—¿Es de muy noble cuna? Lo ignoraba.
—Oh, no. Es noble, y se casó bien, pero su sangre no tiene la pureza suficiente para permitirle aspirar al trono de manera legal, aunque hubiera sido un hombre. Pero tiene cerebro. Gobernará a través de otros.
—Urbino de Imerdon.
—Cierto.
—¿Cómo vais a detenerla, Golophin? Mañana empezarán a hablar de la regencia.
—No podemos detenerlos, señora —dijo Golophin en voz baja.
Isolla se sobresaltó.
—¿Qué vamos a hacer, entonces?
El anciano mago se apartó de la mesa y dejó su servilleta a un lado.
—Jemilla ha planeado bien. En ausencia del rey, un número suficiente de nobles tiene derecho a tomar decisiones de estado. Hay precedentes, según me dicen mis asesores legales. Los decretos del consejo tendrán fuerza de ley.
—Pero tenemos al ejército y a la flota de nuestro lado.
—¿Y qué queréis que haga, señora? ¿Dar un golpe de estado? Rovero y Mercado nunca accederían. La ciudad ya ha sufrido bastante, y no seríamos mejores que Jemilla.
No. Hay otra forma, sin embargo. Sólo existe una cosa que pueda dejarlos incapacitados de maniobrar.
—¿Y qué es?
—El propio rey.
—Entonces estamos acabados. Eso es imposible. ¿No es así, Golophin?
—Yo… No estoy del todo seguro. Debo leer un poco sobre el asunto. Os lo diré más tarde. Más tarde esta misma noche, tal vez. ¿Podríais reuniros conmigo en el dormitorio del rey, digamos a la quinta hora de la noche?
—Por supuesto. ¿Han regresado vuestros poderes, entonces?
El anciano mago hizo una mueca.
—Mis poderes no son como un ave migratoria, Isolla. No se van volando y regresan de un día para otro. Aunque hay cierta recuperación, desde luego. Si bastará o no… es otro tema.
—¿Creéis que podríais curarlo? Sería la respuesta a todas las preguntas.
—No a todas, pero nuestra vida sería… mejor, sí.
Isolla estudió de cerca a su compañero. Aunque todavía estaba flaco como un alambre, su rostro ya no tenía el aspecto cadavérico que tanto la había sobresaltado en su primer encuentro. Se preguntó qué le habría ocurrido a su ojo. No se lo había preguntado, y Golophin no le había ofrecido ninguna explicación. De vez en cuando derramaba lágrimas de sangre oscura por debajo del parche, y llevaba siempre consigo un pañuelo manchado para limpiarlas.
—Gracias por el faisán, señora —dijo—. Debo regresar un rato con mis libros. —Se levantó. No había habido ceremonias entre ellos después de los primeros días.
—¿Estáis… estáis sufriendo, Golophin?
El mago le ofreció su rápida sonrisa, cálida y al mismo tiempo suavemente burlona.
—¿Acaso no sufrimos todos en este desdichado mundo? Hasta luego, Isolla.
Golophin tenía una torre en las colinas, un lugar destartalado y discreto donde podía dedicarse a sus investigaciones en paz. Había habido una época en la que el mago era capaz de trasladarse hasta allí en cuestión de segundos, pero aquel día tardó dos horas, a lomos de una mula bastante rápida. La puerta, invisible al ojo desnudo, se abrió al pronunciar una palabra mágica, y Golophin ascendió pesadamente por la escalera circular hasta la habitación más alta. Desde allí podía contemplar a través de los amplios ventanales casi veinte leguas de Hebrion, un reino dormido bajo las estrellas, con el mar reducido a un débil destello en el horizonte, y a su derecha la negra silueta de las montañas de Hebros tapando el cielo. La hora de las brujas, la llamaban algunos. El dweomer funcionaba mejor por la noche, lo que no contribuía a mejorar las reputaciones de quienes lo practicaban. Tal vez se debía a las interferencias de la energía del sol.
Recordaba que se había presentado un trabajo sobre el tema en el gremio algunos años atrás. ¿Quién…? Ah, sí, Bardolin, su antiguo aprendiz.
«¿Y dónde estás ahora, Bard?», se preguntó Golophin. «¿Encontraste esa tierra en el oeste, o acaso tus huesos están a cincuenta brazas de profundidad bajo el agua?»
Cerró el ojo que le quedaba. La rima mental era una de sus disciplinas, y la menos afectada por todo lo que le había sucedido últimamente. Dejó que sus pensamientos flotaran libres, tenues como la gasa, frágiles como la sombra, y los envió volando por encima del mar. Rozaron a unos cuantos pescadores nocturnos trabajando duramente en su queche, parpadearon en torno a la inteligencia enorme y sin forma de una ballena, y viajaron aún más lejos, hacia los mares vacíos del oeste.
Fue inútil. Su poder todavía estaba maltrecho y convaleciente. Era incapaz de concentrarse para observar con precisión. Incluso con todos sus poderes, siempre había necesitado de su halcón gerifalte para ello. Empezó a retirarse, a obligar a regresar a sus pensamientos centelleantes.
¿Quién eres tú?
Se tambaleó físicamente. Algo parecido al resplandor de una hoguera pasó por encima de él, la potencia de la mirada de una mente inmensamente poderosa.
¡Ah, ahí estás! ¡Hebrion! Esto sí que es sincronía. Ya no quedáis muchos, ¿verdad? El continente está oscuro como una tumba. Nos han matado a casi todos
.
Golophin había quedado inmóvil, como un espécimen vuelto de lado a lado para la inspección. Trató de enviar un tentáculo explorador hacia la mente que lo retenía, pero fue rechazado. Diversión.
¡Todavía no, todavía no! Me conocerás muy pronto. ¿Qué haces explorando el oeste en esta noche? Ah, ya comprendo. Está vivo, ¿sabes? No está contento, pero lo aceptará con el tiempo. Tengo grandes planes para tu amigo Bardolin
.
Y luego la débil chispa de alguien más, arrojada a través del oscuro océano.
¡Golophin! Ayúdame, en nombre de Dios…
Y nada más. Golophin cayó de rodillas. Algo enorme y oscuro pareció cubrir las estrellas al otro lado del ventanal durante un instante; luego desapareció, y el frío aire de la noche quedó vacío y en silencio.
—Buen Dios —graznó. Trazó un hechizo para iluminar la estancia, pero chisporroteó y se apagó en cuestión de segundos. Permaneció arrodillado en la oscuridad, jadeante, y finalmente reunió la fuerza suficiente para buscar a tientas yesca y pedernal y encender una vela. Le temblaban las manos, y se despellejó un nudillo con el pedernal.
Y algo le atacó.
Un golpe de energía tan intenso que se manifestó físicamente. El mago fue arrojado al otro extremo de la habitación. El poder vibró a través de él, contorsionándole las extremidades y arrancándole un chillido de la garganta. Se elevó en el aire, y la estancia se volvió clara como el día cuando el exceso de energía brotó de su cuerpo en una descarga tan intensa como el fulgor de un sol capturado. Resplandeció como una antorcha durante diez segundos, retorciéndose en un paroxismo de dolor como nunca había experimentado ni imaginado. Su túnica se convirtió en cenizas, y la vela se redujo a un charco de cera humeante. El pesado mobiliario de madera de la habitación se consumía como una brasa.
Entonces la presencia lo abandonó, y Golophin cayó al suelo entre un crujido de huesos.
Los copistas habían terminado antes de lo previsto, y el fruto de sus horas de labor se encontraba sobre la mesa, junto a un montón de material diverso. Albrec había ordenado que lo protegieran de la humedad con una funda de piel engrasada, pero era lo bastante pequeño para caber en el bolsillo de su túnica si era necesario.
Volvió a pasar las manos por encima de sus cosas. Botas forradas de piel, calcetines que apestaban a grasa de cordero, un par de gruesos hábitos de lana, guantes, una pesada capa con capucha, y la espaciosa mochila con el correaje de refuerzo que se había hecho añadir por un zapatero. Algo de comida seca y ahumada, un odre lleno de vino, yesca y pedernal en una caja de metal forrada de corcho, y una bolsa de piel de oso en la que supuestamente debía dormir. Y el libro, la preciosa copia del todavía más precioso original que había transportado desde Charibon.
Se vistió con las voluminosas ropas de viaje, llenó la mochila con el resto y se ajustó las correas al hombro. «Listos», pensó. «El equipaje está preparado, pero… ¿y el valor?»
Las calles de Torunn estaban en silencio cuando abandonó el palacio. La sucesión de ventiscas que había azotado la ciudad recientemente había amainado. Había una quietud gélida en el lugar, y Albrec escuchó el crujido del hielo sólido bajo sus pies. Pero las estrellas estaban ocultas por una densa nube, y en el cielo nocturno flotaba la promesa de más nieve.
Albrec cruzó sin incidente por delante de tres grupos distintos de centinelas, pasando junto a un correo papal, y siguió avanzando sobre la nieve en dirección a la puerta norte.
Le abrieron la poterna, aunque un soldado quiso retener al pequeño monje hasta poder llamar a un oficial que confirmara la misión de Albrec. Pero otro soldado, contemplando el destrozado rostro del monje, convenció a su camarada de dejarlo pasar.
—No puede hacer ningún daño —dijo—. Id con Dios, padre, y por el amor del Santo tened cuidado con esa jodida caballería merduk, si me disculpáis.
Albrec bendijo al inseguro grupo de guardias, y momentos después oyó el golpe cuando la pesada poterna se cerró tras él. Trazó el signo del Santo, olfateó el gélido aire nocturno a través de los agujeros gemelos que habían sido una nariz, y echó a andar sobre la nieve. Hacia los campamentos invernales del enemigo.
Desde la parte alta del palacio, Corfe distinguió claramente la pequeña silueta que se dirigía a las colinas, negra sobre la nieve. Se preguntó quién podría ser el desdichado.
¿Un correo sin caballo? Improbable. Consideró la idea de ordenar a los guardias de la puerta que lo averiguaran, pero lo pensó mejor. Cerró la puerta del balcón y regresó a la penumbra iluminada por el fuego del dormitorio de la reina madre.
—Y bien, general —dijo suavemente Odelia—. Aquí estamos.
—Aquí estamos —asintió él.
Ella vestía de terciopelo escarlata recamado de perlas, con una red también de perlas sobre el cabello dorado. Sus ojos verdes parecían emitir su propia luz en las tinieblas de la habitación.
—¿No quieres venir a sentarte a mi lado, al menos?
Se reunió con ella junto al fuego. Había vino especiado, intacto, y una bandeja de plata con pastas empalagosas.
—¿Cómo está tu hombro? —inquirió Odelia.
—Como nuevo.
—Me alegro. El reino necesita ese brazo. ¿Ninguna noticia sobre la investigación del… incidente?
Los labios de Corfe se plegaron en una sonrisa sardónica.
—¿Qué investigación?
—Cierto. Fue mi hijo, ¿sabes?
Corfe se quedó con la boca abierta.
—Dios mío. ¿Estáis segura?
—Muy segura. Está aprendiendo, pero no lo bastante rápido. Sus espías no pueden rivalizar aún con los míos. El asesino no pertenecía a la Hermandad, sino que era un mercenario de Ridawan. Un aprendiz. Mejor para ti, supongo, aunque incluso un adepto de la Hermandad del Cuchillo habría tenido dificultades peleando contra ti y ese acólito fimbrio.
Corfe frunció el ceño, y Odelia se echó a reír.
—Corfe, tienes un don extraño con los hombres. No hay un solo soldado en la guarnición que no diera un brazo por cabalgar a tu lado. Ni siquiera ese fimbrio tan rígido es inmune. ¿Acaso crees que habría puesto al resto de sus hombres a disposición de Menin o Aras, de haber sido ellos sus rescatadores? Vuelve a pensarlo. Y luego esa absurda amenaza de atacar el palacio. Te has convertido en uno de los poderes del mundo, general. A partir de ahora, atraerás seguidores como una vela a las polillas.
—Estáis bien informada —le dijo Corfe.
—Me preocupo mucho por estarlo, como bien sabes. El rey ha decidido adoptar la estrategia que sugeriste, por cierto.
—¿De veras? —La esperanza se apoderó del corazón del Corfe.
—Sí, pero sólo porque Menin la presentó como suya. Lofantyr dirigirá al ejército, y él y Menin harán lo posible para mantenerte al margen de cualquier gran victoria.
—No me importa. A condición de que ganemos. Eso es todo lo que importa.
Ella sacudió la cabeza con admiración burlona.
—¡Cuánto altruismo! Ni siquiera Mogen era tan generoso. ¿Es que no sientes hambre de gloria?
Él también se había hecho aquella pregunta cuando Ebro le manifestó su preocupación por la batalla que se avecinaba. Ya podía responderla honestamente.
—No, señora. Con la gloria que he visto basta para revolverme el estómago.
—¿De veras? —Aquellos maravillosos ojos volvieron a contemplarlo de arriba abajo, siempre estudiándolo—. Bien, recibirás tus órdenes por la mañana, y el ejército marchará pasado mañana. Para encontrarse con otra ventisca, sin duda. —Su tono era descuidado, pero Corfe percibió cierta tensión en Odelia. Su abdomen, tenso y cubierto de terciopelo, estaba a pocas pulgadas del rostro del general. Ella le apoyó las manos sobre los hombros, y a él le pareció lo más natural del mundo rodearle la esbelta cintura con los brazos y apoyar la cabeza sobre su cuerpo, enterrando el rostro en el cálido terciopelo. Los dedos de Odelia le alborotaron el cabello como los de una madre—. Mi pobre Corfe.
Nunca disfrutarás de tu gloria, ¿no es así?
—La he comprado con demasiada sangre.
Ella se arrodilló y lo besó en los labios. En cuestión de un segundo, pareció que un fuego pasaba del uno al otro. Corfe la agarró por los hombros y tiró de su vestido, que le cayó en torno a las caderas; volvió a tirar con más fuerza y desgarró el tejido, que fluyó sobre sus muslos. Una diminuta explosión de perlas arrancadas, y la calidez de la piel de Odelia bajo sus manos. La reina madre estaba totalmente desnuda bajo el vestido. Corfe forcejeó con sus calzas, pero ella trazó con la mano una especie de signo en el aire que dejó atrás un resplandor momentáneo, y él se encontró desnudo al instante. Se echó a reír.
—Desde luego, el dweomer tiene su utilidad.
Después permanecieron tumbados frente al fuego, sobre la enmarañada estera de sus ropas abandonadas. Ella tenía la cabeza apoyada en el pecho de Corfe mientras éste le acariciaba la parte baja de la espalda y los delicados bultos de la espina dorsal. Como siempre, le asaltó la tristeza, la desolación de la pérdida al recordar a Heria y los momentos que habían pasado de aquel modo. Pero, por una vez, luchó contra el sentimiento. Estaba harto de ver sólo las sombras proyectadas por todas las luces.
Apreciaba a aquella mujer, y no tenía necesidad de sentirse culpable por ello. Se negaba a sentirse culpable.