Las guerras de hierro (31 page)

Read Las guerras de hierro Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Las guerras de hierro
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No oigo nada. ¿Quién ha informado de esto?

Se adelantó un sargento
hraibadar
, un veterano de rostro duro y arrugado y ojos negros.

—He sido yo, mi
khedive
. El ruido va y viene. Si esperáis un momento, podréis oírlo, tenéis mi palabra.

Permanecieron en silencio, escuchando, mientras detrás de ellos el gran campamento y sus decenas de miles de ocupantes cobraban vida bajo la creciente luz. Y finalmente Shahr Johor lo oyó. Un trueno distante e intermitente les llegaba desde el oeste, el débil crepitar de lo que podían haber sido disparos de cañón.

—Artillería —dijo Buraz.

—Sí. Y muchos arcabuceros. Se está librando una batalla, Buraz.

—Podría ser sólo un ataque, una escaramuza.

Volvieron a escuchar. El sargento
hraibadar
gritó pidiendo silencio, y en torno a los dos oficiales cientos de hombres dejaron lo que estaban haciendo y se detuvieron, escuchando también.

El trueno lejano se intensificó. Todo el mundo podía oírlo. Parecía levantar ecos en las laderas de las mismas colinas.

—Esto no es una escaramuza —dijo Shahr Johor—, es una batalla a gran escala, Buraz. Los infieles han atacado el campamento
minhraib
.

—¿Se atreverían? —preguntó con incredulidad su subordinado.

—Eso parece. Búscame a un corneta, y que dé la alarma. Quiero al ejército preparado para ponerse en marcha inmediatamente. Y enviad un correo al sultán, en el campamento del norte. Haremos que esos infieles paguen cara su impertinencia. Caeré sobre su flanco con los
ferinai
. Tú me seguirás con la infantería. ¡Date prisa, Buraz!

El campamento
minhraib
formaba un tosco cuadrado de milla y media de lado. Se extendía sobre una llanura suavemente ondulada, atravesada por pequeñas corrientes de agua y moteada de bosquecillos de alisos y sauces donde el suelo estaba húmedo. Al este se elevaba una pequeña cadena de colinas, de unos cuatrocientos o quinientos pies de altura, y en su cumbre se había erigido un campamento más pequeño, de unos mil hombres, para dominar el terreno de debajo y proteger las comunicaciones con el otro campamento merduk más al este. El campamento principal era un enorme mar de tiendas divididas por caminos embarrados, y con corrales para los animales de carga en el norte.

Al suroeste, sobre una pequeña elevación, había una larga hilera de bosques, tal vez a dos millas de las primeras líneas de tiendas. En aquellos bosques, el ejército toruniano abandonó la formación en columna para adoptar la de línea de batalla.

Tres grandes formaciones de hombres surgieron de los bosques mientras el cielo se aclaraba cada vez más por encima de sus cabezas. Llegaban tarde. La aproximación al enemigo habría debido hacerse a cubierto de la oscuridad anterior al alba, pero, inevitablemente, organizar la formación de treinta mil hombres en la oscuridad había llevado más tiempo del esperado, y aún tendrían que recorrer dos millas de terreno abierto a marchas forzadas antes de entablar batalla con los merduk.

Por delante del cuerpo principal, las baterías de cañones ligeros al mando del coronel Rusio se habían adelantado, y empezaban a ser instalados a una milla de las líneas enemigas. Pronto los pequeños cañones de seis libras estuvieron ladrando y humeando furiosamente, generando caos y confusión en el campamento, arrollando las tiendas y derribando a los hombres.

Tras ellos la formación del rey, de dieciocho mil soldados, avanzó a paso ligero. La línea de batalla era de seis hombres de profundidad, y abarcaba casi dos millas, un apocalipsis oscuro y ruidoso de hombres y caballos pesadamente armados. La tierra temblaba bajo sus pies, y en el centro los coraceros pesados vestidos de negro habían formado bajo los estandartes del rey y su guardia personal.

Al este, tal vez a una milla del cuerpo principal, los cinco mil hombres del coronel Aras también estaban avanzando; su objetivo era el pequeño campamento merduk sobre la colina. Debían tomar el campamento y defender las cumbres de la llegada de los refuerzos enemigos. Los hombres de Aras llevaban armamento ligero y se movían rápidamente, arrastrando columnas de humo procedentes de las mechas lentas de sus arcabuces, de tal modo que parecían abrirse un camino de fuego mientras avanzaban.

Y, tras la línea de batalla principal, otra formación. Siete mil soldados de infantería y mil jinetes; los hombres de Corfe, en un grupo compacto que abarcaba unos dos tercios de milla. El propio Corfe estaba estacionado a la izquierda de la línea con los catedralistas. Los fimbrios estaban a la derecha, en las de diez hombres, y los veteranos del dique en el centro. Tras ellos, en los bosques, aguardaban los centenares de carretas que formaban el tren de intendencia. Los cirujanos de campo y sus asistentes estaban muy ocupados entre los vehículos preparando sus instrumentos, y varios grupos de carreteros se afanaban frenéticamente descargando cajas de munición y barriles de pólvora. Entre ellos había varias decenas de carros ligeros, listos para empezar a transportar municiones y a retirar heridos hasta los puestos de socorro de la retaguardia. Había mil hombres trabajando allí, y Corfe también había dejado atrás a doscientos arcabuceros, por si algún pequeño grupo de enemigos conseguía atravesar las primeras líneas.

Detuvo a sus hombres cuando se encontraron a una milla del campamento merduk. El rugido de la artillería había empezado a intensificarse. Podía ver la actividad frenética en la ciudad de tiendas, oficiales tratando de que los apretados grupos de hombres formaran en línea de batalla, sólo para que la artillería los hiciera saltar en pedazos en cuanto estaban alineados. La principal línea toruniana avanzaba inexorablemente al son de los tambores de la infantería y entre los bramidos de las cornetas. Parecía que nada en la tierra podía ser capaz de detenerla. Corfe sintió un momento de exultación pura y salvaje, una alegría feroz y embriagadora al ver el avance del ejército toruniano. Si había algo de gloria en la guerra, estaba en los espectáculos como aquél, en aquellas elegantes líneas de hombres avanzando como piezas de ajedrez sobre el tablero del mundo. Pero en cuanto se observaba más de cerca, la gloria desaparecía, y sólo quedaba la carnicería escarlata, el sufrimiento agónico de hombres moribundos y mutilados por millares.

La formación del rey estaba pasando junto a los cañones ligeros. Las piezas de artillería sólo podían hacer disparos planos, y, por tanto, quedaron inutilizadas por sus propias tropas a medida que el avance continuaba. Los artilleros se apoyaron en sus piezas y vitorearon el paso de sus camaradas. ¿Acaso no tenían más órdenes? Corfe hizo una mueca. Treinta cañones ociosos. Era una muestra de incompetencia, y, técnicamente, su rango era superior al del coronel Rusio, el comandante de la artillería.

Revolvió en sus alforjas buscando lápiz y papel, garabateó un mensaje y lo envió a las baterías ociosas. Pocos minutos después, los artilleros empezaron a recoger sus piezas y a retirarse pendiente arriba en dirección al grupo de Corfe. Pudo distinguir a Rusio entre ellos, gritando órdenes, con la cabeza descubierta. El canoso oficial parecía furioso. Una pena. Corfe le encontraría algo mejor que hacer que quedarse mano sobre mano hasta el final de la batalla.

Más lejos, en la llanura, la formación principal toruniana se había detenido apenas a doscientas yardas del campamento merduk, y toda la línea de batalla estalló en humo cuando los arcabuceros dispararon una andanada. Un segundo después pudo oírse el estampido. Luego hubo un rugido enorme y sin forma cuando la línea cargó, dieciocho mil hombres gritando a todo pulmón mientras descendían a la carrera contra el campamento merduk.

Corfe pudo ver la cuña formada por los tres mil jinetes de la caballería pesada, con el estandarte del rey en cabeza, abriéndose paso por delante de los demás. Algunos caballos empezaron a caer, sin duda tropezando con las cuerdas y las tiendas derribadas.

Los infortunados y desorganizados
minhraib
no tuvieron ninguna posibilidad. Presentaron una línea irregular, que se convirtió en una turba ruidosa y luego en una serie de individuos que trataban de escapar. En cuestión de minutos, los torunianos habían penetrado profundamente en el campamento enemigo, llevándoselo todo por delante.

Pero sus propias líneas habían quedado divididas y desorganizadas. La lucha en el interior del complejo de tiendas degeneró en un combate cuerpo a cuerpo, y, en medio de todo ello, el rey y sus coraceros galopaban como temibles máquinas de matar. Lofantyr tenía coraje, pensó Corfe. Había que admitirlo.

Corfe miró a la derecha, donde había empezado otro combate a menor escala en las colinas del este. Aras tenía a sus hombres moviéndose en una línea perfecta, disparando mientras avanzaban. Los merduk del campamento, superados en número en una proporción de cinco a uno, salieron pese a todo a su encuentro. Apenas tenían armas de fuego, de modo que sólo les quedaba el combate cuerpo a cuerpo. Fueron arrasados por unas cuantas descargas precisas, y los supervivientes, un grupo de soldados derrotados y desorganizados, emprendieron la huida. Aras hizo avanzar a sus hombres hasta la cima, y los preparó para la defensa.

—Espero que cave trincheras —murmuró Corfe. Le inquietaba el pequeño tamaño de la fuerza de Aras. Pronto tendría que cubrir la retirada de la formación del rey, y, si el enemigo atacaba con fuerza desde el este, lo pasaría realmente mal.

—Se presenta el coronel Rusio, obedeciendo órdenes —espetó una voz. Corfe se volvió. Rusio y sus cañones habían alcanzado su posición. El veterano oficial lo miraba furioso, pero no había tiempo para ocuparse de su ego.

—Lleva tus cañones a la posición de Aras y prepárate para repeler cualquier ataque a las colinas, coronel —dijo bruscamente Corfe—. ¿Cuánta munición os queda?

—Diez disparos por cañón.

—Entonces te sugiero que envíes carros ligeros al tren de intendencia a buscar más.

Necesitarás todas las balas que puedas conseguir dentro de poco.

—Con todos los respetos, señor, parece que los estamos arrollando. Esas órdenes no figuraban en mis instrucciones. No veo por qué…

—¡Haz
lo que se te dice! —espetó Corfe, perdiendo la paciencia—. Esto es un ejército, no un foro de debates. ¡Ve!

Rusio, treinta años mayor que Corfe, volvió a dirigirle una mirada venenosa, y luego dio la vuelta a su caballo sin más palabras y empezó a gritar órdenes a sus artilleros.

Treinta cañones, cada uno de ellos tirado por ocho caballos, emprendieron la marcha en dirección este.

El campamento merduk estaba cubierto por un palio de humo. Las llamas resplandecían en su base, y había pequeños grupos de figuras negras moviéndose como hormigas. El caos debía de ser total allí abajo, pensó Corfe, tanto para los atacantes como para los defensores. Pero el caos favorecía al ejército más pequeño. Era más fácil controlar a dieciocho mil hombres en aquel infierno que a noventa mil. Hasta el momento, todo iba bien.

Había amanecido por completo, una mañana oscura y llena de nubes, con nevadas intermitentes. Los caballos de guerra de los catedralistas estaban inquietos y sudorosos a pesar del frío; distinguían el hedor de la batalla, y su sangre estaba encendida. Los hombres compartían su ánimo, y las hileras de jinetes hervían de conversaciones. En el centro de la línea de Corfe, los veteranos del dique tenían los arcabuces amartillados y listos, apoyados en los soportes en forma de Y que habían clavado en el suelo ante ellos. Y a la derecha, los fimbrios parecían estatuas de cuervos con sus armaduras negras y sus picas en posición vertical.

Andruw se acercó al medio galope y se quitó el yelmo.

—¿Cuál es nuestra misión en todo esto, Corfe? —preguntó—. ¿Tomar notas? —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estruendo titánico de la batalla.

—Espera, Andruw. Esto no ha hecho más que empezar.

Andruw se unió a su general para contemplar el lado izquierdo del campo de batalla, al oeste del campamento merduk. Había hombres corriendo, enemigos que huían tratando de salir del infierno que se había desencadenado entre las tiendas, y tercios de torunianos disparando a sus espaldas mientras escapaban. Pero más allá sólo había una larga extensión de colinas y pantanos vacíos y completamente desiertos.

—¿Crees que atacarán el flanco izquierdo? —preguntó Andruw.

—¿Acaso tú no lo harías? En este momento sólo estamos matando a reclutas. Los profesionales aún tienen que llegar. Aras conseguirá defender la derecha, creo, con los cañones de Rusio y la posición favorable. Pero la izquierda es una cosa totalmente distinta. Ahí no tenemos nada, Andruw, nada. Si el sultán hace el más mínimo reconocimiento, se dará cuenta y se nos echará encima por allí.

—¿Y entonces?

—Y entonces… bueno, tendremos una batalla.

—Por eso has hecho que nos quedáramos atrás. Crees que tendremos que movernos para apoyar el flanco izquierdo.

—Espero que no, pero es mejor estar preparados.

—Cierto. En cualquier caso, el rey está haciendo su trabajo. Dale una hora más y habrá borrado del mapa a la mitad del ejército merduk.

—Meterse en una batalla es una cosa, salir de ella otra muy distinta.

—¿Detecto una nota de envidia, Corfe? —sonrió Andruw.

—Ha sido una carga gloriosa, pero me gustaría que se detuviera a hacer balance por un minuto. El ejército está totalmente desorganizado allí abajo. Tardarán horas en volver a formar y retirarse. —Corfe sonrió—. De acuerdo, tal vez le envidio un poco.

—Hay que admitir que los ha dirigido como un veterano. Será mejor que vuelva a mi ala. ¡Anímate, Corfe! Después de todo, estamos haciendo historia. —Y se alejó al galope.

Corfe permaneció sentado sobre su inquieto caballo durante media hora más. La batalla en el campamento
minhraib
seguía sin amainar, aunque se había extendido hasta la llanura más allá de las tiendas. Podía ver arcabuceros y coraceros torunianos luchando entremezclados, con sus estandartes centelleando a través del humo. Más allá del campamento se formó una gran nube de hombres cuando los
minhraib
abandonaron las hileras de tiendas y trataron de formar en el terreno abierto del noroeste. Veinte o treinta mil hombres lograron reorganizarse sin problemas mientras los torunianos seguían enfrascados en la terrible batalla del interior del campamento. El enemigo había sufrido un número enorme de bajas, pero tenía hombres suficientes y estaba consiguiendo por fin imponer algo de orden en el caos. Era el momento de retirarse. Los refuerzos merduk estarían ya de camino.

Other books

Into the Guns by William C. Dietz
The Devil at Archangel by Sara Craven
Tamlyn by James Moloney
Advise and Consent by Allen Drury
Donovan by Vanessa Stone
Valkyrie Heat by Constantine De Bohon
Guardian's Hope by Jacqueline Rhoades
If I Lie by Corrine Jackson