La vieja guardia (23 page)

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Authors: John Scalzi

BOOK: La vieja guardia
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Thomas sugirió llevar a uno de los cadáveres a las instalaciones médicas de la colonia; allí podría realizar una rápida autopsia que pudiera ofrecerles alguna información sobre la causa de la muerte. El jefe de su escuadrón accedió, y Thomas y un camarada eligieron uno de los cadáveres más intactos. Thomas lo cogió por debajo de los brazos y su camarada por las piernas. Thomas le dijo a su camarada que lo levantaran al contar tres; iban por el dos cuando el moho saltó del cuerpo y le dio en plena cara. Al abrir la boca por la sorpresa, el moho se le metió dentro y le llegó a la garganta.

El resto del escuadrón de Thomas ordenó en seguida a sus uniformes que los protegieran con visores, y que lo hicieran inmediatamente. En cuestión de segundos, el moho saltó de todas las grietas y rendijas para atacar. Por toda la colonia se produjeron ataques similares casi simultáneamente. Seis compañeros del pelotón de Thomas también acabaron con la boca llena de moho.

Thomas trató de sacárselo, pero se le fue metiendo más profundamente en la garganta, bloqueando su vía de aire, hasta llegar a sus pulmones y deslizarse también por su esófago hasta el estómago. A través de su CerebroAmigo, Thomas pidió a sus camaradas que lo llevaran a las instalaciones médicas, donde podrían succionar suficiente moho de su cuerpo como para permitirle respirar de nuevo; la SangreSabia indicaba que disponían de casi quince minutos antes de que Thomas empezara a sufrir daños cerebrales permanentes. Era una idea excelente, y probablemente habría funcionado si el moho no hubiera empezado a excretar ácidos digestivos concentrados en los pulmones de Thomas, comiéndoselo por dentro mientras todavía estaba vivo. Sus pulmones empezaron a disolverse de inmediato; murió de shock y asfixia minutos más tarde. Los otros seis miembros del pelotón sufrieron el mismo destino, y que, al parecer, también había acabado con los colonos, según se descubrió luego.

El jefe del pelotón dio la orden de dejar a Thomas
y
las otras víctimas atrás; el pelotón se retiró al transporte y regresó a la
Tucson.
Se les negó permiso para atracar. Uno a uno, los miembros del pelotón fueron sometidos a vacío absoluto para matar el moho que todavía pudiera quedar en sus trajes, y a continuación los sometieron a un intenso proceso de descontaminación interna y externa, tan doloroso como cabe imaginar.

Las sondas sin tripulación que fueron enviadas luego indicaron que no había supervivientes de la colonia 622 en ninguna parte, y que el moho, aparte de poseer suficiente inteligencia como para organizar dos ataques distintos coordinados, era casi inmune a las armas tradicionales. Balas, granadas y cohetes sólo afectaban a pequeñas porciones mientras que dejaba ilesas a otras; los lanzallamas freían la capa superior de moho, dejando intactas las de debajo; los rayos los afectaban, pero causaban daños generales mínimos. La investigación en busca de un fungicida que habían solicitado los colonos había comenzado, pero se interrumpió cuando quedó establecido que el moho estaba presente en casi todas las partes del planeta.

El esfuerzo de localizar otro planeta habitable se consideró menos caro que erradicar el moho a escala local.

La muerte de Thomas fue un recordatorio de que no sólo no sabíamos contra qué nos enfrentábamos, sino que, a veces, simplemente no podíamos ni imaginar contra qué lo hacíamos. Thomas cometió el error de asumir que el enemigo se parecería a nosotros. Se equivocó. Murió por eso.

* * *

Conquistar el universo estaba empezando a afectarme.

La inquietante sensación había comenzado en Gindal, donde emboscamos a unos soldados gindalianos cuando regresaban a sus nidos, y abatimos sus enormes alas con rayos y cohetes que los hacían caer dando vueltas y gritando por acantilados pelados de dos mil metros de altura. Casi había empezado a afectarme en Udaspri, cuando tuvimos que ponernos mochilas para contrarrestar la inercia y conseguir un mejor control mientras saltábamos de un fragmento de roca a otro en los anillos del planeta, jugando al escondite con los arácnidos vindi que habían empezado a lanzar trozos del anillo contra el planeta de abajo, planeando delicadas órbitas descendentes que apuntaban directamente a la colonia humana de Halford. Para cuando llegamos a Cova Banda, ya estaba listo para romperme.

Pudo haber sido por los covandu mismos, que en muchos aspectos eran clones de la raza humana: bípedos, mamíferos, extraordinariamente dotados para las artes, sobre todo la poesía y el teatro, rápidos reproductores e inusitadamente agresivos en lo referente al universo y su lugar en él. Los humanos y los covandu frecuentemente se encontraban luchando por los mismos territorios sin desarrollar. Cova Banda, de hecho, había sido una colonia humana antes de ser covandu, abandonada después de que un virus nativo hubiera provocado que los colonos desarrollaran horribles miembros adicionales y personalidades asesinas como remate. A los covandu en cambio, el virus ni siquiera les provocaba dolor de cabeza: se instalaron rápidamente. Sesenta y tres años más tarde, los coloniales desarrollaron al fin una vacuna, y quisieron recuperar el planeta. Por desgracia, a los covandu, demasiado parecidos a los humanos como he dicho, no les hizo mucha gracia la idea de compartir nada. Así que allá fuimos, a batallar contra ellos.

El más alto de todos ellos, por cierto, no mide más de tres centímetros.

Naturalmente, los covandu no son tan estúpidos como para lanzar sus diminutos ejércitos contra humanos que tienen sesenta o setenta veces su tamaño. Primero nos atacaron con aviación, morteros de largo alcance, blindados y otro equipo militar que podía causar algún daño… y lo hizo. No es fácil abatir un aparato de veinte centímetros de largo que vuela a varios cientos de kilómetros por hora. Pero se hace lo que se puede para dificultar el uso de estas opciones (nosotros lo hicimos desembarcando en el parque de la principal ciudad de Cova Banda, de modo que la artillería que fallaba al alcanzarnos golpeaba a su propia gente), y, de todas formas, al final uno acaba librándose como sea de la mayoría de estas molestias. En este caso, nuestra gente se tomó más molestias para destruir las fuerzas covandu que de costumbre. No sólo porque eran más pequeños y alcanzarlos requería más atención, también porque nadie quiere que lo mate un contrincante de tres centímetros.

De todas formas, al final, se acaba por abatir todos los aviones y destruir todos los blindados, y entonces hay que tratar con los covandu individualmente. Así es como se combate contra ellos: se los pisa. Simplemente bajas el pie, aplicas fuerza y está hecho. Mientras tanto, el covandu te dispara con su arma y grita con toda la potencia de sus diminutos pulmones, un graznido que apenas puedes oír. Pero es inútil. Tu traje, diseñado para aplicar el freno a un proyectil a escala humana, apenas registra los trocitos de materia que un covandu te lanza contra los tobillos; ni siquiera el crujido del pequeño ser que has aplastado. Entonces localizas a otro y lo repites.

Lo hicimos durante horas, mientras avanzábamos por la principal ciudad de Cova Banda, deteniéndonos de vez en cuando al ver un cohete en un rascacielos de seis o siete metros de altura y abatirlo de un solo disparo. Algunos miembros de nuestro pelotón disparaban en cambio una andanada contra el edificio, dejando que las balas, cada una lo bastante grande como para arrancarle la cabeza a un covandu, rebotara por todo el edificio como si fuera una bola loca. Pero sobre todo había que pisotear. Godzilla, el famoso monstruo japonés, que resucitaba por enésima vez cuando salí de la Tierra, se habría sentido como en casa.

No recuerdo exactamente cuándo empecé a gritar y a dar patadas a los rascacielos, pero lo hice durante tanto tiempo y con tanta fuerza que, cuando al final llamaron a Alan para que me rescatara, Gilipollas me estaba informando de que había conseguido romperme tres dedos del pie. Alan me acompañó hasta el parque de la ciudad donde habíamos desembarcado y me hizo sentarme; en cuanto lo hice, un covandu emergió de detrás de una piedra y me apuntó con su arma a la cara. Sentí como si me estuvieran lanzando diminutos granitos de arena contra la mejilla.

—Maldita sea —dije. Furioso, le di un golpecito con dos dedos y lo lancé contra un rascacielos cercano. Se perdió de vista, trazando un arco, deceleró con un
thunk
que sonó a lata cuando golpeó el edificio, y cayó los dos metros restantes hasta el suelo. Cualquier otro covandu que hubiera en la zona al parecer decidió desistir de ningún otro intento de asesinato.

Me volví hacia Alan.

—¿No tienes un escuadrón del que ocuparte? —pregunté. Lo habían ascendido después de que a su jefe de escuadrón le arrancara la cara un gindaliano furioso.

—Podría hacerte la misma pregunta —respondió, y luego se encogió de hombros—. Están bien. Tienen sus órdenes y ya no hay ninguna oposición real. La cosa está despejada y Tipton puede encargarse del escuadrón. Keyes me dijo que viniera a sacarte de ahí y a averiguar qué demonios te pasa. Así pues, ¿qué demonios te pasa?

—Cristo, Alan —dije—. Acabo de pasarme tres horas pisando a seres inteligentes como si fueran puñeteros insectos, eso es lo que me pasa. Estoy aplastando y matando a gente con mis puñeteros pies. —Hice un gesto con el brazo—. Es completamente ridículo, Alan. Esta gente mide
tres centímetros de altura.
Es como si Gulliver les diera caña a los liliputienses.

—No tenemos posibilidad de elegir nuestras batallas, John —repuso Alan.

—Y ¿cómo te hace sentirte ésta en concreto? —pregunté.

—Me molesta un poco —contestó Alan—. No es una lucha justa: estamos mandando a toda esta gente al infierno. Por otro lado, la peor baja que tengo en mi escuadrón es un tímpano reventado. Es un milagro. Así que, en líneas generales, me siento bien. Además, los covandu no están enteramente indefensos. El marcador general entre ellos y nosotros está muy igualado.

Eso era sorprendentemente cierto. El tamaño de los covandu les daba ventaja en las batallas espaciales; a nuestras naves les cuesta trabajo localizar las suyas y sus diminutos cazas pueden causar pocos daños individualmente pero en conjunto son terribles. Sólo cuando combatimos en tierra tuvimos una ventaja abrumadora. Cova Banda tenía una flota espacial relativamente pequeña protegiéndolo; ése era uno de los motivos por los que las FDC habían decidido recuperarlo.

—No estoy hablando de quién va por delante en el recuento general, Alan —dije—, estoy hablando del hecho de que nuestros enemigos no miden ni tres centímetros de altura. Antes de eso, estuvimos combatiendo con arañas. Antes, con malditos pterodáctilos. Todo esto está afectando mi sentido de la escala. Ya no me siento humano, Alan.

—Técnicamente hablando, ya no eres humano —contestó él. Era un intento de aliviar mi estado de ánimo.

No funcionó.

—Bueno, pues entonces ya no me siento conectado con lo que era ser humano —repliqué yo—. Nuestro trabajo es encontrar nuevos pueblos y culturas extrañas, y matar a los hijos de puta lo más rápidamente posible. Sólo sabemos lo que necesitamos saber de ellos para combatirlos. Por lo que sabemos, sólo existen como enemigos. Salvo por el hecho de que son inteligentes para contraatacar, bien podríamos estar combatiendo contra animales.

—Eso lo hace más sencillo para la mayoría de nosotros —razonó Alan—. Si no te identificas con una araña, no te sientes tan mal al matar a una, aunque sea grande e inteligente. Sobre todo si es grande e inteligente.

—Tal vez sea eso lo que me molesta. No tiene ningún sentido de la consecuencia. Acabo de coger a un ser vivo y lo he lanzado contra un edificio. Hacerlo no me ha molestado en absoluto. El hecho de que no lo haya hecho es lo que me perturba, Alan. Tendría que haber consecuencias para nuestras acciones. Al menos, tendríamos que sentir algo de horror por lo que hacemos, lo estemos llevando a cabo por buenos motivos o no. Yo no siento ningún horror por mis acciones, y eso me asusta. Me asusta lo que significa. Ando dando pisotones por esta ciudad como si fuera un maldito monstruo, y estoy empezando a pensar que eso es exactamente lo que soy. En eso me he convertido. Soy un monstruo. Eres un monstruo.
Todos
somos malditos monstruos inhumanos, y no vemos que haya nada malo en serlo.

Alan no tuvo nada que decir. Así que permanecimos en silencio, contemplamos a nuestros soldados pisoteando covandu hasta la muerte, hasta que ya no quedó ninguno.

* * *

—Entonces ¿qué demonios le pasa? —le preguntó el teniente Keyes a Alan, al final de nuestra reunión tras la batalla con los otros jefes de escuadrón.

—Cree que todos somos monstruos inhumanos —respondió Alan.

—Oh,
eso —
dijo el teniente Keyes, y se volvió hacia mí—. ¿Cuánto tiempo llevas en esto, Perry?

—Casi un año —contesté.

El teniente Keyes asintió.

—Entonces estás siguiendo el calendario, Perry. Hace falta más o menos un año para que la mayoría de la gente descubra que se han convertido en máquinas de matar sin alma ni conciencia ni moral. Algunos lo hacen más temprano, otros más tarde. Jensen aquí presente —indicó a uno de los jefes de los otros escuadrones—, llegó hasta los quince meses antes de venirse abajo. Dile lo que hiciste, Jensen.

—Le pegué un tiro a Keyes —dijo Ron Jensen—. Consideré que él era la personificación del maligno sistema que me convertía en una máquina de matar.

—Casi me voló la cabeza —dijo Keyes.

—Fue un tiro de suerte —concedió Jensen.

—Sí, menos mal que fallaste. De lo contrario, yo estaría muerto y tú serías un cerebro flotando en un tanque, loco por falta de estímulos externos. Mira, Perry, le pasa a todo el mundo. Te librarás de ello cuando te des cuenta de que no eres un monstruo inhumano, sólo estás intentando adaptar tu cerebro a una situación totalmente jodida. Durante setenta y cinco años llevaste un tipo de vida en el que la máxima excitación era echar un polvo de vez en cuando, y casi sin darte cuenta, estás intentando cargarte pulpos espaciales con un MP antes de que te maten ellos a ti. Cristo. Son aquellos que no se vienen abajo de los que no me fío.

—Alan no se ha venido abajo —dije—. Y lleva aquí el mismo tiempo que yo.

—Cierto —repuso Keyes—. ¿Cuál es tu respuesta a eso, Rosenthal?

—Por dentro soy un caldero hirviente de furia inconexa, teniente.

—Ah, represión —dijo Keyes—. Excelente. Intenta evitar lanzarme una descarga cuando finalmente estalles, por favor.

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