La vieja guardia (29 page)

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Authors: John Scalzi

BOOK: La vieja guardia
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—No está bien mirar de esa forma —dijo la mujer, con la voz de Kathy—. Y antes de que lo preguntes, no eres mi tipo.

«Sí lo soy», dijo una parte de mi cerebro.

—Lo siento, no pretendía molestar —dije—. Es que me preguntaba si me reconocerías.

Ella me miró de arriba abajo.

—La verdad es que no —contestó—. Y, créeme, no estuvimos juntos en entrenamiento básico.

—Me rescataste —expliqué—. En Coral.

Ella dio un pequeño respingo.

—¡No jodas! —exclamó—. No me extraña no haberte reconocido. La última vez que te vi, te faltaba la mitad inferior de la cabeza. No te ofendas. Ni te ofendas tampoco por esto, pero me sorprende que sigas vivo. No habría apostado por ti.

—Tenía algo por lo que vivir —dije.

—Eso parece.

—Soy John Perry —dije, y extendí la mano—. Me temo que no sé tu nombre.

—Jane Sagan —contestó ella, aceptándola. La sostuve un poco más de lo necesario. Cuando la solté, ella tenía una expresión levemente sorprendida.

—Cabo Perry —empezó a decir uno de sus acompañantes: había aprovechado la oportunidad para acceder con su CerebroAmigo a información sobre mí—, tenemos un poco de prisa para comer: nos esperan de vuelta en nuestra nave dentro de media hora, así que si no te importa…

—¿No me conoces de otro sitio? —le pregunté a Jane, interrumpiéndolo.

—No —respondió ella, ligeramente fría ahora—. Gracias por acercarte, pero me gustaría comer.

—Déjame que te envíe algo —dije—. Una foto. A tu CerebroAmigo.

—No es necesario.

—Sólo una foto. Luego me marcharé. Por favor.

—Está bien —dijo ella—. Date prisa.

Entre las pocas posesiones que había llevado conmigo cuando dejé la Tierra había un álbum de fotos digitales de la familia, los amigos y los lugares que amaba. Cuando mi CerebroAmigo se activó, descargué las fotos en su memoria, un movimiento inteligente en retrospectiva, puesto que el álbum y todas mis otras posesiones terrenales menos una cayeron con la
Modesto.
Accedí a una foto concreta del álbum y se la envié. Vi cómo accedía a su CerebroAmigo, y luego se volvía para mirarme.

—¿Me reconoces ahora? —pregunté.

Se movió rápido, más rápido incluso que los FDC normales, me agarró, y me hizo chocar contra una mampara cercana. Estuve bastante seguro de que noté cómo una de mis costillas recién reparadas se rompía. Desde el otro lado de la cantina, Harry y Jesse se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia nosotros; los acompañantes de Jane se movieron para interceptarlos. Yo traté de respirar.

—¿Quién coño eres —me susurró Jane—, y qué estás buscando?

—Soy John Perry —gemí—. No estoy buscando.

—No te creo. ¿De dónde has sacado esa foto? —dijo, acercándose y en voz baja—. ¿Quién la hizo para ti?

—Nadie —contesté con voz igualmente baja—. Conseguí esa foto en mi boda. Es… mi foto de bodas. —Casi estuve a punto de decir
nuestra foto de bodas,
pero me corregí justo a tiempo—. La mujer de la foto es mi esposa, Kathy. Murió antes de poder alistarse. Cogieron su ADN y lo utilizaron para crearte. Parte de ella está en ti. Parte de ti está en esa foto. Parte de lo que eres me dio esto. —Alcé la mano izquierda y le mostré mi alianza, la única posesión terrestre que me quedaba.

Jane rugió, me alzó y me arrojó con fuerza al otro lado de la sala. Resbalé sobre un par de mesas, derribando hamburguesas, bolsitas de condimentos y servilleteros antes de detenerme en el suelo. Por el camino, me di con una esquina de metal en la cabeza; de mi sien manó algo brevemente. Harry y Jesse se libraron de su cautelosa danza con los compañeros de Jane y corrieron hacia mí. Jane intentó acercarse, pero sus compañeros la detuvieron a medio camino.

—Escúchame, Perry —dijo—. A partir de ahora mantente alejado de mí. La próxima vez que te vea vas a desear que te hubiera dado por muerto.

Se marchó. Uno de sus compañeros la siguió; el otro, el que me había hablado antes, se nos acercó. Jesse y Harry se incorporaron para enfrentarse a él, pero extendió las manos en son de paz.

—Perry —dijo—, ¿de qué demonios iba eso? ¿Qué le has enviado?

—Pregúntaselo tú mismo, amigo —respondí.


Teniente
Tagore para ti, cabo. —Tagore miró a Harry y Jesse—. Os conozco. Estabais en la
Hampton Roads.

—Sí, señor —dijo Harry.

—Escuchadme, todos vosotros. No sé qué demonios ha pasado, pero quiero dejar una cosa muy clara. Sea lo que sea, no tiene nada que ver con nosotros. Contad la historia que queráis, pero si las palabras «fuerzas especiales» aparecen por alguna parte, voy a ocuparme personalmente de que el resto de vuestra carrera militar sea breve y dolorosa. No bromeo. Os joderé a fondo. ¿Está claro?

—Sí, señor —dijo Jesse. Harry asintió. Yo gemí.

—Que le echen un vistazo a vuestro amigo —le aconsejó Tagore a Jesse—. Parece que acaban de darle una buena. —Se marchó.

—Cristo, John —se lamentó Jesse, tras coger una servilleta y limpiar la herida de mi frente—. ¿Qué has hecho?

—Le envié una foto de boda.

—Qué sutil —dijo Harry, y miró alrededor—. ¿Dónde está tu bastón?

—Creo que junto a la pared donde me estampó —respondí. Harry se levantó para cogerlo.

—¿Estás bien? —me preguntó Jesse.

—Creo que me he roto una costilla.

—No me refiero a eso.

—Sé a qué te refieres. Y en ese aspecto, creo que también algo más se ha roto.

Jesse me acarició la cara. Harry volvió con mi bastón. Cojeamos de vuelta al hospital. El doctor Fiorina se sintió enormemente descontento conmigo.

* * *

Alguien me sacudió para despertarme. Cuando vi quién era, traté de hablar. Ella me cubrió la boca con una mano.

—Silencio —dijo Jane—. Se supone que no estoy aquí.

Asentí. Ella retiró la mano.

—Habla en voz baja.

—Podríamos usar los CerebroAmigos —dije.

—No. Quiero oír tu voz. Pero baja.

—De acuerdo.

—Lamento lo de hoy —dijo ella—. Fue tan inesperado. No sé cómo reaccionar ante algo así.

—No importa. No debería haberte abordado de esa forma.

—¿Estás herido?

—Me rompiste una costilla.

—Lo siento.

—Ya está curada.

Ella estudió mi cara, los ojos moviéndose de un lado a otro.

—Mira, no soy tu esposa —dijo de repente—. No sé quién o qué crees que soy, pero nunca fui tu esposa. No sabía que existía hasta que me mostraste la foto hoy.

—Debes de saber de dónde venías —objeté.

—¿Por qué? —preguntó ella acaloradamente—. Sabemos qué nos hacen con los genes de otras personas, pero no nos dicen quiénes fueron. ¿Qué sentido tendría? Esas personas no somos nosotros. Ni siquiera somos clones: tengo cosas en mi ADN que ni siquiera proceden de la Tierra. Somos los conejillos de Indias de las FDC, ¿no lo has oído?

—Lo he oído.

—Así que no soy tu esposa. Eso es lo que he venido a decirte. Lo siento, pero no lo soy.

—Muy bien.

—De acuerdo —dijo ella—. Bien. Ahora me marcho. Lamento haberte arrojado por los aires de esa forma.

—¿Qué edad tienes? —pregunté.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Es sólo curiosidad. Y no quiero que te vayas todavía.

—No sé qué tiene que ver mi edad con todo esto.

—Kathy lleva muerta ya nueve años —dije—. Quiero saber cuánto tiempo se molestaron en esperar antes de explotar sus genes para crearte.

—Tengo seis años —contestó.

—Espero que no te importe si te digo que no te pareces a la mayoría de gente de seis años que he conocido.

—Estoy adelantada para mi edad —dijo. Y luego aclaró—: Era un chiste.

—Lo sé.

—La gente no lo pilla a veces. Eso es porque la mayoría de gente que conozco tiene la misma edad.

—¿Cómo funciona? Quiero decir, ¿cómo es? Tener seis años. No tener pasado.

Jane se encogió de hombros.

—Me desperté un día y no supe dónde me encontraba ni qué estaba pasando. Pero ya estaba en este cuerpo, y ya sabía cosas. Cómo hablar. Cómo moverme. Cómo pensar y combatir. Me dijeron que estaba en las fuerzas especiales, que ya era hora de que empezara a entrenarme, y que me llamaba Jane Sagan.

—Bonito nombre —dije.

—Lo seleccionaron al azar —informó ella—. Nuestros nombres de pila son nombres corrientes, nuestros apellidos proceden en su mayor parte de científicos y filósofos. En mi escuadrón hay un Ted Einstein y una Julie Pasteur. Al principio no lo sabes, claro. Lo de los nombres. Más tarde te enteras un poco de cómo te hicieron, después de que te hayan dejado desarrollar el sentido de quién eres. Nadie que conozca tiene muchos recuerdos. Hasta que no te encuentras con realnacidos no te das cuenta de que hay algo distinto en ti. Y no los vemos muy a menudo. No nos mezclamos con ellos.

—«¿Realnacidos?» —pregunté.

—Es como os llamamos a vosotros.

—Si no os mezcláis, ¿qué estabais haciendo en la cantina?

—Quería una hamburguesa —dijo—. No es que no podamos. Es que no lo hacemos.

—¿No te has preguntado nunca a partir de quién te hicieron? —pregunté.

—A veces —contestó Jane—. Pero no podemos saberlo. No nos hablan de nuestros progies… de la gente de la que estamos hechos. Algunos de nosotros somos mezcla de más de uno, ¿sabes? Pero de todas formas todos están muertos. Tienen que estarlo, o no los usarían para crearnos. Y no sabemos quiénes los conocían. Y si la gente que los conocía está en el servicio, no es probable que coincidamos. Y los realnacidos morís muy rápido aquí arriba. No conozco a nadie que haya conocido a un pariente progie. Ni a un marido.

—¿Le mostraste la foto a tu teniente? —pregunté.

—No. Me preguntó al respecto. Le dije que me enviaste una foto tuya, y que la rompí. Y lo hice, para que la acción quedara registrada si miraba. No le he contado a nadie lo que hablamos. ¿Puedo tenerla de nuevo? ¿La foto?

—Claro —aseguré—. Tengo también otras, si las quieres. Si deseas saber cosas sobre Kathy, también puedo hablarte de ella.

Jane me miró; en la penumbra se parecía más a Kathy que nunca. Dolía sólo mirarla.

—No sé —contestó al fin—. No sé qué quiero saber. Déjame pensarlo. Dame esa foto por ahora. Por favor.

—Te la estoy enviando.

—Tengo que irme. Escucha, no he estado aquí. Y si me ves en alguna otra parte, no des a entender que nos hemos visto.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Por ahora es importante.

—Muy bien.

—Déjame ver tu alianza —añadió Jane.

—Claro —dije, y me la quité para que pudiera mirarla. Ella la sostuvo con torpeza, y miró a través.

—Dice algo.

—«Mi amor es eterno. Kathy.» Lo hizo grabar antes de regalármelo.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis casados? —preguntó.

—Cuarenta y dos años.

—¿La amabas? —preguntó Jane—. A tu esposa Kathy. Cuando la gente está casada mucho tiempo, tal vez siguen juntos por costumbre.

—A veces lo hacen —dije yo—. Pero yo la amé mucho. Todo el tiempo que estuvimos casados. Aún la amo ahora.

Jane se levantó, me miró otra vez, me devolvió el anillo y se marchó sin decir adiós.

* * *

—Taquiones —dijo Harry mientras se acercaba a la mesa donde desayunábamos Jesse y yo.

—Qué mal hablado —lo regañó Jesse.

—Muy graciosa —contestó él, sentándose—. Los taquiones pueden ser la respuesta de por qué los raey sabían que veníamos.

—Magnífico —dije yo—. Ahora, si Jesse y yo supiéramos qué son los taquiones, estaríamos mucho más entusiasmados al respecto.

—Son partículas subatómicas exóticas —explicó Harry—. Viajan más rápido que la luz y van hacia atrás a través del tiempo. Hasta ahora, no eran más que una teoría, porque después de todo es difícil rastrear algo que es más rápido que la luz y va hacia atrás. Pero la teoría de la física del impulso de salto permite la presencia de taquiones en cualquier salto: cuando nuestra materia y energía se trasladan a un universo diferente, los taquiones del universo de destino regresan hacia el universo que queda atrás. Hay una pauta de taquiones específica de cada salto. Si se pueden localizar los taquiones que forman esa pauta, sabes que llega una nave de salto… y cuándo.

—¿Dónde has oído esas cosas? —dije yo.

—Al contrario que vosotros dos, no me paso el tiempo haraganeando —contestó Harry—. He hecho amigos en lugares interesantes.

—Si se conocía lo de esa pauta de taquiones o como se llame, ¿por qué no se ha hecho algo antes? —preguntó Jesse—. Lo que estás diciendo es que hemos sido vulnerables todo este tiempo, y sólo hemos tenido suerte.

—Bueno, recuerda que lo que he dicho sobre los taquiones es que eran algo teórico hasta este momento —recordó Harry—. Eso es quedarse corto como mínimo. Son menos que reales…, son, como mucho, abstracciones matemáticas. No tienen ninguna relación con los universos reales en los que existimos y nos movemos. Ninguna raza inteligente que conozcamos los ha usado jamás para nada. No tienen ninguna aplicación práctica.

—O eso creíamos —objeté.

Harry hizo un gesto afirmativo con la mano.

—Si esta suposición es correcta, entonces significa que los raey tienen una tecnología que está muy por encima de lo que nosotros somos capaces de crear. Estamos por detrás de ellos en esta carrera tecnológica.

—¿Y cómo los alcanzamos? —preguntó Jesse.

Harry sonrió.

—Bueno, ¿quién ha dicho que tuviéramos que alcanzarlos? ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos, en el transbordador, y hablamos de la tecnología superior de las colonias? ¿Te acuerdas de cómo sugerí que la conseguían?

—A través de encuentros con alienígenas —dijo Jesse.

—Eso es. O comerciamos o lo conseguimos en batalla. Si realmente hubiera un modo de rastrear los taquiones de un universo a otro, nosotros mismos podríamos desarrollar la tecnología para hacerlo, pero eso requeriría tiempo y recursos que no tenemos. Es mucho más sencillo quitársela a los raey.

—Estás diciendo que las FDC piensan volver a Coral —dije yo.

—Pues claro que sí —respondió Harry—. Pero el objetivo ahora no será sólo recuperar el planeta. Ni siquiera será ya el objetivo principal. Ahora nuestro primer objetivo es ponerle la mano encima a su tecnología detectora de taquiones y encontrar un modo de derrotarla o usarla contra ellos.

—La última vez que fuimos a Coral nos dieron una paliza —recordó Jesse.

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