El tío Tom y Jane la de Galway tienen hijos, pero nosotros no debemos hablarnos con ellos porque nuestros padres no se hablan. Tienen un hijo y una hija, Gerry y Peggy, y mamá nos gritará por hablarnos con ellos, pero nosotros no sabemos cómo no hablarnos con nuestros primos.
Los miembros de las familias que viven en los callejones de Limerick tienen maneras propias de no hablarse y hacen falta años de práctica para dominarlas. Hay personas que no se hablan porque sus padres militaron en bandos opuestos en la Guerra Civil de 1922. Si un hombre se va y se alista en el ejército inglés, más vale que su familia se mude a otro barrio de Limerick donde haya familias con hombres en el ejército inglés. Si alguien de tu familia tuvo el más mínimo rasgo de simpatía con los ingleses de ochocientos años a esta parte, te lo restriegan por la cara, y más vale que te vayas a vivir a Dublín, donde nadie se preocupa de estas cosas. Hay familias que viven avergonzadas porque sus antepasados abjuraron de su religión por un cuenco de sopa de los protestantes en la época del hambre, y aquellas familias recibieron para siempre el nombre de sopistas. Es terrible ser sopista, porque estás condenado eternamente al infierno de los sopistas. Es peor todavía ser delator. En la escuela, el maestro nos dijo que siempre que los irlandeses estaban a punto de derrotar a los ingleses en un combate leal intervenía un asqueroso delator que los traicionaba. El hombre del que se descubre que ha sido delator se merece que lo ahorquen o, lo que es peor, que nadie se hable con él, pues si nadie se habla contigo, más vale que estés colgado de una soga.
En todos los callejones hay siempre alguien que no se habla con alguien, o bien hay alguien con quien no se habla nadie o alguien que no se habla con nadie. Siempre se advierte cuándo dos personas no se hablan por el modo en que se cruzan. Las mujeres levantan las narices, fruncen los labios y desvían la mirada. Si la mujer lleva chal, toma una esquina de éste y se la echa por el hombro, como diciendo: «Como me dirijas una palabra o una mirada, cara de perra, te vuelvo la cara del revés».
Cuando la abuela no nos habla lo pasamos mal, porque no podemos recurrir a ella cuando nos hace falta azúcar, té o leche. No sirve de nada pedírselos a la tía Aggie. Ésta le arranca a uno la cabeza de un bocado.
—Lárgate a tu casa —dice—, y di a tu padre que mueva el culo norteño y que se busque un trabajo como hacen los hombres honrados de Limerick.
Dicen que siempre está enfadada porque es pelirroja, o que es pelirroja porque siempre está enfadada.
Mamá se lleva bien con Bridey Hannon, que vive en la casa de al lado con su madre y con su padre. Mamá y Bridey pasan todo el rato charlando. Cuando mi padre sale a dar su paseo largo entra Bridey, y mamá y ella se sientan junto al fuego, toman té y fuman cigarrillos. Cuando mamá no tiene nada en casa, Bridey trae té, azúcar y leche. Algunas veces usan las mismas hojas de té una y otra vez, y mamá dice que el té está recocido, recalentado y hervido.
Mamá y Bridey se sientan tan cerca del fuego que las espinillas se les ponen rojas, moradas y azules. Pasan horas enteras charlando, y susurran y se ríen de sus cosas. Como nosotros no debemos escuchar sus cosas, nos dicen que salgamos a jugar. Yo suelo sentarme en el séptimo peldaño a escucharlas sin que ellas se enteren. Aunque llueva a cántaros, mamá nos dice:
—Llueva o no llueva, a la calle.
También nos dice:
—Si veis que viene vuestro padre, entrad corriendo a avisarme.
Mamá dice a Bridey:
—¿Has oído alguna vez esa poesía que alguien debió de escribir pensando en mí y en él?
—¿Qué poesía, Ángela?
—Se titula
El hombre del Norte.
Esta poesía me la enseñó Minnie MacAdorey en América.
—No he oído nunca esa poesía. Recítamela.
Mamá recita la poesía, pero riéndose sin parar, y no sé por qué:
Era del Norte, por eso hablaba poco,
Pero tenía voz dulce y corazón recto.
Y vi en sus ojos que no tenía malicia,
Y me casé con mi hombre del Norte.
Puede que Garryowen sea más alegre
Que este hombre callado del lago Neagh,
Y sé que el sol brilla suavemente
Sobre el río que pasa por mi ciudad natal.
Pero digo con alegría y con orgullo
Que no hay hombre mejor en todo el Munster
Y que no hay hogar más alegre en Limerick
Que el mío con mi hombre del Norte.
Ojalá supieran las gentes de Limerick
Lo amables que han sido mis vecinos.
Se olvidaría para siempre el odio y el rencor
Entre las tierras del Sur y las del Norte.
Mamá repite siempre la tercera estrofa y se ríe con tantas ganas que llora, y no sé por qué. Le da una risa histérica cuando recita:
Y que no hay hogar más alegre en Limerick
Que el mío con mi hombre del Norte.
Cuando el hombre del Norte vuelve temprano y se encuentra a Bridey en la cocina, dice: «Cotillas, cotillas, cotillas», y se queda allí con la gorra puesta hasta que Bridey se marcha.
La madre de Bridey y otros vecinos de nuestro callejón y de otros callejones próximos acuden a nuestra puerta a pedir a papá que les escriba cartas que quieren enviar a instituciones públicas o a parientes que viven en lugares remotos. Papá se sienta a la mesa con pluma y tintero y cuando las personas le dictan lo que quieren que escriba, él dice:
«Och,
no, eso no es lo que le interesa decir», y escribe lo que le parece a él. Las personas le dicen que aquello era lo que querían decir en realidad, que maneja muy bien la lengua inglesa y que tiene buen puño. Le ofrecen seis peniques por el trabajo, pero él los rechaza y se los dan a mamá, porque él tiene demasiado orgullo como para aceptar seis peniques. Cuando las personas se marchan, él echa mano de los seis peniques y me envía a comprar cigarrillos a la tienda de Kathleen O'Connell.
La abuela duerme en una cama grande en el piso de arriba, con una estampa del Sagrado Corazón de Jesús sobre la cabecera y con una estatua del Sagrado Corazón en la repisa de la chimenea. Quiere instalar algún día en su casa luz eléctrica en lugar de la luz de gas, para poder tener una lucecita roja encendida para siempre a los pies de la estatua. Su devoción al Sagrado Corazón es célebre en todo el callejón y en los callejones de los alrededores.
El tío Pat duerme en una cama pequeña en un rincón de la misma habitación, para que la abuela pueda asegurarse de que llega a casa a una hora prudencial y de que reza de rodillas junto a su cama. Por mucho que lo dejaran caer de cabeza en el suelo, por mucho que no sepa leer ni escribir, por mucho que se beba una pinta de más, no tiene excusa para no rezar antes de acostarse.
El tío Pat dice a la abuela que ha conocido a un hombre que busca alojamiento, un sitio donde se pueda lavar por la mañana y por la noche y donde le den dos comidas al día, comida y cena. Se llama Bill Galvin y tiene un buen trabajo en el horno de cal. Está cubierto siempre de polvo blanco de cal, pero peor sería el polvo de carbón.
La abuela tendrá que renunciar a su cama y trasladarse a la habitación pequeña. Se llevará la estampa del Sagrado Corazón y dejará la estatua para que vele por los dos hombres. En todo caso, en la pequeña habitación de ella no hay sitio para la estatua.
Bill Galvin viene a ver la casa después del trabajo. Es pequeño, está todo blanco y resuella como un perro. Pregunta a la abuela si le importaría retirar esa estatua, pues él es protestante y no podría dormir. La abuela riñe a voces al tío Pat por no haberle dicho que estaba metiendo en su casa a un protestante.
—Jesús —le dice—, la gente lo comentará en todo el callejón y por todo el barrio.
El tío Pat dice que no sabía que Bill Galvin fuera protestante. No se le nota a simple vista, teniendo en cuenta sobre todo que está cubierto de cal. Parecía un católico corriente, y a nadie se le habría ocurrido que un protestante se dedicaría a echar paletadas de cal.
Bill Galvin dice que su pobre esposa, que acaba de fallecer, era católica y que tenía las paredes llenas de estampas del Sagrado Corazón y de la Virgen María enseñando los corazones. Él no tiene nada en particular contra del Sagrado Corazón; lo único que pasa es que cuando vea la estatua se acordará de su pobre esposa y le dará congoja.
—Ah, Dios nos asista —dice la abuela—, ¿por qué no me lo dijo antes? Yo puedo poner la estatua en el alféizar de la ventana de mi cuarto para que su corazón no sufra al verla.
La abuela prepara la comida de Bill todas las mañanas y se la lleva al horno de cal. Mamá le pregunta por qué no se la puede llevar él mismo por la mañana, y la abuela dice:
—¿Esperas que me levante al alba para cocer el repollo y las manitas de cerdo para que su señoría se las lleve en la tartera?
—Dentro de una semana empiezan las vacaciones en la escuela —dice mamá—, y si das a Frank seis peniques por semana él le llevará la comida a Bill Galvin con mucho gusto.
Yo no quiero ir todos los días a casa de la abuela. No quiero bajar hasta el final de la carretera del Muelle para llevar la comida a Bill Galvin. Pero mamá dice que esos seis peniques nos vendrían bien y que si no lo hago no me dejará ir a ninguna otra parte.
—Te quedarás en casa y no irás a jugar con tus amigos —dice.
La abuela me advierte que debo llevar la tartera directamente, sin dar rodeos, sin mirar aquí y allá, sin dar patadas a las latas echando a perder la puntera de mis zapatos. La comida está caliente, y así es como la quiere Bill Galvin.
De la tartera sale un olor delicioso: tocino cocido, repollo y dos patatas grandes, blancas y harinosas. Si pruebo media patata, seguro que no se dará cuenta. No se quejará a la abuela, porque no suele hablar, sólo resuella alguna que otra vez.
Será mejor que me coma la otra mitad de la patata para que no pregunte por qué ha recibido sólo media. También podría probar el tocino y el repollo, y si me como la otra patata seguro que piensa que la abuela no le ha puesto ninguna.
La segunda patata se me funde en la boca y tendré que probar otro pedazo de repollo, otro bocado de tocino. Ya no queda gran cosa y él sospechará mucho, de modo que más vale que me lo termine todo.
¿Qué voy a hacer ahora? La abuela me hará polvo, mamá me tendrá castigado sin salir de casa un año entero. Bill Galvin me enterrará en cal. Le diré que me atacó un perro en la carretera del Muelle y que se comió toda la comida, y que tuve suerte de escaparme sin que se me comiera a mí también.
—¿Ah, sí? —dice Bill Galvin—. ¿Y ese pedazo de repollo que llevas en el jersey? ¿Es que te ha lamido el perro con la boca llena de repollo? Vuelve a casa y di a tu abuela que te has comido toda mi comida y que me estoy cayendo de hambre en este horno de cal.
—Me matará.
—Dile que no te mate hasta que me haya mandado una comida de alguna clase, y si no vas a su casa ahora mismo y me traes una comida, te mato y te tiro a la cal, para que no queden restos de ti junto a los que pueda llorar tu madre.
La abuela dice:
—¿Por qué vuelves con esa tartera? Podía traerla él mismo.
—Quiere más comida.
—¿Cómo que quiere más comida? Jesús bendito, ¿dónde lo mete?
—Se está cayendo de hambre en el horno de cal.
—¿Es que me estás tomando el pelo?
—Dice que le mandes una comida de cualquier clase.
—No se la mando. Ya le he mandado su comida.
—No la ha recibido.
—¿Que no? ¿Por qué no?
—Me la comí yo.
—¿Qué?
—Tenía hambre, la probé y no pude parar.
—Jesús, María y el santo San José.
Me da un coscorrón en la cabeza que me hace saltar las lágrimas. Me grita hecha una furia y da saltos por la cocina y me amenaza con llevarme a rastras ante el cura, ante el obispo, ante el propio Papa si viviera a la vuelta de la esquina. Corta rebanadas de pan, me amenaza con el cuchillo y prepara bocadillos de chicharrones con patatas frías.
—Lleva estos bocadillos a Bill Galvin, y si los miras aunque sea con el rabillo del ojo, te desuello.
Corre a decírselo a mamá, naturalmente, y ambas acuerdan que lo único que puedo hacer para expiar mi terrible pecado es llevar la comida a Bill Galvin sin sueldo durante quince días. Tengo que volver a llevarme la tartera a casa cada día, lo que me obliga a esperar a que termine, contemplando cómo se atiborra de comida, y él no es persona que te pregunte nunca si gustas.
Cada vez que voy a devolver la tartera, la abuela me hace arrodillarme ante la estatua del Sagrado Corazón y decirle que estoy arrepentido. Y todo esto por Bill Galvin, por un protestante.
—Soy una mártir de los pitillos —dice mamá—, y vuestro padre también.
En la casa puede faltar el té o el pan, pero mamá y papá siempre consiguen hacerse con los pitillos, con los Wild Woodbines. Tienen que fumarse los Woodbines por la mañana y siempre que toman té. Nos dicen todos los días que no debemos fumar nunca, que es malo para los pulmones, que es malo para el pecho, que nos impide crecer, pero ellos se sientan junto al fuego a echar humo.
—Como os vea algún día con un pitillo en la boca, os parto la cara —dice mamá.
Nos dicen que los cigarrillos pudren los dientes, y bien se echa de ver que no mienten. Los dientes se les ponen marrones y negros y se les caen uno a uno. Papá dice que tiene unos agujeros tan grandes en las muelas que un gorrión podría criar en ellos a su familia. Le quedan algunos dientes, pero se los hace sacar en el dispensario y pide una dentadura postiza. Cuando llega a casa con la dentadura nueva nos muestra su nueva gran sonrisa blanca que lo hace parecer un americano, y siempre que nos cuenta un cuento de miedo junto al fuego se saca la dentadura inferior hasta la nariz y nos da un susto de muerte. Mamá tiene tan mal los dientes que tiene que ir al hospital Barrington para que se los saquen todos de una vez, y vuelve a casa sujetándose en la boca un trapo lleno de sangre brillante. Tiene que pasar toda la noche sentada junto al fuego, porque cuando a uno le está manando sangre a borbotones de las encías uno no se puede acostar, porque se ahogará dormido. Dice que dejará de fumar para siempre cuando deje de sangrar, pero que ahora mismo necesita dar una calada a un pitillo para desahogarse. Dice a Malachy que vaya a la tienda de Kathleen O'Connell y le pregunte si puede darle cinco Woodbines fiados hasta que papá cobre el paro el jueves. Malachy es único para sacar pitillos fiados a Kathleen. Mamá dice que tiene encanto, y a mí me dice: