Authors: John Scalzi
A mil metros de altura, nuestros robots restantes se desplegaron convirtiéndose en una vela maniobrable, deteniendo la velocidad de nuestro descenso con un tirón que encogía el estómago, pero permitiéndonos flotar y elegir nuestro camino y evitar a los otros mientras lo hacíamos. Esas velas, como nuestro equipo de combate, se camuflaban con la oscuridad y el calor. A menos que se supiera lo que se estaba buscando, nunca se nos vería llegar.
«Eliminen objetivos», envió el mayor Crick, y el silencio de nuestro descenso terminó con el tableteo desgarrador de los MPs descargando una granizada de metal. En el suelo, los soldados raey y el personal vieron cómo, inesperadamente, sus cabezas y sus miembros se despegaban de sus cuerpos; sus compañeros sólo tuvieron una fracción de segundo para comprender lo que había sucedido antes de que el mismo destino les cayera encima. En mi caso apunté a tres raey estacionados cerca de la torre de transmisión; los dos primeros cayeron sin decir ni pío; el tercero apuntó con su arma a la oscuridad y se preparó para disparar. Tenía la creencia de que yo estaba delante en vez de arriba. Lo eliminé antes de que tuviera la oportunidad de corregir esa apreciación. En unos cinco segundos, todos los raey que estaban fuera y visibles habían caído muertos. Nosotros estábamos todavía a varios cientos de metros de altura cuando sucedió.
Los reflectores se encendieron y fueron eliminados en cuanto cobraron vida. Disparamos cohetes contra trincheras y zanjas, masacrando a los raey que estaban en ellas. Los soldados que salían del centro de mando y los barracones siguieron la estela de los cohetes y dispararon en esa dirección; nuestros hombres hacía tiempo que habían maniobrado apartándose del camino, y ahora abatían a los raey que disparaban al descubierto.
Divisé un sitio donde aterrizar cerca de la torre de transmisión e instruí a Gilipollas para que calculara un plan de maniobra evasiva hasta allí. Mientras llegaba, dos raey salieron corriendo por la puerta de un cobertizo situado junto a la torre, disparando en mi dirección a bulto mientras corrían hacia el centro de mando. Alcancé a uno en la pierna y cayó aullando. El otro dejó de disparar y corrió, usando las musculosas patas parecidas a las de los pájaros que tienen los raey para ganar distancia. Le indiqué a Gilipollas que soltara la vela, que se disolvió cuando los filamentos electrostáticos que la sujetaban se plegaron y los robots se transformaron en polvo inerte. Terminé de caer los metros que me separaban del suelo, rodé, me incorporé y divisé al raey que huía. Corría en línea recta en vez de en zigzag, lo que habría dificultado abatirlo. Un único disparo, en el centro, lo eliminó. Detrás de mí, el otro raey seguía chillando, y de repente, al sonar un brusco estampido, dejó de hacerlo. Me di la vuelta y vi a Jane detrás de mí, su MP todavía apuntando al cadáver del raey.
«Tú conmigo», envió, y me señaló el cobertizo. Cuando íbamos por el camino, otros dos raey salieron por la puerta a la carrera, mientras un tercero disparaba desde dentro. Jane se tiró al suelo y devolvió el fuego mientras yo perseguía a los raey que huían. Lo hacían en zigzag; alcancé a uno, pero el otro escapó, lanzándose a una zanja para hacerlo. Mientras tanto, Jane se había cansado de intercambiar disparos con el raey del cobertizo y lanzó una granada; hubo un aullido ahogado y luego una fuerte explosión, seguida de grandes trozos de raey volando por la puerta.
Avanzamos y entramos en el cobertizo, que estaba cubierto con los restos del raey y alojaba un panel de artilugios electrónicos. Un escaneo con el CerebroAmigo confirmó que era el equipo de comunicación raey; aquél era el centro de operaciones de la torre. Jane y yo retrocedimos y rociamos el lugar de cohetes y granadas. Voló por los aires de manera muy bonita; ahora la torre estaba desconectada, aunque todavía teníamos que encargarnos del equipo de transmisión situado en lo alto.
Jane pidió un informe de situación a sus jefes de escuadrón: la torre y las zonas colindantes habían sido tomadas. Los raey no consiguieron recuperarse después del asalto inicial. Nuestras bajas eran escasas, sin ningún muerto en el pelotón. Las otras fases del ataque también se desarrollaban bien; el combate más intenso tenía lugar en el centro de mando, donde los soldados iban de habitación en habitación, arrasando a los raey a su paso. Jane envió a dos escuadrones para reforzar la toma del centro de mando, hizo que otro escuadrón investigara los cadáveres raey y el equipo de la torre, y ordenó a otros dos escuadrones crear un perímetro.
«Y tú —dijo, volviéndose hacia mí y señalando la torre—, sube ahí arriba y dime lo que tenemos.»
Miré la torre, que era la típica torre de radio. Unos ciento cincuenta metros de altura, poco más que andamios de metal sosteniendo lo que quiera que hubiese en lo alto. Hasta el momento, era lo más impresionante que habíamos visto de los raey. La torre no estaba allí cuando llegaron, así que debieron de erigirla casi instantáneamente. Era sólo una torre de radio, pero por otro lado, intenta levantar una torre de radio en un día, a ver cómo lo haces. La torre tenía barras de metal que formaban una escalera hacia la cima; la fisiología y la altura raey eran lo bastante parecidas a la humana como para que yo pudiera usarlas. Subí.
En lo alto soplaba un viento peligroso y había un montón de antenas e instrumentos del tamaño de un coche. Lo escruté todo con Gilipollas, quien comparó la imagen visual con su biblioteca de tecnología raey. Todo era raey. La información que llegaba de los satélites se procesaba en el centro de mando: esperé que consiguieran tomarlo sin volar nada.
Transmití la información a Jane. Ella me informó que cuanto antes bajara de la torre, más posibilidades tendría de no ser aplastado por los escombros. No necesité más indirectas. Mientras bajaba, los cohetes pasaron por encima de mi cabeza y alcanzaron directamente el conjunto de instrumentos de arriba. La fuerza de la explosión hizo que los cables estabilizadores de la torre chasquearan con un
tang
metálico que prometía decapitar a todo el que estuviera en su camino. La torre entera se tambaleó. Jane ordenó que atacaran la base: los cohetes buscaron las vigas de metal. La torre se retorció y se desplomó, gimiendo al caer.
Desde la zona del centro de mando, los sonidos de combate habían cesado y se oían vítores esporádicos: los raey que hubiera allí habían dejado de estarlo. Hice que Gilipollas mostrara mi cronómetro interno. No habían pasado aún noventa minutos desde que nos lanzamos de la
Gavilán.
—No tenían ni idea de que veníamos —le dije a Jane, y de repente me sorprendí por el sonido de mi propia voz.
Jane me miró, asintió, y luego se volvió hacia la torre.
—No, no lo sabían. Ésa era la buena noticia. La mala es que ahora saben que estamos aquí.
Se volvió y empezó a dar órdenes a su pelotón. Esperábamos un contraataque. Uno grande.
* * *
—¿Quieres ser humano otra vez? —me preguntó Jane. Fue la tarde antes de nuestro desembarco. Estábamos en el comedor, picoteando la comida.
—¿Otra vez? —dije, sonriendo.
—Ya sabes a qué me refiero. Volver a un cuerpo humano real. Sin aditivos artificiales.
—Claro —respondí—. Sólo me quedan unos ocho años por delante. Suponiendo que siga vivo, me retiraré y me convertiré en colono.
—Eso significa volver a ser débil y lento —especificó Jane, con el habitual tacto de las fuerzas especiales.
—No es tan malo. Y hay otras compensaciones. Los hijos, por ejemplo. O la habilidad para conocer a otras personas y no tener que matarlas porque sean enemigos alienígenas de las colonias.
—Volverás a envejecer y a morir —constató Jane.
—Supongo que sí. Es lo que hacen los humanos. Esto —alcé un brazo verde—, no es lo habitual, ¿sabes? En cuanto a lo de morirse, es mucho más probable hacerlo en cualquier momento de la vida en las FDC que si fuera colono. Estadísticamente hablando, ser un colono humano sin modificar es la forma normal de morirse.
—Todavía no estás muerto —dijo Jane.
—Hay quien parece empeñado en que lo haga —bromeé—. ¿Y tú? ¿Algún plan para retirarte y colonizar?
—Las fuerzas especiales no se retiran.
—¿Quieres decir que no os está permitido? —pregunté.
—No, sí está permitido —contestó Jane—. Nuestro servicio dura diez años, igual que el vuestro, aunque con nosotros no existe la posibilidad de que dure menos. Lo que pasa es que luego no nos retiramos, eso es todo.
—¿Por qué no?
—No tenemos ninguna experiencia aparte de lo que somos —dijo Jane—. Nacemos, combatimos, eso es lo que sabemos hacer. Somos buenos en nuestro trabajo.
—¿Nunca te apetece dejar de luchar?
—¿Por qué? —preguntó Jane.
—Bueno, para empezar, reduce dramáticamente la posibilidad de muerte violenta —expliqué—. En segundo lugar, te daría una oportunidad de vivir esas vidas con las que todos soñáis. Los FDC tenemos esa vida antes de ingresar en el servicio. Vosotros podríais tenerla después.
—No sabría qué hacer conmigo misma —reflexionó ella.
—Pues bienvenida a la raza humana —respondí—. Entonces ¿me estás diciendo que ningún miembro de las fuerzas especiales deja el servicio? ¿Jamás?
—He conocido a uno o dos —admitió Jane—. Pero sólo un par.
—¿Qué les pasó? —pregunté—. ¿Adónde fueron?
—En realidad no estoy segura —dijo Jane, vagamente—. Mañana te quiero a mi lado —añadió, cambiando de tema.
—Entiendo.
—Eres todavía demasiado lento. No quiero que interfieras con mi otra gente.
—Gracias.
—Lo siento —se disculpó Jane—. Me doy cuenta de que no tengo mucho tacto. Pero has dirigido soldados. Sabes cuál es mi preocupación. Estoy dispuesta a asumir los riesgos de tenerte cerca. Los demás no deberían tener que hacerlo.
—Lo sé —contesté—. No me ofendo. Y no te preocupes. Me comportaré. Pienso retirarme, ¿sabes? Y tengo que continuar vivo un poco más de tiempo para hacerlo.
—Es bueno que tengas motivaciones.
—Estoy de acuerdo. Tú también tendrías que pensar en retirarte. Como dices, es bueno tener motivación para estar vivo.
—No quiero estar muerta —dijo Jane—. Es motivación suficiente.
—Bueno, si alguna vez cambias de opinión, te enviaré una postal desde el sitio donde vaya a retirarme. Ven a verme. Podemos vivir en una granja. Plantar algunos pollos. Criar algo de trigo.
Jane hizo una mueca.
—No puedes hablar en serio.
—La verdad es que sí —dije, y me di cuenta de que era cierto.
Jane guardó silencio durante un momento.
—No me gustan las granjas.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. No lo has hecho nunca.
—¿Le gustaban a Kathy?
—En absoluto —contesté—. Apenas toleraba arreglar el jardín.
—Bien, pues ahí lo tienes —dijo Jane—. El precedente va en mi contra.
—Piénsalo, de todas formas.
—Tal vez lo haga —respondió ella.
* * *
«Dónde demonios he puesto la munición», envió Jane, y entonces los cohetes nos alcanzaron. Me lancé al suelo mientras las rocas de la posición de Jane caían a mi alrededor. Alcé la cabeza y vi la mano de Jane, retorciéndose. Me levanté para correr hacia ella, pero una ráfaga de disparos me detuvo. Retrocedí y me coloqué tras la roca donde estaba situado.
Observé al grupo de raey que nos había sorprendido: dos se movían lentamente, colina arriba hacia nosotros, mientras un tercero ayudaba a un cuarto a cargar un cohete. No tuve dudas de hacia dónde iba a apuntar. Lancé una granada contra los dos que avanzaban y los oí correr a cubierto. Cuando estalló, los ignoré y le disparé al raey del cohete. Cayó con un golpe seco y disparó su cohete con su último aliento; la ignición quemó la cara de su compañero, que gritó y agitó los brazos, agarrándose los ojos. Le disparé en la cabeza. El cohete se perdió en las alturas, lejos de mí. No me molesté en esperar a ver dónde aterrizaba.
Los dos raey que avanzaban hacia mi posición empezaron a retirarse; lancé otra granada en su dirección para mantenerlos ocupados y corrí hacia Jane. La granada cayó directamente a los pies de uno de los raey y procedió a llevársele los pies por delante; el segundo raey se arrojó al suelo. Le lancé una segunda granada. No la evitó lo bastante rápido.
Me arrodillé junto a Jane, que todavía se estaba agitando, y vi el trozo de roca que había penetrado por un lado de su cabeza. La SangreSabia se coagulaba rápidamente, pero pequeños borbotones brotaban por los bordes. Le hablé, pero ella no me respondió. Accedí a su CerebroAmigo y sólo detecté fragmentos emocionales de shock y dolor. Sus ojos miraban sin ver. Iba a morir. Le agarré la mano y traté de calmar el asfixiante arrebato de vértigo y de
déjá vu
que sentía.
El contraataque había empezado al amanecer, no mucho después de que tomáramos la estación de rastreo, y había sido más que duro: había sido feroz. Los raey, comprendiendo que su protección había sido eliminada, contraatacaron con fuerza para recuperar la estación. El ataque fue improvisado, revelando la falta de tiempo y planificación, pero también implacable. Una nave de tropas tras otra fueron apareciendo sobre el horizonte, trayendo a más raey al combate.
Los soldados de las fuerzas especiales usaron su mezcla especial de táctica y locura para recibir a esas primeras naves de tropas con equipos que corrían a su encuentro mientras aterrizaban, disparando cohetes y granadas a las bodegas en el momento en que se abrían las puertas. Los raey añadieron finalmente apoyo aéreo, y los soldados empezaron a desembarcar sin ser volados por los aires en el momento en que pisaban el suelo. Mientras el grueso de nuestras fuerzas defendía el centro de mando y el premio tecnológico consu oculto en él, nuestro pelotón se quedó en la periferia, acosando a los raey y haciendo que su avance fuera más que dificultoso. Por eso Jane y yo estábamos en aquel macizo rocoso, a varios centenares de metros del centro de mando.
Directamente bajo nuestra posición, otro equipo de raey empezaba a avanzar hacia nosotros. Era hora de moverse. Lancé dos cohetes para retrasarlos, luego me agaché y me cargué a Jane al hombro. Gimió, pero yo no podía preocuparme por eso entonces. Divisé un peñasco que habíamos usado antes al llegar y me lancé hacia allí. Detrás de mí, los raey apuntaron. Los disparos nos pasaron rozando, esquirlas de roca me cortaron la cara. Conseguí llegar tras el peñasco, solté a Jane, lancé una granada en dirección a los raey. Cuando estalló, salí corriendo de detrás de la roca y salté hacia su posición, cubriendo la distancia de dos grandes zancadas. Los raey chillaron: no sabían qué hacer con un humano que aparecía directamente ante ellos. Cambié mi MP a fuego automático y los abatí a bocajarro antes de que pudieran organizarse. Regresé junto a Jane y accedí a su CerebroAmigo. Todavía estaba allí. Todavía viva.