El
strigoi
rió con crueldad, luego miró a Brigh y dijo en voz alta:
—Por culpa de ellos murió tu padre. Ahora estás sola en este mundo. Ven conmigo. Te mostraré el modo de recuperar la felicidad.
—¡Me tienes a mí, Brigh! —imploró Dana intentando ahogar las palabras del valaco.
Pero la joven no respondió. Sus ojos miraban al hombre como en trance. Eithne, que había ascendido trabajosamente por la escalerilla y miraba asomada desde la trampilla, lanzó un alarido. Su intuición le señalaba que la endeble voluntad de Brigh se doblegaba. La que hubiera podido ser su digna sucesora en el bosque era arrastrada hacia un lóbrego sendero.
—¡No puedes escapar, Vlad! —dijo Brian mientras trataba de levantarse y con una mano se apretaba la herida en el costado.
—¡Míralos a los ojos y recuérdalos! —clamó el
strigoi
tomándola por los hombros—. En la Scholomancia aprenderás cómo hacerles pagar todo lo que te han hecho…
—¡Brigh! —gritó Dana mientras se arrastraba hacia Calhan, que lloraba hecho un ovillo.
—Ella tiene ahora a su hijo, el verdadero… A ti ya no te quiere a su lado, serías un estorbo.
La joven reaccionó y por primera vez sus ojos se aclararon. Miró a Dana y su rostro se contrajo de amargura. Con el
marsupium
en la mano, volvió la mirada hacia Vlad e hizo un gesto de asentimiento.
El valaco profirió un grito de triunfo y, cogiendo con firmeza a Brigh, se precipitó al vacío.
—¡No! —Brian saltó hacia delante, pero no llegó a tiempo y sus dedos rozaron los de la pequeña.
Vlad había desaparecido arrastrando a Brigh con él.
Brian cayó al suelo justo en el borde del tejado. Su mano extendida en el vacío aferraba el
marsupium
. En el último instante, la muchacha había soltado la bolsa con el Códice de San Columcille y el
Abacum
.
El grito lastimero de Brigh resonó en el acantilado. Siguió el silencio. Otearon desde el borde. Los pálidos reflejos de la luna mostraban las espumosas aguas en su rítmico batir contra las negras rocas del fondo. El sordo rumor del mar sonaba como un extraño lamento.
—No pueden haber sobrevivido —musitó Eithne, sobrecogida.
—Nunca subestiméis a un maestro de la Scholomancia —advirtió Brian apoyándose en su hombro. Había hablado como Michel, con su mismo tono grave e inquietante—, y menos aún a Vlad Radú.
Dana, desconsolada, apretaba a Calhan intentando sentir la presencia viva de Brigh, pero el dolor y el cansancio empañaban su entendimiento y sólo advertía brumas grisáceas arremolinándose en su interior. De un modo u otro había perdido a la pequeña para siempre. Había quebrado la promesa de cuidarla y arrastraría esa pena hasta el final de sus días. Se acercó al abad y miró la sangre que empapaba su túnica. Era la segunda vez que se enfrentaba a la muerte por ella.
—Brian…
Él puso un dedo en sus labios y la abrazó con fuerza; él y el resto de la comunidad la perdonaban.
Pero la noche no había terminado. El humo se escapaba por la trampilla y debían ayudar a Adelmo, a Berenguer y a Guibert en la lucha contra las llamas. Eithne, profundamente abatida, se agachó junto al herido hermano Michel. Quizá aún pudiera salvarlo.
Los druidas procedentes del bosque se sumaron a la pugna contra el fuego. El agua que manaba de la cisterna fue la clave. Muhammad seguía en el
scriptorium
inconsciente, con una fea brecha en la sien, pero estaba vivo y también fue llevado al herbolario. Más tarde llegó el nutrido grupo que encabezaba Finn. Revisaron el monasterio y encontraron a otros de los suyos que, aunque malheridos, habían sobrevivido al siniestro ejército de Vlad.
Sólo Dana permaneció en el frío tejado de la biblioteca en busca de calma y silencio. Apretando el cuerpo de su pequeño, lloró amargamente durante horas.
Brian, sentado en el jergón destrozado de su celda, miraba fijamente la llama del cirio encendido en el suelo. La misión había triunfado gracias a la voluntad divina, pero se sentía profundamente desolado. Pensó en el fiel Rodrigo y en Eber, el último de los hermanos caído. Como el resto de los
frates
, había llorado por él implorando piedad para su noble alma. El precio había resultado demasiado alto y ante él se alzaban difíciles retos. San Columbano seguiría siendo un monasterio benedictino y una de las moradas de los hermanos del Espíritu de Casiodoro que él debía dirigir como abad y miembro consagrado en la célibe orden de San Benito de Nursia. Por otro lado, los habitantes del reino de Clare permanecían expectantes. Con Cormac muerto y su descendencia deslegitimada por el testimonio del obispo Morann, el monje criado en Liébana era, por herencia de sangre, el candidato al trono.
Aunque su alma seguía fiel al Espíritu, su corazón no ansiaba recorrer ninguno de aquellos dos senderos. Irlanda había cambiado su vida para siempre.
En ese momento la puerta crujió y él dio un respingo. La luz de la vela osciló y su resplandor trémulo se reflejó en el cabello dorado de Dana.
El corazón del monje comenzó a latir con fuerza y, aunque tardaría tiempo en reconocerlo, en ese instante una parte de su alma ya había iniciado la senda que quería internarse.
Al tratar de volverse sintió una fuerte punzada en la herida. Las costillas habían detenido la mortal trayectoria de la daga, una nueva cicatriz guardaría el recuerdo de aquella aciaga noche.
Dana buscó una señal en su rostro y finalmente se decidió a penetrar en la celda. Había abandonado el herbolario cuando escuchó la respiración acompasada de Calhan. Con las lágrimas agotadas, se había acostado junto al pequeño pero no había conseguido conciliar el sueño. Un pensamiento pulsaba en su mente como un faro iluminando la noche. Había perdido a Brigh y a un buen amigo, el hermano Eber, pero hubiera podido perder todo lo que amaba. Había sufrido demasiado y con la sensación de que el tiempo se le escurría entre los dedos se había levantado en busca de Brian.
Se miraron, intuían los pensamientos del otro, sus dudas y temores. Ambos habían iniciado la nueva cruzada por San Columbano y allí estaban, transformados por las heridas y las penas, pero de nuevo juntos. Brian se incorporó con una mueca de dolor. Siguieron sin hablar, pero cada palabra y deseo fluían a través de sus miradas. Se amaban en silencio desde hacía mucho tiempo; ella respetando sus votos y él, sus heridas del pasado. Pero esa noche habían comprendido cuán frágiles eran sus vidas en las manos de Dios y lo cerca que vivían del olvido y las tinieblas.
Ella se quitó la túnica y la dejó a un lado. El hombre la miró con ternura y la rodeó con los brazos. Cuando notó el calor de su piel, supo que un ciclo de su existencia se cerraba. Recorrió lentamente su cuerpo con las manos, percibiendo cómo ella se estremecía y su alma quebraba uno tras otro los cerrojos que la encerraban. Brian sintió el mismo vértigo que cuando se besaron en el pasado; entonces había retrocedido con el corazón turbado y un hormigueo en los labios, pero esta vez la abrazó con fuerza y se lanzó sin miedo.
Al primer beso, cálido y prolongado, se sumó el sabor salado de las lágrimas. Pero ya nada pudo contener el deseo de sus cuerpos.
Dana le ayudó a deshacerse del mugriento hábito y contempló su cuerpo recién lavado, cubierto de cortes y hematomas; a sus ojos, tan bello como aquella mañana soleada en la playa… Posó sus labios en su piel caliente.
—Te amo —susurró ella buscando de nuevo su boca—. Perdóname…
Se amaron en silencio, con temblores y quedos suspiros que no quebraron la triste paz del monasterio ni alteraron la rígida regla del resto de los monjes. Aunque sus cuerpos no se conocían, se fundieron en uno de un modo vibrante, y cuando sus ojos se miraban, muy cerca, se sentían fuertes, sin remordimientos ni dudas.
La mente de Brian volaba vertiginosa y, para su sorpresa, su cuerpo le demostraba la generosidad del Creador con las sensaciones físicas. Su mente voló libre unida a su cuerpo brillante de sudor. Jamás había abrazado el cuerpo desnudo de una mujer y se dejó llevar por los impulsos de Dana, que había conocido a mil hombres pero era la primera vez que amaba a uno.
Para Dana, cada movimiento que en el pasado fue humillación se convirtió en placer en los brazos de Brian. Su cuerpo había despertado del letargo con pasión. Para ella, los estrictos votos del benedictino carecían de sentido, pues en Irlanda muchos religiosos tenían familia. Era una incógnita cómo reaccionaría Brian cuando el peso del remordimiento acudiera con el alba, por eso se esforzó en demostrarle la bendición que hallaría en su regazo de mujer.
Ambos gimieron compartiendo el mismo aliento cálido, moviéndose al compás del deseo. Finalmente ella se sentó sobre él y con el clímax llegó la luz y la felicidad inmensa de haber culminado un largo viaje. Los últimos espasmos de placer los unieron con lazos universales.
El tiempo pasó lento. Con besos y susurros se desvanecieron las últimas dudas. Sus cuerpos brillantes permanecieron entrelazados mientras el pasado y el futuro se diluían en una incógnita… No era el momento de afrontarla.
Ambos estaban agotados y heridos, pero el amanecer los sorprendió hablando en voz baja, buscando recuerdos y anécdotas vividas en el último año, y cuando escucharon el tañido de Santa Brígida, se preguntaron si las quedas risas de ella habrían despertado antes de tiempo a alguno de sus hermanos.
Para sorpresa de Dana, Brian no parecía inquieto y la besaba con ardor. Sintiendo aún el calor que él había dejado en su interior, supo que su amor había ganado todas las batallas.
Las miradas de Brian y Dana se cruzaron, cómplices, durante un fugaz instante, pero el monje regresó a la partitura y entonó el cántico con energía. Ella respiró hondo y absorbió el aroma dulzón del incienso que flotaba en el templo ocultando el olor a hollín que aún permanecía impregnado en los muros de la pequeña iglesia.
Habían pasado tres semanas desde que Vlad había desaparecido. Tras celebrar los solemnes funerales por los fallecidos, los hermanos trataban de recuperar su apacible vida de recogimiento y reparar los destrozos del saqueo. Después de tanto dolor, especialmente por la pérdida del hermano Eber, los monjes necesitaban llenar su corazón de dicha y decidieron que había llegado el momento de celebrar la consagración de Guibert de Saint-Omer como hermano de la orden benedictina junto con la promesa de lealtad y servicio al Espíritu de Casiodoro. Acompañado de sus
frates
, de Dana y de Muhammad, aún con la cabeza vendada, el nuevo monje, postrado en el suelo en el centro de la iglesia, lucía recién afeitada la tonsura de Roma. Oficiaba Berenguer, asistido por Brian, que ya no tenía autoridad para imponer la regla de Benito de Nursia pero sí para acompañar al joven en el tránsito a su nueva vida.
En el capítulo que celebraron el día siguiente a la tragedia, Brian había confesado los sentimientos que le unían a Dana. A ninguno de los monjes le sorprendió. Renunció a sus votos de la orden benedictina pero no abandonaría el monasterio ni los hábitos. Su fe y su juramento seguían inquebrantables. El Espíritu de Casiodoro no podía prescindir de uno de sus más valiosos miembros y todos lo sabían. El final del milenio estaba próximo y los peligros no habían hecho más que empezar. Mantendría su condición de monje, pues, como argumentó Adelmo con su cháchara de comerciante, su sangre era celta y la Iglesia de Iona lo permitía. En cuanto a su cargo de abad, acordaron someterlo al sabio Gerberto de Aurillac, que decidiría a la luz de una detallada carta que Guibert redactó.
Pensando en Calhan, que dormía en una de las celdas, Dana se dejó arrullar por el suave canto que entonaban los monjes. El pequeño no hablaba, pero el miedo había desaparecido de sus ojos y las atenciones de su madre tenían un efecto balsámico en su alma. Las pesadillas eran cada vez menos frecuentes y los druidas le aseguraban que en unos meses su mente infantil encerraría en algún rincón la terrible experiencia y entonces ella lo traería de nuevo a la realidad.
Cuando el Gloria concluyó, Brian, solemne, hizo una plática sobre la audacia y el tesón de Guibert en la defensa del monasterio en ausencia de los monjes y cómo encontró la clave que sirvió a Dana para desentrañar el secreto del obispo Morann. Era la admirable historia que remitirían a los diferentes monasterios del continente donde residían miembros del Espíritu, para avalar su ingreso.
Dana percibió que Michel de Reims, desde su oscuro rincón, la estudiaba con atención. Ella se estremeció ante la fuerza de sus ojos y sintió compasión. Víctima de la maldición de Vlad, el monje había logrado sobrevivir a la grave herida convertido en un anciano desvalido que sólo podía caminar con la ayuda de alguno de los
frates
, pero, como antes, nada escapaba a su mente lúcida y brillante.
La mujer rememoró la conversación que habían mantenido días antes, cuando ella acudió a pedirle perdón por su traición, como había hecho con cada uno de los hermanos.
—El poder de los Scholomantes es fuerte. Dominan el arte de seducir nuestro lado oscuro, los deseos y las pasiones que ningún humano, ni siquiera un monje, es capaz de controlar totalmente. Somos criaturas incompletas por faltarnos algo o por haber renunciado a ello. Los hombres como Vlad intuyen la carencia y hurgan en ella. Poder, riqueza, venganza, sangre, sexo… Poco a poco comprenderás la naturaleza de la némesis del Espíritu de Casiodoro. Dos partes en contienda que son sólo una escaramuza más de una batalla que se libra a un nivel incomprensible para los simples mortales. Por ello el conocimiento y la sabiduría son tan importantes para nosotros. Con ambos superamos la simpleza de la espada y protegemos nuestra mente de cualquier ardid. Tú misma lo comprobaste: el astuto Vlad llegó a reunir un pequeño ejército, pero la verdadera ventaja la obtuvo usando tus flaquezas para violar este santuario.
Los ojos del demacrado monje brillaban con fuerza y ella pensó en cuánto se parecía al oscuro valaco.
—Un momento crucial se aproxima —dijo Michel—. Con el cambio de milenio quieren asestar un mortal golpe no sólo a la Iglesia, ya debilitada en su corrupción y alejada del mensaje evangélico, sino contra Dios y su mensaje de amor y justicia. El olvido, el desprecio de nuestro Creador y de su obra, es el objetivo que ya acariciaban cuando estaba con ellos. Su anhelo es sustituir las virtudes más elevadas por la doctrina Scholomante. Cambiar un código por otro…