—Hay casi un pie de nieve ahí fuera —señaló el coronel Aras—. ¿Quieres que salgamos a entablar una batalla en medio de una ventisca?
—Sí. Así podremos disimular nuestro número, y aumentar la confusión. Y el enemigo no lo esperará.
De nuevo el silencio. El general Menin estudiaba el rostro de Corfe como si creyera poder leer el futuro en él.
—Asumirías mucha responsabilidad, general —dijo.
—Me has pedido mi opinión. Te la he dado.
—Es una locura —decidió el conde Fournier.
—Estoy de acuerdo —dijo Aras—. ¿Atacar a una fuerza muy superior a nosotros en mitad de una tormenta de nieve? Es una receta para el desastre. Y el rey nunca lo autorizará.
—Su madre lo autorizaría —rezongó Bersa—. Pero tiene más huevos que la mayoría de los que estamos aquí.
—Tal vez no te hayas dado cuenta, general Cear-Inaf —dijo Menin—, pero yo soy el oficial superior aquí, no tú. Si esta estrategia es adoptada, seré yo quien esté al mando. —Corfe permaneció en silencio—. Basta, pues —continuó Menin—. Debo hablar con el rey. Caballeros, la reunión ha terminado. Volveremos a encontrarnos cuando su majestad se haya… recuperado y yo le haya planteado esta nueva estrategia. Estoy seguro de que todos tenéis mucho que hacer.
—¿Debo abandonar los trabajos en las cadenas del río? —quiso saber Bersa.
—Por el momento, sí. Será mejor dejar abiertas nuestras opciones. Caballeros, buenos días. —Menin se levantó, y todos los demás con él. Los oficiales reunidos recogieron sus papeles y se dirigieron a la puerta. Corfe y su grupo de subordinados se quedaron atrás mientras salían sus superiores.
El almirante Bersa se acercó y palmeó un hombro de Corfe.
—Has hablado bien. Yo habría hecho lo mismo, si hubieran tratado de apartarme de mis barcos. Pero ahora te odian, ya lo sabes. No pueden soportar que alguien les demuestre que están en un error. Ni siquiera Martin Menin, y es un buen amigo.
Corfe consiguió sonreír.
—Lo sé.
—Sí. En cierto modo, los corredores del palacio son los campos de batalla más letales. Pero, según tengo entendido, eres un auténtico héroe para los soldados rasos. Conserva su lealtad, y es posible que sobrevivas. —Bersa le hizo un guiño y abandonó también la estancia.
Durante toda la mañana, las cabalgatas de relucientes libreas habían estado entrando en la ciudad. Multitudes de ciudadanos salieron de sus casas para vitorearlos mientras cruzaban al trote la ennegrecida Ciudad Baja y empezaban a recorrer el pavimentado camino real hacia la parte alta de Abrusio y los dos edificios gemelos del palacio y el monasterio.
Presentaban un aspecto magnífico, con los caballos ricamente engalanados, los carruajes cerrados cubiertos de pintura y alegres estandartes, los gonfalones y banderas de todas las casas nobles del reino centelleando y agitándose como pájaros de brillante plumaje. La procesión abarcaba casi una milla, desde la puerta este hasta el pie de la colina de Abrusio. Por encima de ella, la abadía y el monasterio de los inceptinos estaban decorados con banderas para recibirla, con parches de piedra reciente destacando en los muros, antiguos y desgastados. En el patio frente a la abadía aguardaban varias hileras de criados, y una docena de trompetas permanecían preparadas para lanzar un saludo cuando se acercaran los nobles.
Jemilla vigilaba desde un carruaje abierto, bien abrigada contra las ráfagas de escarcha que descendían de las Hebros. A su lado estaba sentado su administrador, Antonio Feramond. Tenía la nariz roja y húmeda, y se había levantado el cuello del abrigo para protegerse del fuerte viento.
—Allí… allí, ¿lo ves? Ese viejo estúpido, pomposo y sin sangre. Allí está, la viva imagen del anfitrión generoso, como un gato que acaba de cazar un ratón.
Jemilla escupió. Hablaba de Urbino, duque de Imerdon, montado en un paciente corcel blanco a la entrada del gran patio, dispuesto a dar la bienvenida al consejo a los demás nobles.
Bueno, no se podía tener todo. Los que tuvieran un ápice de inteligencia sabrían quién había hecho posible todo aquello. Pero Jemilla se sentía irritada por no poder tomar parte en las ceremonias, hasta el momento en que Urbino la haría salir, junto con el niño que llevaba en su seno, como un conejo del sombrero de un prestidigitador. Actuaría como una mujer noble y obediente, abatida por el destino del rey que había sido su amante, mientras manejaba, desde detrás de las cortinas, las cuerdas que harían bailar a Urbino.
—El venado llegó esta mañana, ¿no es cierto? —preguntó al torturado Antonio.
—Sí, señora. Una veintena de ciervas bien desangradas. Pero si hubiera sabido que esos nobles iban a llenar la ciudad con sus séquitos, habría encargado una docena más.
—No te preocupes por los criados. Pan, cerveza y queso es suficiente para ellos.
—Al menos no hemos tenido que pagar el vino. Así hemos ahorrado una buena suma —dijo Antonio, satisfecho. Aunque el monasterio y la abadía habían sido saqueados tras la última guerra, las bodegas inceptinas habían salido ilesas. Había vino suficiente en ellas para botar una flota de galeones. Antonio también había conseguido una buena suma vendiendo unas cuantas barricas a un emprendedor capitán de barco de Macassar.
El hombre creía que era un secreto, y Jemilla no tenía intención de desengañarlo hasta que ello pudiera serle útil.
—¿Cómo estamos de fondos en este momento? —le preguntó.
—Nos quedan quinientas doce coronas de oro, señora. El duque fue muy generoso.
Sacaremos beneficios de todo esto, no temáis.
Ciego estúpido. Sólo pensaba en términos de ganancias y pérdidas, mientras que las miras de Jemilla eran mucho más altas. Un día no muy lejano tendría a su disposición todo el tesoro hebrionés. Que los demás se quedaran con todas sus pompas, por el momento.
Una conmoción en el lado oeste del patio atrajo su atención. Un grupo de jinetes apareció a la vista.
—¿Quién demonios…?
Delante de ellos cabalgaba de lado una mujer noble. Iba encapuchada y cubierta con una capa para protegerse de las inclemencias del tiempo, pero Jemilla la reconoció al instante. La zorra astarana, Isolla. ¿Qué creía estar haciendo allí? Y, junto a ella, un hombre tocado con un sombrero de ala ancha que se estremecía con el viento. Llevaba un parche en un ojo y parecía un simple esqueleto bajo su túnica de montar ribeteada de piel. Jemilla abrió la boca al reconocer a Golophin. Tras ellos aparecieron cuatro caballeros pesadamente armados y con la librea de Astarac, y otros cuatro con los colores de Hebrion. El grupo de jinetes se reunió con el duque Urbino en el centro de la plaza.
Incluso a aquella distancia, Jemilla vio que el duque estaba acobardado. Golophin se descubrió y se inclinó en la silla, con la cabeza calva como una cáscara de huevo. Isolla dio su mano a besar al desconcertado duque.
—Señora —empezó Antonio—. ¿Quién…?
—Cállate, estúpido. Déjame pensar.
La cabeza de la procesión de nobles entró en la plaza, y hubo un ensordecedor clamor de trompetas. Isolla y Urbino recibieron juntos a los nobles que llegaban; la princesa de Astarac se echó atrás la capucha para descubrir una cabeza caoba peinada con intrincadas trenzas fijadas con agujas de diamante.
Jemilla había perdido el protagonismo. Pero, tras meditarlo, comprendió que ello no tenía importancia. El consejo seguiría su curso, y se votaría una regencia. Que aquella extraña pareja disfrutara de su triunfo; a la larga, significaría bien poco.
El consejo se reunió en lo que una vez había sido el refectorio del monasterio. Las ventanas rotas habían sido sustituidas (aunque sólo había vidrio sencillo donde habían estado las antiguas y hermosas vidrieras polícromas) y la enorme estancia había sido barrida, las paredes encaladas y los estandartes de los nobles colgaban a lo largo de las enormes vigas del techo abovedado. Dos chimeneas, cada una lo bastante grande para asar un buey, habían sido limpiadas, y en ellas ardían reconfortantes hogueras. La larga mesa del refectorio había sobrevivido, y permanecía en su lugar de siempre. Construida con resistente madera de teca de Calmar, las únicas marcas que mostraba de la reciente batalla eran unas cuantas balas de arcabuz profundamente enterradas en la madera.
Unas sillas de respaldo alto, ornamentadas como pequeños tronos, estaban alineadas a lo largo de la mesa, y los nobles del reino ocuparon sus asientos entre murmullos de animadas conversaciones, mientras los criados depositaban botellas de vino y bandejas de dulces a intervalos regulares a lo largo de la mesa, y encendían las docenas de gruesas velas de cera, distribuidas en grupos por doquier.
A lo largo de los muros, había escribas sentados en pequeños escritorios, preparados para anotar cada palabra pronunciada por los dignatarios reunidos, y un trío de fuertes servidores transportaba sillas extra para acomodar a las adiciones inesperadas al grupo.
Los asientos habían sido correctamente ordenados en función del rango y la precedencia, pero la aparición de Isolla y Golophin obligó a alterar los planes, y hubo que arreglar las cosas precipitadamente. El trono en la cabecera de la mesa permanecería vacío, por supuesto, para representar al rey ausente, y, siendo princesa y duque del mismo rango, Isolla y Urbino se sentarían frente a frente en los dos lugares siguientes. Golophin se declaró satisfecho con un sillón bien mullido al lado del fuego. Se hizo servir una botella y un vaso, y permaneció sentado, bebiendo y contemplando a la multitud con evidente regocijo.
Los notables tardaron una hora en terminar de saludarse, encontrar sus lugares y ocupar sus asientos. Durante aquel rato, Jemilla hizo su aparición, y ordenó que le trajeran otro sillón confortable para poder sentarse frente al fuego junto a Golophin. Él le ofreció vino, pero ella lo rechazó, alegando su embarazo. Permanecieron mirando las llamas, exactamente como un matrimonio anciano, mientras el clamor moría a su alrededor y se convertía en un ordenado silencio.
Un fraile mendicante vestido de gris hizo su aparición junto al trono vacío del rey y levantó los brazos.
—Señores, noble señora, un momento de oración, si sois tan amables, por nuestro pobre y afligido rey. Ojalá recupere pronto la salud y vuelva a gobernarnos con la justicia y compasión que le eran propias.
Los presentes inclinaron la cabeza. Golophin se inclinó hacia delante y susurró a Jemilla:
—Idea vuestra, supongo.
—No creo que tengáis objeciones a que se rece por la salud del rey, Golophin.
—Pobre y afligido, eso es lo que os gustaría.
El clérigo se retiró y el duque Urbino se puso en pie. Durante un segundo, pareció no encontrar las palabras. Entonces miró a Jemilla a los ojos, y encontró su valor.
—Caballeros, mis dignos primos, respetable señora, estamos aquí reunidos en una misión de importancia capital para el futuro del reino de Hebrion.
—Una buena elección —dijo Golophin a Jemilla—. Respetable, pero estúpido. Sin duda le habéis hecho creer que toma sus propias decisiones.
—Cualquier hombre que crea que toma sus propias decisiones es un estúpido. Incluso vos, Golophin. Os aferráis a Abeleyn, aunque es prácticamente un cadáver. ¿Por qué no transferir vuestra lealtad a su hijo? ¿Qué principios traicionaría eso? Es lo que él desearía, si estuviera vivo.
—Está vivo. Está vivo y es mi rey. Y mi amigo.
—Si estuviera muerto, realmente muerto… ¿reconoceríais a su hijo como heredero al trono?
Golophin permaneció en silencio largo tiempo, mientras el duque de Imerdon seguía perorando a su modo solemne y pomposo, y el resto de la asamblea escuchaba con atención sus banalidades.
—Si fuera su hijo —dijo finalmente.
Jemilla sintió una mano helada sobre el corazón.
—No tenéis que preocuparos en ese sentido. El propio Abeleyn estaba convencido de ello. Además, no ha habido nadie más en mi cama.
—Los guardias de palacio no cuentan, entonces.
—Tenía que conseguir mi libertad. Usé la única arma que tenía. —De repente, le pareció que hacía mucho calor junto a aquel fuego, con el ojo de águila del anciano mago clavado en ella.
El ojo de Golophin la abandonó mientras éste tomaba algo más de vino. El rostro de Jemilla no reveló el alivio que sentía. «Este hombre debe desaparecer», pensó. «Sabe demasiadas cosas, y es demasiado astuto. Puedo engañar a los demás, pero no a él… no todo el tiempo».
—No os molestéis en hablarme del heredero del rey, señora —dijo el mago, limpiándose la boca—. Sabemos quién gobernará Hebrion si ese idiota charlatán es nombrado regente, o si vuestro mocoso llega a nacer y sobrevive para alcanzar la mayoría de edad. Si el que lleváis en vuestro seno es el hijo de Abeleyn, yo seré el primero en reconocer su derecho al trono, pero preferiría meter la cabeza en la madriguera de una loba que dejaros intervenir en la educación del niño.
—Me alegro de que nos entendamos —dijo ella.
—Sí. La honestidad suele resultar refrescante, ¿no creéis? Probad este soberbio vino.
Parecéis algo indispuesta, y un vaso no perjudicará al niño.
Le sirvió un poco de vino, y ambos levantaron los vasos, se miraron y los hicieron chocar.
—Por el rey —dijo Golophin.
—Por el rey. Y por su heredero.
—¿Y bien? —preguntó Golophin a Isolla—. ¿Qué os ha parecido?
Estaban en los aposentos privados del rey, compartiendo una cena tardía de faisán relleno de trufas y albahaca, uno de los platos favoritos de Golophin. El tiempo había empeorado, y el granizo azotaba las altas ventanas.
—La nobleza hebrionesa emplea todavía más palabras inútiles que la de Astarac —replicó Isolla—. Deben de haber hablado durante siete u ocho horas, y apenas han pasado de las presentaciones.
—Están tanteando el terreno. Nuestra presencia los ha perturbado. Después de que Jemilla se fuera, he anotado sus nombres de modo ostentoso. Dejemos que teman represalias. Eso les ayudará a concentrarse.
—Esa Jemilla… habéis estado mucho rato hablando con ella. Cualquiera hubiera pensado que erais viejos amigos.
—Digamos que nos comprendemos. En muchos sentidos, es una mujer admirable.
Habría sido una buena reina para Abeleyn, si no fuera tan… ambiciosa.
—Preferiría ser rey.
Golophin se echó a reír.
—Ahí habéis dado en el blanco. Pero no es de la clase de Odelia de Torunna, otra mujer intrigante y ambiciosa. Jemilla quiere gobernar, y al diablo las consecuencias. Destrozaría el reino si ello la pusiera en el trono.