Las guerras de hierro (24 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Las guerras de hierro
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—¿Por qué no? Demostraremos así que no tenemos ningún miedo a las fuerzas del rey, sacaremos a la luz los temas que debatimos, y si el rey se recupera, por la gracia de Dios, estaremos cerca para presenciarlo y regocijarnos.

Urbino parecía pensativo.

—Si lo que me habéis dicho sobre sus lesiones es cierto, me temo que no habrá curación, ni siquiera con ese cuervo de Golophin acechando a su alrededor. —Suspiró—.

Era un joven muy capaz. Tal vez impulsivo, algo atolondrado en ocasiones, y tristemente carente de piedad, pero un buen gobernante a pesar de todo.

—Desde luego —dijo Jemilla, con la apropiada mezcla de dolor y resignación—. Pero el bien del reino no puede ser descuidado, pese a nuestro dolor y devoción a su cabeza nominal. La casa de los Hibrusidas, milord, está prácticamente extinta. La reticencia de Abeleyn a casarse fue una política astuta en su momento, pero se ha vuelto en su contra al final.

—La princesa de Astarac… —empezó Urbino.

—… se está convirtiendo en una simple visitante, nada más. Desde luego, hay que otorgarle el respeto debido a su rango, pero sugerir que su antiguo compromiso con nuestro soberano moribundo le concede el derecho a gobernar este reino es absurdo.

Hebrion quedaría reducido a un mero satélite de Astarac. Además, es una mujer de inteligencia y comprensión muy limitadas (la conozco, como sabéis), y apenas es capaz de gobernar a sus propios criados, no digamos una nación poderosa.

—Por supuesto, por supuesto… —Urbino se interrumpió.

«No es más que un viejo indeciso y vacilante, pese a toda su sangre azul», pensó Jemilla. «¡Dios mío, ojalá hubiera nacido hombre!»

—Y la casa de los Hibrusidas no está realmente extinta —continuó diciendo con suavidad—. Llevo en mi seno, milord, al último vástago de la línea de Abeleyn. Lo que el reino necesita es un cuidador fuerte que vele por este infeliz país hasta que mi hijo alcance su mayoría de edad. No se me ocurre una tarea más honorable, ni una posición más prestigiosa. Y puedo deciros, en confianza, que las cabezas de las familias nobles con las que ya me he puesto en contacto parecen estar de acuerdo. Sólo hay un candidato obvio para esa posición.

La barbilla de Urbino había caído hasta su pecho, pero había un resplandor en su mirada. Jemilla sabía que estaba sopesando los riesgos para su persona con una mano, y la perspectiva deslumbrante de la regencia con la otra. Y los riesgos podían minimizarse si actuaban como ella había planeado. Las muestras de lealtad apropiadas hacia la corona. Movimientos públicos y decorosos, abiertos a todo el mundo. En cuanto la verdadera condición del rey se divulgara, el pueblo pediría a gritos que alguien ocupara el puesto de Abeleyn. Un reino sin rey… ¡era impensable!

—Es posible que tenga cierto prestigio —admitió Urbino—, pero también es cierto que no soy el pariente más cercano del monarca.

—Es verdad —admitió a su vez Jemilla. El hecho era que, si se trataba de parentesco, Urbino no lo tenía en absoluto—. Pero, según mis investigaciones, sólo hay otros dos candidatos al puesto con mayor parentesco de sangre, y que no se han visto manchados por la reciente rebelión. Uno es el primogénito de los Sequero, el hijo del ejecutado Astolvo, y el otro es lord Murad de Galiapeno, el primo del rey.

—Y bien, ¿qué perspectivas tienen? —preguntó Urbino con tono algo quejumbroso, sin duda vislumbrando la pérdida de la regencia.

Jemilla lo dejó sufrir unos segundos antes de responder.

—Ambos están muertos, o como si lo estuvieran. Embarcaron en una expedición naval al oeste. No se ha sabido nada de ellos en más de seis meses, y creo que podemos dar por sentado que están fuera de la circulación. —Sintió un repentino pinchazo de dolor al pensar en Richard Hawkwood, también perdido en el oeste. Un hombre al que había creído poder amar, pese a su origen plebeyo. El hijo que llevaba en su seno era suyo, no de Abeleyn, pero ella era la única persona viva que lo sabía.

—Esto no es una carrera, señora —espetó Urbino, pero pareció aliviado.

—Por supuesto, milord. Perdonadme. No soy más que una mujer, y estos asuntos confunden mi mente. El bello sexo no puede comprender los dictados y exigencias del honor, no hace falta decirlo. —«Y es una suerte», pensó.

El duque inclinó la cabeza, como si la disculpara generosamente. Jemilla habría podido matarlo allí y entonces, por su pomposa estupidez. Pero aquél era también el motivo de que lo hubiera elegido.

—Bien —dijo el duque en tono más afable—. ¿Cuándo se reunirá ese consejo, y dónde?

—Esta misma semana, el día de San Milo, el patrón de los gobernantes, en los salones del antiguo monasterio inceptino. Han estado vacíos desde el final de la rebelión, y me temo que pasará mucho tiempo antes de que Hebrion pueda contar con otro prelado u otra orden religiosa para conducir sus asuntos espirituales. Es muy apropiado que el consejo se reúna allí, y la abadía adjunta resultará muy conveniente para los que deseen buscar inspiración en la plegaria. Aunque, para ser francos, milord, necesitaré algo de ayuda para acondicionar el lugar. Sufrió unos daños terribles durante los últimos asaltos.

—Haré que mi mayordomo os envíe a una veintena de criados —dijo Urbino. Su rostro se ensombreció—. Se dice que fue allí donde cayó el rey, justo frente a la abadía.

—¿De veras? Se dicen muchas cosas. Ahora, milord, debo poner a prueba vuestra paciencia con otra petición. Para que ese consejo se celebre con la adecuada pompa y ceremonia, y para que los asistentes sean recibidos con la dignidad que corresponde a su posición, me temo que será necesaria cierta cantidad de dinero. Los demás nobles han accedido a contribuir a un fondo central que he empezado a administrar a través de un amigo de confianza, Antonio Feramond. No me atrevo a pedíroslo, pero…

—No penséis más en ello. Mi administrador os visitará mañana y os extenderá un pagaré por la suma que consideréis necesaria. No podemos escatimar cuando se trata de defender la dignidad de nuestras posiciones.

—Desde luego que no. Estoy en deuda con vos, milord, y toda Hebrion lo estará un día. Es gratificante ver que todavía hay hombres resueltos y decididos en este reino. Os alabo por ello. —Ciego estúpido. Tal vez un tercio del dinero recaudado serviría para adecentar el palacio del prelado y preparar manjares exquisitos y una bodega de vino para aquellos bufones de sangre noble. El resto se distribuiría en sobornos por toda la ciudad. Una suma importante aseguraría la presencia y la aprobación de una multitud de ciudadanos, que darían la bienvenida a Abrusio a los nobles congregados, y el resto persuadiría a varios oficiales de la guarnición de la ciudad de mirar hacia otro lado. Así funcionaban las cosas en aquel mundo venal. Antonio Feramond era el administrador de Jemilla, que conocía suficientes secretos sobre él para asegurarse su devoción inquebrantable. También era un chantajista, y un usurero de cierta reputación en lo que quedaba de la Ciudad Baja, y tenía a una banda de matones a su disposición. Si alguien sabía qué manos convenía untar, era él—. Y ahora, milord, me temo que debo dejaros —dijo Jemilla a Urbino, con las adecuadas muestras de respeto—. Tengo mis propios encargos que hacer. No creeríais a qué precio se ha puesto la seda en los bazares estos días, con la guerra en el este y todo lo demás.

—Supongo que todavía vivís en el palacio.

—En el ala de invitados, milord.

—Por favor, transmitid mis saludos y mis mejores deseos a lady Isolla y al mago Golophin. Uno debe ser civilizado en estos asuntos, ¿no creéis?

«Civilizado», se repitió a sí misma, mientras se alejaba en su carruaje. «El espectáculo de la batalla los ha castrado a todos. ¡Y se hacen llamar hombres!»

Despreciaba la debilidad en todas las cosas y personas, pero especialmente en los hipócritas que se hacían pasar por fuertes. Hombres con poder, cuyos espinazos parecían hechos de madera de sauce. Pensó distraídamente en los hombres que había conocido y que le habían demostrado que eran diferentes. Aquéllos a quienes hubiera podido respetar. Abeleyn, sí, en cuanto hubo crecido un poco. Y Richard, su navegante perdido.

Ambos habían desaparecido, pero quedaba un tercero. Golophin. Pensó que podía resultar el más formidable de los tres. Un digno adversario.

Naturalmente, no tuvo en cuenta a otra mujer, lady Isolla.

Al otro lado del mundo conocido, a través de la amplia extensión de tierras que ocupaban los reinos ramusianos. La asediada Torunn, convertida en una fortaleza cubierta de nieve, estaba repleta de soldados. Las ventiscas habían descendido hasta las cumbres más bajas con más fuerza que en las décadas anteriores, y el hielo cubría las costas del mar Kardio.

La tarde hebrionesa era en Torunn un oscuro anochecer. Albrec, Avila y Macrobius, el sumo pontífice (o uno de ellos), estaban sentados en torno a un extremo de una enorme mesa de madera rectangular cubierta de papeles. Decenas de velas ardían para iluminar su lectura. Al otro extremo de la mesa había una docena de clérigos, la mayoría ataviados con el hábito pardo antilino, pero dos de ellos, monseñor Alembord y Osmer de Rone, llevaban la túnica negra de los inceptinos. El silencio reinó en la estancia mientras todos rezaban juntos. Finalmente, Macrobius levantó la cabeza.

—Mercadius de Orfor, te lo vuelvo a preguntar: ¿estás seguro?

Un viejo monje antilino con aspecto de gnomo se sobresaltó. Sobre la mesa delante de él estaba el maltrecho documento, manchado y ensangrentado, que Albrec y Avila habían traído de Charibon. Las manos le temblaban como si quisiera calentarlas sobre las páginas.

—Santo padre, vuelvo a deciros que estoy tan seguro como es posible estarlo. Está escrito por la propia mano de Honorius, de eso no hay ninguna duda. No tenemos nada escrito por él aquí, pero una vez en Charibon vi un ejemplar original de sus
Revelaciones
.

La caligrafía es la misma.

—Yo también vi ese ejemplar —intervino Albrec—. Mercadius tiene razón.

El rostro lampiño de monseñor Alembord palideció todavía más.

—¡Por el bendito Santo! Pero eso no prueba nada. Honorius estaba loco. Este documento es el producto de una mente desequilibrada.

—¿Lo habéis leído? —le preguntó Mercadius.

—¡Ya sabéis que no!

—Entonces os digo de veras, monseñor Alembord, que este texto no fue escrito por un loco. Es mesurado, sucinto y luminosamente claro.

Y muy conmovedor.

—¡No podéis esperar que crea que nuestro propio bendito Santo y esa abominación, el llamado profeta Ahrimuz, son uno y el mismo!

—Me pregunto una cosa —dijo perezosamente Avila—. ¿Se os ha ocurrido alguna vez, Alembord? Ramusio, Ahrimuz. Los nombres. Hay cierto parecido, ¿no os parece?

Alembord estaba sudando.

—Santo padre —suplicó a Macrobius—. Permanecí fiel a vos cuando el usurpador se proclamó pontífice en Charibon. Nunca dudé, y todavía creo que sois la verdadera cabeza de la Iglesia. Pero este disparate… esta vil identificación del mismísimo fundador de nuestra fe con el malvado oriental… no puedo aceptarlo. Es pura herejía, una afrenta a la Iglesia y a vuestro sagrado oficio.

Macrobius permaneció impasible.

—Se dice (creo que fue San Bonneval) que la verdad, cuando se pronuncia, resuena de modo parecido a una campana silenciosa. Los que pueden oírla la reconocen al momento, mientras que para otros sólo hay silencio. Yo creo que el documento es genuino y que, pese a lo terrible que pueda ser, dice la verdad. Que Dios nos ayude.

El silencio se apoderó de la estancia bajo el peso de sus palabras. Finalmente, fue Albrec quien lo rompió; Albrec el obispo, ataviado con la rica túnica de los miembros de la jerarquía de la Iglesia.

—Esta revelación es más importante que el resultado de ninguna guerra. Los merduk son nuestros hermanos en la fe, y la hostilidad entre ellos y la raza ramusiana se basa en una mentira.

—¿Qué debemos hacer, entonces? ¿Ir a buscar prosélitos entre el enemigo? —preguntó Avila en tono de broma.

—Sí. Eso es precisamente lo que debemos hacer.

El sobresalto se reflejó en todos los rostros, salvo en el del pontífice ciego.

—¿Quieres convertirte en mártir, Albrec? —preguntó Avila.

El pequeño monje le respondió con algo de irritación:

—Eso no tiene importancia. Lo principal es nuestro mensaje. El rey de Torunna debe ser informado al momento, igual que el sultán merduk.

—¡Por la sangre del dulce Santo! —exclamó Osmer de Rone—. Hablas en serio.

—¡Claro que hablo en serio! ¿Acaso creéis que esta revelación nos ha llegado aquí, ahora, en este momento, por simple casualidad? Tal vez tengamos la oportunidad de detener el curso de esta horrible guerra. Esto es obra de la mano de Dios. Aquí no hay ninguna casualidad.

—Los merduk luchan por el placer de la conquista, no sólo por su religión —observó Osmer—. Una fe común no basta para detener todas las guerras, como los ramusianos sabemos demasiado bien.

—De todos modos, hay que intentarlo.

—Te crucificarán sobre un cadalso, como hicieron con los inceptinos de Aekir —dijo Alembord—. Santo padre, si aceptamos que esto es cierto, que nuestra fe se basa en una mentira, guardemos el secreto entre nosotros. Los reinos ramusianos ya están bastante divididos. Este mensaje los desgarrará por completo, y dividirá la espina dorsal de la propia nueva Iglesia. Los únicos beneficiarios de ese curso de acción serían los himerianos.

—La Iglesia himeriana, como se la ha llamado, también tiene derecho a saberlo —le dijo Albrec—. Hay que enviar una embajada a Charibon. Esta noticia acabará proclamándose a gritos desde los tejados, hermanos. El mismo bendito Santo lo hubiera querido así.

—El bendito Santo, que murió siendo un profeta merduk en alguna ciudad bárbara del este —murmuró Osmer—. Hermanos, mi alma se estremece, y mi fe tiembla como una vela al viento. ¿Qué pensarán los ramusianos más humildes e ignorantes? Tal vez decidan apartarse de la Iglesia, y empiecen a verla como una propagadora de mentiras.

¿Y quién podría culparlos?

—Ésta es la nueva Iglesia —dijo Albrec, implacable—. Hemos abandonado las intrigas y luchas políticas de la antigua. Nuestra misión es decir la verdad, al margen de las consecuencias.

—Unas palabras muy nobles —se burlo Alembord—. Pero el mundo es un lugar sucio, obispo Albrec. Los ideales deben ceder ante la realidad.

Albrec golpeó la mesa con su puño sin dedos, sobresaltándolos a todos.

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