–. Debe de llevar ahí tumbado desde ayer. No comprendo por qué no nos ha llamado…

–Yo… –Erica dudaba, pero se decidió al fin–. También he llamado a la policía. Seguramente tiene razón, pero no he podido por menos de… No podía… –No hallaba la palabra adecuada y Margareta la miraba como si hubiera perdido la razón.

–¿Has llamado a la policía? ¿Crees que mi padre hablaba en serio? ¿Estás mal de la cabeza? Está conmocionado después de haber encontrado muerta a su mujer y ahora, además, tendrá que responder a las preguntas de la policía, ¿no? ¿Cómo te has atrevido? –Margareta dio un paso hacia Erica, que estaba dispuesta a defenderse con la cafetera, pero no fue necesario, porque en ese momento llamaron a la puerta.

–Serán ellos, voy a abrir –dijo Erica con la vista en el suelo, dejando la cafetera antes de apresurarse hacia el pasillo.

En efecto, abrió la puerta y lo primero que vio fue a Martin.

El policía la saludó con gesto grave.

–Hola, Erica.

–Hola –respondió ella en voz baja haciéndose a un lado para que pudiera entrar. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si exponía a aquel hombre destrozado a una tortura innecesaria? Claro que ya era tarde para arrepentirse.

–Está arriba, tendida en la cama –informó en voz baja señalando la cocina con la cabeza–. Su marido está ahí dentro, con su hija. Fue ella la que encontró… Parece ser que lleva horas muerta.

–Vale, echaremos un vistazo –repuso Martin llamando a Paula y al personal de la ambulancia. Presentó a Paula y a Erica y continuó hacia la cocina, donde Margareta consolaba a su padre acariciándole la espalda.

–Es absurdo –protestó Margareta mirando a Martin–. Mi madre ha muerto mientras dormía y mi padre está conmocionado. ¿De verdad creen que esto es necesario?

Martin alzó las manos en señal de disculpa.

–Seguro que todo ha sucedido tal como dice, pero ya que estamos aquí, deje que echemos un vistazo, irá rápido. Y lo siento mucho. –La miró con firmeza y ella terminó por asentir, aunque a disgusto.

–Está arriba. ¿Puedo llamar a mis hermanas y a mi marido?

–Por supuesto –respondió Martin, que ya se dirigía a la escalera.

Erica dudó un instante, pero terminó por seguir al policía y al personal de la ambulancia al piso de arriba. Se apartó un poco y le dijo a Martin en voz baja:

–He venido para hablar con ella, entre otras cosas, de Erik Frankel. Quizá sea una coincidencia, pero ¿no te parece un tanto extraño?

Martin dejó que el médico responsable entrase primero y le preguntó a Erica:

–¿Sugieres que existe alguna relación? ¿Cómo?

–No lo sé –admitió Erica meneando la cabeza–. Pero estoy investigando la vida de mi madre y resulta que, de niña, fue amiga de Erik Frankel y también de Britta. En el grupo había además un tal Frans Ringholm.

–¿Frans Ringholm? –se sorprendió Martin.

–Sí, ¿lo conoces?

–Sí… bueno, nos hemos topado con él en la investigación del asesinato de Erik Frankel –contestó Martin pensativo, mientras en su cerebro bullían las ideas.

–¿Y no te parece un tanto extraño que también muera Britta? ¿Dos meses después de la muerte de Erik Frankel? –insistió Erica.

Martin parecía seguir dudando.

–No estamos hablando de personas jóvenes. Quiero decir que, a su edad, ya empiezan a manifestarse un montón de percances: apoplejías, infartos, todo lo habido y por haber.

–Ya, pues te aseguro que esto no es ni un infarto ni una apoplejía –declaró el médico desde el interior de la habitación. Tanto Martin como Erica se sobresaltaron al oírlo.

–¿Y qué es entonces? –quiso saber Martin. El policía entró en el dormitorio y se colocó justo detrás del doctor, junto a la cama de Britta. Erica prefirió quedarse en el umbral de la puerta, pero estiró el cuello para ver qué pasaba.

–A esta señora la han asfixiado –anunció el facultativo señalando los ojos de Britta con una mano y levantando el párpado con la otra–. Presenta petequias en los ojos.

–¿Petequias? –preguntó Martin sin comprender.

–Sí, unas manchas rojas que se producen en el glóbulo ocular cuando los finísimos vasos que lo riegan se rompen como consecuencia de un aumento en la presión del sistema vascular. Típicas en los casos de muerte por asfixia, estrangulamiento y similares.

–Pero ¿no puede haberle pasado algo que hiciera que no pudiese respirar? ¿No presentaría entonces los mismos síntomas? –interrogó Erica.

–Sí, claro, es una posibilidad, desde luego –admitió el médico–. Pero puesto que ya en un primer examen he visto que tenía una pluma en la garganta, me atrevería a apostar muy alto porque aquí tenemos el arma del crimen –añadió señalando el almohadón blanco que había junto a la cabeza de Britta–. Aunque las petequias indican que debieron de ejercer presión también sobre la garganta, como si, por ejemplo, alguien la hubiese estrangulado también con la mano. Pero la autopsia despejará por completo todas estas dudas. De todos modos, una cosa es segura, no escribiré que se trata de una muerte natural hasta que el forense me demuestre sobradamente que estoy equivocado. Y hay que considerar este espacio como el escenario de un crimen. –Dicho esto, se incorporó y salió con cuidado de la habitación.

Martin hizo lo propio y sacó el teléfono del bolsillo para llamar a los técnicos, que deberían examinar el dormitorio minuciosamente.

Después de haberlos enviado a todos al piso de abajo, entró de nuevo en la cocina y se sentó al lado de Herman. Margareta lo miró y, con el ceño fruncido, expresó su preocupación al ver en el semblante del policía que algo no iba bien.

–¿Cómo se llama su padre? –empezó Martin.

–Herman –respondió Margareta, cuya desazón iba en aumento.

–Herman –dijo Martin–. ¿Puede contarme lo que ha ocurrido?

En un primer momento, el hombre no respondió. Lo único que se oía era el rumor del personal de la ambulancia, que hablaban en voz baja en la sala de estar. Al cabo de unos instantes, Herman alzó la vista y dijo claramente:

–La he matado yo.

El viernes trajo consigo un maravilloso tiempo estival. Mellberg estiró las piernas a conciencia mientras
Ernst
, que también parecía apreciar el buen tiempo, correteaba a sus anchas.

–Pues sí,
Ernst
–comenzó Mellberg deteniéndose para esperar al perro, que se había parado a levantar la pata junto a un arbusto–. Que sepas que esta tarde tu papá va a salir a mover el esqueleto.

Ernst
lo miró unos segundos con expresión inquisitiva y la cabeza ladeada, para enseguida volver a concentrarse en sus tareas evacuatorias.

Mellberg se sorprendió a sí mismo silbando jovial al pensar en la clase de por la tarde, y en la sensación al sentir el cuerpo de Rita pegado al suyo. Aunque una cosa era segura, lo de bailar salsa no conseguía engancharlo del todo.

Se le ensombreció el ánimo cuando al recuerdo evanescente de los ritmos ardientes del baile se impuso el de la investigación. O el de las investigaciones. Vaya coñazo de pueblo, nunca lo dejaban a uno tranquilo. Que la gente tuviese una inclinación tan recalcitrante por matarse unos a otros. En fin, por lo menos uno de los casos parecía bastante fácil de resolver. El marido había confesado. Ahora no tenían más que esperar el informe del forense, que confirmaría que se trataba de un asesinato, y fuera problema. Lo que andaba salmodiando Martin Molin de que era un tanto extraño que otra persona del entorno de Erik Frankel también muriese asesinada…, bueno, él no pensaba prestarle la menor atención. Por Dios bendito, según tenía entendido, la relación consistía en que habían sido amigos en la infancia. Hacía sesenta años. Eso era una eternidad y nada que guardase relación con la investigación del asesinato. No, era una idea absurda. En cualquier caso, le dio permiso a Molin para que hiciera alguna comprobación, para que revisara las listas de las llamadas y cosas así, para ver si hallaba algún vínculo. Lo más seguro es que no encontrara nada, pero al menos eso le cerraría la boca.

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