Las guerras de hierro (20 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Las guerras de hierro
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—¿Si?

—Soy Formio, señor, el asistente de Barbius. Sus órdenes son… fueron… que me pusiera a vuestra disposición junto con mis hombres. ¿Puedo preguntar cuál es vuestra intención, señor?

El fimbrio era joven, aún más joven que Corfe. Hablaba con tono tenso, como si esperara recibir alguna ofensa. Inesperadamente, Corfe le sonrió.

—¿Mi intención? Mi intención, Formio, es largarme de aquí cuanto antes.

13

Habían olvidado que estaba ciego. Su rostro destrozado fue un sobresalto que los dejó sin palabras. Iba vestido con la simple túnica parda de un antilino, un solo anillo y un hermoso símbolo del Santo, hecho de plata y madera negra. Una docena de Caballeros Militantes, hombres atentos y de expresión dura, permanecían en pie junto a las paredes de su despacho. Se rumoreaba que había habido intentos de asesinato.

—Santo padre —dijo Alembord, inclinándose profundamente para besarle el anillo—, los hombres de los que os he hablado están aquí.

El sumo pontífice Macrobius asintió y luego habló con la voz temblorosa propia de un hombre anciano y fatigado.

—Presentaos, forasteros. Y sin ceremonias, os lo ruego. He oído que vuestra misión es muy urgente.

Fue Albrec quien habló. Siward contemplaba con desconfianza a los Militantes que los rodeaban, y Avila parecía incómodo, casi malhumorado.

—Santidad, somos monjes huidos de Charibon bajo la protección de un soldado fimbrio. Nuestros nombres no importan, pero lo que llevamos puede sellar el destino de varias naciones.

Hubo una larga pausa. Macrobius esperó pacientemente, pero finalmente Alembord espetó:

—¿Y bien?

—Perdonadme, monseñor, pero lo que tengo que decir es sólo para los oídos del pontífice.

—Cielos misericordiosos, ¿quiénes creéis que sois? Santidad, permitid que me encargue de estos advenedizos. Es evidente que no son más que unos aventureros excéntricos, tal vez incluso a sueldo de los himerianos. Conseguiré sacarles la verdad.

Macrobius sacudió la cabeza con el primer toque de aspereza que habían visto en él.

—Adelántate, joven, el que ha hablado conmigo.

Albrec obedeció. Al acercarse al pontífice, oyó el leve rechinar metálico de las espadas suavemente aflojadas en sus vainas cuando los Militantes se tensaron. Albrec se movió de forma lenta y deliberada, hasta encontrarse a dos pies del rostro del pontífice.

Y Macrobius alargó los brazos y puso las manos sobre el rostro de Albrec. Sus ancianos dedos, ligeros como plumas, recorrieron sus ojos, mejillas y labios… y el agujero que había sido su nariz.

—Tu voz… Me ha parecido que había algo extraño. ¿Qué sucedió, hijo mío?

—Congelación, santidad, en las Címbricas. Habríamos muerto si los fimbrios no nos hubieran encontrado. De todas formas, no escapamos ilesos.

—La mutilación puede ser una prueba muy dolorosa —dijo Macrobius, con su sonrisa de ciego—. Pero el sufrimiento de la carne ayuda a refinar el espíritu. Ahora veo más que cuando tenía dos ojos y un palacio en Aekir. Dime cuál es tu misión.

Respirando profundamente, Albrec le habló en voz baja del antiguo documento que había encontrado en las entrañas de Charibon, una biografía del bendito San Ramusio, escrita por un contemporáneo suyo, Honorius de Neyr. En ella, Honorius afirmaba que Ramusio no había ascendido al cielo en el ocaso de su vida, como había enseñado la Iglesia durante más de cuatro siglos, sino que había partido solo para predicar su fe entre los merduk paganos del este, donde había llegado a ser reverenciado como el profeta Ahrimuz. Las dos grandes religiones del mundo, que habían guerreado durante siglos y causado un millón de muertos, eran obra de un solo hombre. El Santo y el Profeta eran la misma persona.

La expresión de un hombre sin ojos es difícil de leer. Cuando Macrobius volvió a apartarse, Albrec no hubiera podido decir si estaba sorprendido, furioso o simplemente desconcertado.

—¿Cómo puedo saber que no eres un agente de Himerius, llegado para sembrar las semillas de la herejía y la discordia en los cimientos de nuestra nueva Iglesia? —preguntó suavemente Macrobius.

Albrec se encogió.

—Santidad, sé que parece una locura, pero tengo aquí el documento, y es genuino. Lo sé. Fui bibliotecario en Charibon. Se trata de un libro del mismo Honorius, escrito en el siglo I y escondido por los padres fundadores de la Iglesia, que perseguían sus propios fines. Ésa es la verdad, santidad.

—Esta noticia, si realmente es cierta, podría destruir el mundo. No soy más que un anciano ciego, pontífice o no. ¿Por qué debería actuar según tus convicciones? El mundo ya tiene bastantes problemas.

—Santo padre —dijo Albrec en tono vacilante—, en la carretera del oeste nos encontramos con un hombre, un soldado que iba a luchar contra los merduk, aunque sabía que le superaban en número. No sabía si regresaría, pero partió de todos modos porque era su deber. Y os conocía. Nos dijo que eráis un hombre bueno y humilde, y me pidió que os recordara la retirada de Aekir.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Macrobius, repentinamente ansioso.

—Corfe, un coronel de caballería.

Macrobius permaneció en silencio durante largo rato, con la cara inclinada sobre el pecho. El silencio se apoderó de la estancia, y Albrec se preguntó si se habría dormido.

¿Cómo podía saberlo, si el hombre no tenía ojos ni párpados que cerrar? Finalmente, sin embargo, el pontífice se movió.

—¡Monseñor Alembord! —dijo, con voz sorprendentemente fuerte y clara, frotándose las sienes con los dedos. Alembord se estremeció.

—¿Sí, santidad?

—Encontrad un alojamiento adecuado para estos viajeros. Han recorrido un largo camino llevando una pesada carga. Y reunid a los mejores escribas, estudiosos y copistas de la capital. Los quiero a todos aquí mañana a mediodía, con alojamientos preparados en el palacio también para ellos.

La boca de Alembord se abrió y se cerró como la de un pez fuera del agua durante unos segundos, y luego dijo, con una mirada de puro odio en dirección a Albrec:

—Se hará al instante.

El pequeño monje sin nariz sintió que lo recorría una oleada de alivio, dejándolo vacío y exhausto.

—Corfe me salvó la vida cuando no valía la pena salvarla —dijo Macrobius en voz baja—. Fue la voluntad de Dios, y también lo es que hayáis venido aquí a encomendarme esta misión. ¿Cómo te llamas?

—Albrec, santidad.

—Serás obispo en la nueva Iglesia, Albrec, y tendrás acceso a mí sin ningún impedimento siempre que lo necesites. Preséntame a tus compañeros.

Albrec lo hizo.

—Conocí a tu padre —dijo Macrobius a Avila—. Era un bribón y un manirroto, pero tenía un corazón tan grande como una montaña. Protestaba siempre a la hora de pagar el diezmo, pero ninguno de sus campesinos careció nunca de nada. Respeto su memoria.

Avila besó el anillo del pontífice, sin habla.

—Y por fin conozco a un fimbrio —continuó Macrobius—. Tienes mi agradecimiento, Siward de Gaderia, por preservar las vidas de mis hermanos en la fe. Has hecho un servicio mayor al mundo que cualquier misión realizada en el campo de batalla. De modo que es cierto que un ejército fimbrio marcha en socorro de la pobre y asediada Torunna.

—Es cierto —le dijo Siward—. Pero si alguno de mis compatriotas sobrevive, será sólo gracias a los esfuerzos de vuestro amigo Corfe. Nadie nos dará las gracias por haber derramado nuestra sangre en vuestros campos.

—Tienes mi agradecimiento, si sirve de algo.

Siward se inclinó, y consiguió reunir algo de cortesía para corresponderle.

—Para mí, es suficiente.

Macrobius asintió.

—La audiencia ha terminado. Monseñor Alembord os conducirá a vuestro alojamiento.

Esta noche cenaremos juntos. Albrec, te sentarás a mi lado y me contarás lo que sucede en Charibon. Es hora de que vuelva a ocuparme de los acontecimientos del mundo. Por el momento, debo retirarme. Siento la necesidad de rezar como nunca antes.

Un joven inceptino acudió a ayudar al pontífice a levantarse de su silla y a cruzar una puerta en la parte trasera de la estancia. Los tres viajeros se quedaron con monseñor Alembord y los Militantes que les rodeaban.

—Puede que vuestras banalidades le hayan convencido —dijo Alembord a Albrec en un susurro venenoso—, pero yo no soy tan simple. Será mejor que andes con cuidado, hermano Albrec.

Los rumores habían circulado por la capital durante los dos últimos días, viajando más aprisa que ningún mensajero. Se había librado una gran batalla en el norte, según se decía, y Martellus había caído. La caballería ligera merduk, que últimamente había patrullado casi hasta las mismas murallas de la ciudad, se había retirado, y en las tierras del norte reinaba una quietud temerosa. Las patrullas de exploradores la habían encontrado totalmente vacía de hombres y bestias. Nadie sabía qué presagiaba aquella calma tensa, pero en las murallas se habían doblado los centinelas por orden del propio rey.

Las puertas de Torunn estaban cerradas, y Andruw y sus hombres tuvieron que suplicar y amenazar durante un cuarto de hora bajo una lluvia torrencial antes de que los guardias les admitieran en la ciudad. Sus caballos se abrieron paso ruidosamente entre las tinieblas de la barbacana, con la sangre de la batalla todavía sobre ellos, diez jinetes con el aspecto de guerreros surgidos de algún mito primitivo y sangriento.

El capitán de la guardia se les acercó en la calle bajo las murallas, exigiendo saber sus nombres y la naturaleza de su misión. Andruw lo miró, exhausto.

—Traigo despachos para el alto mando. ¿Dónde se reúne estos días?

—En el ala oeste del palacio —dijo el capitán—. ¿Bajo quién servís? Nunca he visto esos uniformes. Tus hombres llevan armadura merduk.

—Muy observador por tu parte. Sirvo bajo el coronel Corfe Cear-Inaf. Está a un día de marcha detrás de mí con siete mil hombres, dos mil de ellos fimbrios.

El rostro del capitán se iluminó.

—¿Está Martellus con él? ¿Consiguió pasar?

—Martellus ha muerto, y también el mariscal fimbrio. La mayor parte de sus ejércitos han caído en la Cadena del Norte. ¿Estás satisfecho?

El oficioso capitán asintió, horrorizado. Se hizo a un lado para dejar paso a la sombría cabalgata.

Andruw tuvo que esperar durante media hora en una antesala pese a la urgencia de su mensaje. Su expresión, normalmente alegre, estaba agriada por el dolor y el agotamiento. Sabía que lo ocurrido en el norte había sido una especie de victoria. Corfe había salvado a una parte de un ejército de la destrucción, y lo había llevado hasta la capital. Pero el resto, incluyendo a hombres con los que Andruw había servido a lo largo del río Searil, amigos y camaradas, habían sido masacrados. Y no podía apartar de su mente la visión de la falange de picas fimbrias avanzando hacia su muerte. Era la cosa más admirable y terrible que había visto.

Finalmente, se abrió la puerta y fue admitido en la sala del consejo. Había una veintena de velas de cera ardiendo en sus palmatorias, y un trío de braseros encendidos junto a una pared. Una larga mesa dominaba la estancia. Estaba llena de mapas y papeles, plumas y tinteros. En un extremo estaba sentado el rey Lofantyr, cubierto con una capa de piel, con la barbilla apoyada en una mano llena de anillos. También había una docena de hombres presentes, algunos sentados, otros en pie, todos con el resplandeciente atavío de la corte toruniana. Levantaron la vista cuando entró Andruw, y éste pudo ver el disgusto en más de un rostro al comprobar su maltrecha condición. Se inclinó, apretando en el puño el despacho manchado de barro que Corfe había garabateado sobre una silla de montar a guisa de escritorio.

—Majestad, señores, el capitán Andruw Cear-Adurhal, portador de despachos del coronel Corfe Cear-Inaf.

Andruw oyó claramente que alguien preguntaba «¿quién?» mientras depositaba el despacho ante su monarca y retrocedía, inclinándose de nuevo. Una serie de risitas recorrió la asamblea.

—¿Es cierto que Martellus ha muerto? —dijo de repente Lofantyr, acallando el murmullo de conversaciones que se había desatado. No hizo ningún movimiento por leer el estrujado pergamino.

—Sí, majestad. Llegamos demasiado tarde. Él y los fimbrios estaban en plena batalla.

—¡Fimbrios! —ladró una voz. Andruw reconoció la corpulenta silueta del coronel Menin, ascendido a general y comandante de la guarnición de Torunn.

—¿Por orden de quién condujo el coronel Cear-Inaf a sus hombres al norte? —preguntó Lofantyr con tono quejumbroso. Andruw parpadeó, moviendo los pies.

—Por orden vuestra, majestad. Yo mismo vi el sello real.

El rostro de Lofantyr se contrajo. Susurró algo que podía haber sido «maldita mujer».

Luego añadió:

—¿Eres consciente, capitán, de que tu oficial superior recibió órdenes de entregar su mando al coronel Aras la mañana en que tus hombres partieron hacia el norte?

—No, majestad. No recibimos tales órdenes, pero partimos antes del amanecer. Vuestro correo no debió encontrarnos. —«Dios todopoderoso», pensó Andruw.

—Y llegasteis demasiado tarde para salvar a Martellus y sus hombres, según dices —dijo Menin a Andruw con tono acusador.

—Salvamos a unos cinco mil hombres, señor. Estarán aquí dentro de uno o dos días.

—¿Por qué llegasteis tarde, capitán? ¿Acaso esta misión no revestía cierta urgencia?

Andruw se sonrojó, recordando las marchas forzadas, el agotamiento de hombres y caballos, los salvajes tambaleándose de sueño sobre las sillas.

—Nadie podría haber ido más rápido, general. Hicimos lo que pudimos. Y… —levantó la voz, mirando a Menin a los ojos—. Bien mirado, no éramos más que mil trescientos. Si Corfe hubiera tenido más hombres, habría podido salvar a todo el maldito ejército, y Martellus tal vez seguiría con vida para servir a su país.

—¡Sangre de Dios, cachorro insolente! —se enfureció el general Menin—. ¿Sabes con quién estás hablando? ¿Lo sabes?

—Basta —dijo el rey con vehemencia—. Discutir entre nosotros no nos llevará a ninguna parte. Estoy seguro de que los detalles de este desastre se conocerán con el tiempo. Capitán, ¿qué uniforme lleváis puesto, en nombre de Dios? ¿Y cómo os presentáis ante este consejo en semejante estado de suciedad? ¿Es que no tenéis el menor respeto por vuestros superiores?

La sangre de Andruw estaba inflamada, pero se mordió la lengua para dominarse.

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