—¡Rhiann, te he estado buscando por todas partes! —El pecho de Caitlin oscilaba con esfuerzo mientras intentaba recuperar el aliento—. He ido y he vuelto corriendo por toda la muralla.
—¿Qué sucede?
Caitlin miró a la otra sacerdotisa, vacilando. Los instintos de la anciana estaban muy desarrollados. Se excusó con ojos centelleantes al recordar de repente un compromiso anterior.
Caitlin saltaba de un pie a otro con impaciencia mientras la sacerdotisa se envolvía en un mantón de lana y recogía su bolsa de las medicinas. Arrastró a Rhiann al banco frente al hogar en cuanto la cortina de la entrada volvió a su lugar. Su boca vertió un torrente de palabras relacionadas con cuanto había acaecido en el Concilio.
—Oh, Rhiann, ¡deberías haberle visto! —El rostro de Caitlin resplandecía—. Calgaco dio la cara por Eremon y echó a Gelert del salón.
La epídea escuchó con las hojas de romero retorcidas en el puño hasta que al fin Caitlin vaciló.
—¡Diosa! —El brillo de la joven se apagó—. No lo pensé, Rhiann, lo siento. Te mintió, lo sé. Eso debe doler.
Rhiann contempló la pared mientras la hierba picante le escocía los ojos. Todo lo que sabía era que le ocultaba algo, que no era todo lo que parecía. Aun así, dejó de pensar en ello cuando su éxito aumentó.
La manita blanca de Caitlin cubrió la suya.
—Rhiann, no estarías tan contrariada si hubieras oído lo que dijo al final, lo sé. Te voy a contar lo que recuerdo. —Y le repitió el discurso de Eremon casi palabra por palabra—. Quiso hacer lo mejor para todos. Le forzaron a una situación imposible, pero la afrontó con coraje. Eso cuenta para algo, Rhiann, ¿no es así?
Rhiann la miró y contempló la mirada esperanzada de Caitlin.
—Y-yo… necesito un poco de tiempo para meditarlo.
—¡Por supuesto que sí! —Caitlin se mordió el labio—. Esto no tiene por qué cambiar nada. Sabes que Eremon es el caudillo que necesitamos y ahora goza del apoyo personal de Calgaco. —Ante el silencio de Rhiann se apresuró a añadir—: Sin embargo, sé que eso no cambia tus sentimientos. Rhiann, le seguiré como guerrera, pero mi lealtad está contigo. Si lo quieres expulsar, te apoyaré.
Caitlin le arrancaría una sonrisa a una piedra.
Al final, tras muchas palabras tranquilizadoras, Rhiann convenció a Caitlin de que la dejara allí para que pudiera pensar. ¿Cómo se sentía en realidad?
Se sacudió el romero de los dedos mientras se tragaba su ira. ¡El muy mentiroso! ¡Conseguir su mano cuando era un hombre sin tierra ni amigos! Nunca le hubieran forzado a casarse con él si se hubiera sabido la verdad desde el principio. ¡Y encima la noche anterior se había atrevido a criticarla por no ser lo que él esperaba!
Fue entonces cuando sus pensamientos vagaron hacia Drust y la amargura de la escenita en su taller surgió una vez más. Sus esperanzas se habían extinguido, pero ¿dónde le dejaba eso a ella? ¿Podría el Consejo obligarla a casarse con otro si repudiaba a Eremon o la dejarían sola si Caitlin se casaba? Tal vez, después de todo, se podría reunir con Linnet en la montaña.
Tal vez.
¡Pensar! Y debía hacerlo deprisa.
Salió de la casa, esperando ver a un gentío contemplándola, pero todos seguían con sus asuntos como de costumbre. Un grupo de caballos dejaba el castro cuando llegó al patio frente a la torre de la puerta; eran Gelert, sus druidas y algunos de los guerreros epídeos. El gran druida debía volver a casa tras su humillación. Ella a su vez miró detenidamente a cada guerrero sin lograr distinguir a Lorn entre ellos.
Rhiann se detuvo mientras enroscaba su pelo en torno a un dedo. Sabía que pronto iba a recibir a otro visitante, pero no qué decirle, por lo que subió escaleras arriba hacia el tramo del adarve que daba al mar. No resultaba difícil de localizar y al menos la brisa sobre el agua dorada por el Sol fortalecía su espíritu y le insuflaba coraje.
Y en efecto, no tuvo que esperar mucho.
Oyó una tos detrás de ella.
—Señora —dijo Eremon ceremoniosamente—, supongo que te habrás enterado de lo que se ha dicho en el Concilio.
Ella no volvió la cabeza, simplemente asintió. La presencia tan cercana del príncipe hacía que surgieran de nuevo la rabia y el dolor y desaparecieran todos los argumentos razonados.
—Espero que entiendas por qué no te lo dije. —Se apoyó en la empalizada junto a ella—. De verdad creo que puedo hacer lo mejor para tu pueblo, pero necesitaba la oportunidad para probarme y demostrar quién era en realidad, sin que importara mi origen o parentesco.
Se envaró ante el prolongado silencio de Rhiann, quien vio por el rabillo del ojo cómo llevaba la mano a la espada.
—Ahora vengo a concertar la ruptura de nuestro acuerdo matrimonial, que podemos zanjar cuando regresemos a Dunadd.
Ella resopló exasperada y se volvió doblando los brazos; él retrocedió sorprendido.
—Eremon. —Se esforzó en controlar el nivel de su voz—. Caitlin me contó todo cuanto dijiste en el Concilio. Y era verdad… cada palabra.
Eremon alzó las cejas y por una vez pareció inseguro.
—
Eres
valioso y te
has
probado a ti mismo. Calgaco te respalda. Contigo a mi lado, también yo puedo hacer lo mejor para mi pueblo. Me gusta lo que hemos construido. —Hizo una pausa—. Por estas razones, quiero que el matrimonio continúe.
Tragó saliva e intentó hablar, pero Rhiann alzó un dedo para detenerle.
—Pero, Eremon, ¡estoy tan enfadada contigo que te podría arrancar los ojos ahora mismo! Y es lo que voy a hacer si dices una sola palabra más. Ahora déjame sola y no me hables hasta que lleguemos a casa. ¿Comprendido?
Él asintió, pero los ojos le brillaban.
La cubierta bajo los pies de Samana oscilaba con el fuerte oleaje. Se aferró al mástil, llena de júbilo ante el soplo del viento en sus mejillas y los jirones de espuma que se enganchaban en su pelo. Sólo podía ver islas y colinas oscuras y el batir de las olas contra las rocas si se estiraba, ya que las velas de la flotilla se perdían entre los sinuosos estrechos.
—¿No podemos acercarnos más? —le imploró a Agrícola por encima del hombro.
—No. —Él permanecía con las manos en la espalda, meciéndose sin problemas con el cabeceo de la nave—. Recuerda que oficialmente no estoy aquí, Samana.
—¡Pero no podremos ver nada!
Agrícola sonrió.
—Entonces, usa tu imaginación, brujita. La humareda será la señal, muy pronto.
Pero el Sol tuvo que hundirse otros dos palmos antes de que ella viera al fin cómo se alzaba el humo sobre el cielo, enturbiándolo como la sangre enturbia el agua clara.
Eremon estaba ensillando a Dòrn en los establos de Calgaco, preparándose para salir, cuando escuchó el arrastrar de unos pies. Al ver el rostro de Conaire a su lado, se dio la vuelta. Era Lorn.
El guerrero epídeo estaba incómodo, pero mantenía la cabeza y los ojos fijos en la pared del establo.
—No regresé a Dunadd con el druida.
Eremon le contempló con gravedad.
—Ya veo.
—Lugh sabe que he hecho cuanto he podido, príncipe de Erín, pero no te puedo derrotar. Tal vez los dioses te han preparado un sino distinto. La forma en que hiciste frente a aquellos hombres… —Miró a Eremon, confuso—. No era la respuesta que yo esperaba.
—Siempre voy a actuar de ese modo.
Lorn suspiró.
—El hijo de Urben será el servidor no de los druidas sino sólo de sus propios dioses. Y ellos parecen favorecerte, por lo que los escucharé… —Miró a Eremon con cautela—. No me gustas, príncipe, pero soy leal a mi pueblo. Lo que dijiste sobre mantener juntos a los epídeos…, el pueblo de Alba unido…, lo sentí como una verdad. Una verdad de bardo.
—Eres clarividente al verlo así —dijo Eremon—. Te necesito a mi lado.
—También tengo coraje y audacia, príncipe. Has de saber que mi juramento hacia ti durará mientras persista la amenaza romana. Cuando ganemos…, ¿quién sabe?
—Me arriesgaré. ¿Cabalgarás de regreso con nosotros?
Lorn asintió.
—Conaire es mi segundo al mando en todo —agregó Eremon—, y eso tampoco cambia.
Las miradas de Lorn y Conaire se encontraron, pero se dirigió a Eremon cuando habló:
—No siempre voy a estar de acuerdo contigo.
—Ni lo pretendería. —Eremon sonrió a Conaire—. No aceptas todas mis palabras como si fueran la ley, ¿verdad, hermano?
Conaire estiró sus enormes hombros mientras sostenía la mirada de Lorn.
—No, pero obedezco tus órdenes directas.
Lorn asintió de nuevo. Se estableció una corriente de entendimiento entre ellos.
Cuando se hubo marchado, Eremon y Conaire sacaron sus caballos a la luz del día.
—Hermano —comentó Conaire—, marchémonos ya a casa antes de toparnos con nuevas sorpresas. ¡El cachorro epídeo ofreciéndote su alianza! ¡Hawen nos proteja!
Eremon sonrió.
—Pese a todo, algunas han sido buenas sorpresas. Ahora tengo el apoyo personal de Calgaco, una tribu unida… y aún tengo una esposa.
La sonrisa de Conaire se eclipsó.
—Eremon, lo que dijiste esa noche en el establo… sobre Rhiann.
—No quiero hablar de ello. Fue la cerveza la que habló, eso es todo.
Eremon hundió la cabeza en el flanco de Dòrn, apretando su silla, pero sintió los ojos de Conaire en su espalda.
Calgaco les había ofrecido una despedida oficial, pero el día de la partida también estaba en la puerta para verlos marchar. Había llegado de ver a sus sabuesos de caza, tenía el pelo enmarañado y las marcas de patas llenas de barro llenaban su túnica desvaída. Pero parecía que una luz dorada brillara sobre él por encima de todos los demás.
—Adiós, príncipe de Erín.
El rey alcanzó a Eremon a lomos de su caballo y los dos se aferraron las muñecas.
—Gracias por tu ayuda-respondió Eremon.
—La tienes, así que avísame si te ves en un apuro. Y agradecería que me mantuvieras informado de cualquier acontecimiento.
—Por supuesto.
Se sonrieron el uno al otro, y Calgaco dijo en voz baja:
—Espero el momento en que podamos beber juntos cerveza de nuevo, el momento para cabalgar, para hablar.
—También yo.
—Nos veremos, hijo mío.
Calgaco los vio cruzar a través de las altas puertas del Castro de las Olas con la mano alzada. Un solo bardo entonó la canción de despedida desde lo alto de las almenas y una línea de guardias los saludó con sus lanzas.
En vanguardia marchaban Rhiann y Caitlin en compañía de Conaire, que llevaba el estandarte. Como Rhiann le había ordenado, Eremon la había dejado sola, pero seguía con la vista la grácil línea de su espalda. Aunque estaba enamorada de Drust, no había repudiado a Eremon como marido. Los motivos eran políticos, pero aun así no la había perdido del todo.
Suspiró. El dolor golpea de nuevo cuando menos se espera. Tras una última mirada hacia Calgaco, alcanzó a la retaguardia del grupo.
—¡Mi señor! —Aedan se rezagó a su altura con los ojos centelleando de alegría—. He compuesto una canción sobre vuestro encuentro con el rey y vuestra victoria sobre el druida. ¿Queréis oírla?
Eremon sonrió al asentir y se acomodó sobre la silla.
Dunadd los llamaba de vuelta a casa.
Olieron el humo a una legua de distancia.
—¿Qué…?
Eremon tiró de las riendas y protegió los ojos del Sol, que ya estaba bajo, mientras escudriñaba el último altozano del camino antes de que éste doblara hacia las colinas de Dunadd.
Rhiann también se detuvo, palmeando el cuello de Liath. La yegua bajó la testuz; también las bromas de Caitlin y Conaire hacía mucho que se habían apagado en un exhausto silencio. Rhiann pronto estaría en casa, en su propia casa y su propia confortable cama…
—¡Por el Jabalí!
Un rosario de maldiciones impregnaba el aire y Eremon dio media vuelta para enfrentarse a ellas.
—Lorn, toma a tus hombres y escolta a las mujeres de regreso al castro. Si hay algún signo de peligro, entonces repliégate con ellas a las colinas hasta que sepamos más. El resto de vosotros… cabalgad conmigo tan rápido como podáis.
—¿Qué pasa? —chilló Rhiann—. ¿A qué te refieres con «peligro»?
La mirada de Eremon fue gélida.
—Crìanan está en llamas.
Un camino de carretas lleno de surcos conducía fuera del camino principal. Mientras descendía al galope, Eremon se esforzaba por ver más allá de los marjales y comprendió con alivio que Dunadd en sí estaba a salvo. El estandarte de la Yegua Blanca aún flameaba en la Casa del Rey.
Crìanan era otra historia. Cuando ascendieron con estrépito el arrecife hacia el puerto, sus ojos se encontraron con una ruina de casas humeantes. Los malecones habían ardido hasta el nivel del agua y los pecios de los botes hundidos yacían abandonados sobre la arena que la marea había arrastrado hasta allí. Los lamentos de las mujeres impregnaban el aire.
Al otro lado de la oscura bahía, la empalizada del Castro de los Avellanos estaba chamuscada y rota; el humo oscurecía el gran risco. También allí había botes, esqueletos de formas renegridas, semihundidos sobre las rocas y mástiles tronchados.
Eremon bajó al suelo de un salto y aferró por los hombros a un hombre que sacaba una desmenuzada viga de un tejado de entre los muros derruidos de una casa.
—¿Quién ha hecho esto?
El hollín rodeaba los ojos del hombre, con los párpados caídos por el pesar.
—Los invasores rojos.
—¿Cuándo?
—Hace una semana. No nos hemos atrevido a regresar hasta ahora.
El erinés lo soltó mientras se le hacía un nudo en la garganta a causa de la ira.
Finan se encontró con él a las puertas de Dunadd.
—Fue inesperado, mi señor.
Eremon fue a ver las macizas puertas de madera y las paredes rocosas del risco.
—Cuéntame.
—Cinco naves con muchos remos avanzaron con viento del Oeste desde la isla del Ciervo con tal rapidez que los defensores del castro sólo tuvieron tiempo de echar al agua un puñado de botes. Pero pronto los embistieron y los hundieron.
—¿Y entonces?
—Los romanos lanzaron saetas de hierro y bolas de fuego sobre el castro y el puerto. —Finan estaba pálido—. ¡Lo hicieron todo desde las naves, desde el agua!
Eremon cerró los ojos.
—¿Bajas?
—Unas cien. La flotilla de pesca estaba fuera, gracias a los dioses, pero los soldados desembarcaron tras el ataque y mataron a todos los que no habían escapado. Luego regresaron corriendo a bordo de las naves. Se fueron tan deprisa como llegaron.