Eremon suspiró.
—Si ignoraron Dunadd, entonces no era un ataque coordinado.
—¿No?
—No. Era una advertencia.
Muerta de miedo, Rhiann, a lomos de Liath, recorrió con la mirada el remolino de gente reunida en Dunadd, pero no logró ver a Linnet. Desmontó y se abrió paso entre la gente que se empujaba, luego subió a la carrera el sendero que cruzaba la Puerta de la Luna. Allí encontró a su tía y se lanzaron la una a los brazos de la otra.
—¡No sabía si estabas viva! —chilló Rhiann.
—Aquí dentro estuvimos a salvo. —Los ojos de Linnet se ensombrecieron de dolor—. Los desdichados de Crìanan no.
—¡Diosa querida! ¿Y qué hay de la familia de Eithne?
—Todos están bien. Sólo atacaron Crìanan y el Castro de los Avellanos.
—Voy a por mi bolsa de medicinas. Llévame junto a los heridos ahora mismo.
—Hija —dijo Linnet con voz lúgubre—. No dejaron heridos.
Eremon envió a Lorn de vuelta al castro de su padre con órdenes de movilizar a los jefes del Sur en una cadena defensiva más fuerte. Se aumentó el número y tamaño de los puestos de vigilancia en los flancos Sur y Oeste, pero lo más importante de todo: se acondicionaron almenaras en todos los castros situados en lo alto de los acantilados para avisarse unos a otros y a Dunadd de las amenazas provenientes del mar.
No volverían a sorprender desprevenido a Eremon. Agrícola tenía una flota, aunque no había venido a destruir Dunadd.
Vino a darme una lección,
pensó Eremon,
una que no tengo intención de aprender.
Entonces cayó en la cuenta de que si Agrícola tenía barcos en la costa Oeste, lo más probable era que también tuviera presencia marina en el Este. Y el pueblo de Calgaco vivía junto al mar.
Hizo llamar a un mensajero.
—Cuenta lo ocurrido a Calgaco la Espada. Hazlo sólo ante el rey en persona utilizando mi nombre como salvoconducto.
Cuando vio que el emisario cruzaba las puertas al galope se preguntó si los nobles caledonios considerarían esto como «acontecimiento».
Durante días, Eremon dirigió las levas en el claro de los edificios y malecones destruidos. Linnet y Rhiann asumieron la penosa tarea de asistir a los ritos funerarios de quienes habían muerto y la de purificar el lugar para que se pudiera volver a construir en él cuando hubiera concluido el periodo de luto.
Por esto, pasó algún tiempo antes de que la gente prestara atención a lo acaecido en el castro de Calgaco.
—Gelert llegó con el rostro muy airado —le dijo Linnet a Rhiann en la playa mientras arrojaban al mar los últimos restos de cenizas y flores—. No explicó qué había sucedido, sólo reunió sus pertenencias y dijo a sus hermanos que se marchaba.
—¿Adónde?
—A vagar por Alba, a comunicarse con los dioses, retirado en los bosques… No lo sé.
La repentina marcha de Gelert supuso un alivio, pero cuando remitió la primera impresión del ataque y comenzó la reconstrucción, Eremon supo que había llegado el momento de que él mismo contara al Consejo toda la verdad acerca de su origen.
Lorn acudió desde el Sur para hablar a su favor con mucha más elocuencia de la que Eremon hubiera esperado del descarado joven guerrero y Rhiann le prestó su apoyo sin apenas mostrar la ira que aún moraba en sus ojos siempre que le miraba.
Declan el vidente, que ahora actuaba como gran druida, era más tranquilo y práctico que su maestro, y jamás había entendido el odio de Gelert hacia el príncipe. Escuchó con atención con los dedos entrelazados bajo la barbilla y luego se levantó para informar de que había leído los augurios en el vuelo de los pájaros, en las entrañas de una liebre cazada con un lazo y en el lanzamiento de los huesos sobre la manta de piel del adivino.
Y los dioses eran claros: los epídeos necesitaban al príncipe de Erín ahora más que nunca.
Pero el temor a los romanos, que había remitido tras el ataque al fuerte, había vuelto con fuerza. La gente no podía enfrentarse al hecho de ser vulnerable otra vez, de estar sin líder, sin que importara lo que el príncipe hubiera dicho o hecho. Era un jefe de guerra fuerte, había entrenado a muchos hombres, fortalecido sus defensas…, y tal vez por encima de todo, ahora gozaba del apoyo de Calgaco la Espada.
De todos los epídeos, rehuyeron la mirada de Eremon Talorc y Belen, que se sentían agraviados, pero el príncipe sabía que Belen era un hombre práctico y aceptaría lo mejor para la tribu. En cuanto a Talorc, la arriesgada apuesta de Eremon había funcionado con un guerrero como Calgaco y al final, sin duda, tendría el mismo efecto sobre el primo de Brude cuando se hubieran serenado los ánimos. Sólo Tharan expresó su disensión:
—Lo de Crìanan jamás hubiera sucedido si no hubieras lanzado ese innecesario ataque contra el fuerte —bramó.
—El propio Consejo lo aprobó —replicó Eremon con frialdad.
Tharan le contempló ceñudo bajo sus espesas cejas blancas.
—El jefe romano hizo esto para alcanzarte a ti personalmente, príncipe. ¡Nos has puesto en peligro en lugar de traernos seguridad!
—Puede haber algo de cierto en eso, pero te garantizo que Agrícola también ha asolado la costa Este. Nos está probando, y debido a mis levas, la fuerza que vio aquí, en Dunadd, pudo hacerle vacilar.
—¡Bah! —Tharan sacudió su cabeza llena de greñas—. Tienes una lengua demasiado aguda para mí.
Pero no volvió a expresar su oposición.
Algunos días antes, Rhiann se había llevado a Didio de la casa de Bran. Al aproximarse se percató de que a su alrededor habían excavado una extraña disposición de canales de tierra, llenos de un lodo oscuro que fluía ladera abajo hacia los muros exteriores del castro, En la parte superior de la ladera, una de las hijas de Bran vaciaba un puchero de agua de cocina en un hoyo poco profundo.
Al parecer, Didio había cumplido la promesa hecha a Bran.
Lo encontró en la forja con el herrero mientras hundía una nueva cabeza de azuela en un barril de agua. El rostro del romano asomó renegrido por el hollín y el sudor cuando el vapor siseó y se disipó. Había arrancado las mangas de la túnica para que encajara con la longitud de sus brazos y un mostacho descuidado cubría su labio superior. Parecía feliz.
—Sí, ha sido un buen aprendiz —confirmó Bran, dejando a un lado su martillo—. Los niños se han encariñado con él después que dejaron de gritarle. Les cuenta historias; ahora habla correctamente, muy bien.
—¿De verdad? —Rhiann alzó sus cejas hacia Didio, quien sonrió con timidez—. Bueno, en ese caso —dijo ella—, quiero que le quites las cadenas de las piernas, Bran.
—¿Estás segura de que el príncipe lo autorizaría?
—Yo responderé ante él. Ahora, levanta tu escoplo.
Didio no habló mientras volvieron a casa de Rhiann, pero mantuvo los ojos tan fijos en el rostro de ésta que tropezó con un saco de lana que había fuera del cobertizo del tejedor.
Rhiann le tomó por el brazo y lo sostuvo.
—Trabajar te sienta mejor que la cautividad, ¿verdad?
Él asintió.
—Sé que eres constructor —continuó ella—. Te he liberado porque quiero que ayudes en la reconstrucción de nuestro puerto.
Lo contempló con atención, preguntándose si rehusaría. Se lo pensó por un instante y luego su ceño se despejó.
—Haré lo que deseáis, señora.
—¿No te importa reparar lo que tu propia gente ha querido destruir?
—No me agrada la matanza de mujeres y niños, pero no me pidáis que fortifique Dunadd. No me pidáis eso.
—¿Por qué no?
—No puedo traicionar a mi comandante. Os ayudaré a erigir casas o a forjar herramientas, pero no a crear armas ni defensas.
Ella le contempló con gesto pensativo.
—No nos proporcionas información ni podemos acceder a tus habilidades para nuestros propios fines. ¿Qué razón hay para mantenerte aquí, hijo de Roma?
—¿Quieres decir que me envías de regreso? —El rostro de Didio se iluminó esperanzado.
—Ay, no. Sabes demasiado de nosotros.
—Entonces, ¿qué va a ser de mí?
La respuesta de Rhiann pareció surgir de lo más profundo de su ser.
—Un día, nuestros dos pueblos se enfrentarán en una gran batalla —predijo, y al decirlo supo que iba a ser verdad, y le sonrió con tristeza—. Tal vez luego puedas volver con ellos de nuevo.
—Señora, siempre habéis sido amable conmigo. Me habéis salvado la vida. —Didio sacó pecho y sus mejillas ardieron con más fuerza—. Ser vuestro escolta personal no sería una traición a mi pueblo.
Rhiann miró la figura pequeña y oronda del romano, las piernas cortas, la tripa que sobresalía por encima de su cinto.
—Me siento honrada, Didio, pero debes prestar juramento de que no abusarás de tu libertad para intentar escapar.
—Lo juro por el buen nombre de mi padre y por mi propio honor.
—Entonces, que así sea. Espero no necesitar nunca tus servicios, pero me aliviará saber que estás a mi lado.
Los ojos oscuros del romano brillaron de orgullo.
La reacción de Eremon fue, sin embargo, más prosaica:
—En tal caso, te tendrá que defender con los puños porque no puede portar armas.
—No nos hará daño a ninguno.
—Dudo de que eso se me pueda aplicar.
Rhiann y Eremon, entre las rocas de la playa de Crìanan, contemplaron cómo el cieno arrastraba los alisos amontonados.
—Si demuestra ser digno de ello, ¿puedo proporcionarle una lanza?
—Quizás. Pero ¿por qué es tan importante para ti?
Eremon la sorprendió desprevenida. —No lo sé. Pero hay algo en él…
—Bueno, es obvio que carece de coraje para intentar escapar o suicidarse. Pero no logro imaginar en qué te puede ser útil.
Desde los muros del Castro del Árbol, Samana contempló cómo salían del puerto los barcos romanos, con los remos dando cuchilladas al aire.
Se dirigían al Norte, a la costa oriental. Ignoraba qué planes tendría Agrícola para ellos. Ahora, él mismo negociaba con los líderes de los venicones…, ¡después de que ella hubiera hecho todo el trabajo para provocar su rendición!
Miró los campos estriados que había debajo, los ríos dorados de cebada que fluían en el sol del atardecer. Pronto comenzaría la cosecha y se llenarían los graneros; los comerciantes romanos acudirían a poner sedas a sus pies y abrirían ánforas de vino para que lo catase. Normalmente se hubiera solazado con semejantes cosas, pero ahora no le interesaban demasiado, por lo que había decidido permanecer en sus propias tierras. El corazón de Samana estaba en el Oeste y la confortaba saber lo cerca que había estado…
… de
él,
del hombre a quien su propio hechizo la había unido…
Que la Diosa maldijera toda la magia, maldijera a los romanos… ¡y por encima de todo lo maldijera a él!
Recorrió inquieta toda la extensión de los muros y regresó. Su visión no era tan potente y clara como la de Rhiann. Desde allí no podía discernir qué hacía o decía Eremon, cómo se movía, comía y dormía.
Sólo podía aferrarse con firmeza a sus recuerdos a la última luz de la tarde, uno por uno, examinándolos, preguntándose si él era feliz.
Si no lo era, tendría la oportunidad para convencerlo de que volviera a su lado.
Si no le podía convencer, le mataría en cuanto fuera posible para que su corazón pudiera recuperar el sosiego.
La última casa de Crìanan estuvo casi terminada una luna después del ataque. Balanceando en el aire sus piernas sobre una viga del tejado, lejos del suelo, miró por encima de las cabezas de los atareados empajadores, de las líneas de bueyes que arrastraban maderos, de los hoyos en los que se mezclaba la arcilla, hacia donde los marjales carmesíes se estiraban a lo lejos bajo un sol de justicia.
Las colinas del Sur se alzaban más allá de los cañaverales en los que zumbaban los mosquitos. Didio se retorció sobre su posición. Al Este, más colinas; al Norte, el valle… y luego las montañas, que desfilaban en escarpadas filas de uno a otro confín.
Fuera de allí todo acechaba en la espesura: lobos, osos… y salvajes de furibundas miradas y tatuajes azules con largas y afiladas espadas. Se estremeció. Que Júpiter lo perdonara, pero le aterraba arriesgarse a una fuga.
¿Qué ocurriría si alguna de esas fieras le atrapaba y se lo comía? ¿Qué pasaría si le encontraba otro guerrero y Rhiann no estaba allí para impedir que le torturara?
Se puso rojo de vergüenza, como sucedía siempre que tenía ese debate consigo mismo. Simplemente, no lo podía hacer.
Justo entonces, casi pudo ver la sonrisa despectiva de respuesta en la cara de Agrícola. Él se habría liberado tan pronto como le hubieran apresado. No… a él jamás le habrían capturado. El comandante hubiera luchado a muerte contra Eremon, eso o hubiera dado la voz de alarma en el campamento.
Ah, y ése era el meollo de la cuestión, ya que no podría regresar si sobreviviera a una fuga. Agrícola y sus oficiales sabían qué había hecho, lo débil que se había mostrado. Lo licenciarían con deshonor y mancillaría el nombre de su familia para siempre. Su anciano padre ni le miraría a la cara, su madre lloraría… Sin duda, lo mejor era que lo creyeran muerto.
Se dio cuenta de que uno de los empajadores más jóvenes le miraba fijamente y se puso a golpear una estaquilla de madera en la viga.
Después de todo, era un milagro que le dejaran estar allí arriba, un milagro que los trabajadores no le hubieran asesinado allí mismo, justo allí, donde su propia gente había causado tanto sufrimiento. Al fin y al cabo, cada casa se había erigido sobre un hoyo sagrado, cubierto por los huesos de los muertos. Y podían haber sido los
suyos
con suma facilidad, pues ¿qué ofrenda mejor podría haber? Pero los hombres le dejaban en paz pese a que le miraran largo y tendido. Podrían mirarle, pero nadie alzaría un puño. Y todo a causa de la señora Rhiann.
El control de una mujer sobre aquellos hombres no era la única cosa que le había sorprendido.
Al principio de su cautiverio una nube de dolor y miseria apenas le había dejado atreverse a mirar a su alrededor, consciente sólo de esas voces ásperas que hablaban aquel idioma retorcido.
Todo lo que recordaba eran miradas torvas, como la del príncipe, fijas en él y el entrechocar de espadas relucientes, como la del príncipe. Las gachas que le dieron eran insípidas, sus casas oscuras y malolientes, sus hombres extremadamente melenudos. No tenían fuentes, ni calefacción, ni lámparas, salvo las de ese hediondo aceite de foca, y antorchas.