Authors: John Scalzi
—Estoy bien —contesté—. No pesa mucho.
—¿Quién es?
—Watson.
—Oh,
él —
dijo Alan, e hizo una mueca—. Bueno, estoy seguro de que en alguna parte habrá alguien que lo eche de menos.
—Trata de no ponerte sentimental conmigo. ¿Cómo os ha ido hoy?
—No demasiado mal. He mantenido la cabeza gacha casi todo el tiempo, he asomado el fusil de vez en cuando y disparado unos cuantos tiros en la dirección general del enemigo. Puede que alcanzara a alguno. No lo sé.
—¿Has oído el cántico de muerte antes de la batalla?
—Claro que sí —dijo Alan—. Parecían dos trenes de carga apareándose. No es algo que uno pueda elegir no oír.
—No —dije—. Pero ¿lo has hecho traducir? ¿Has entendido lo que decía?
—Sí. No estoy seguro de que me guste su plan para convertirnos a su religión, viendo que eso implica tener que morirse y todo eso.
—Las FDC parecen pensar que es sólo un ritual. Como si fuera una oración que recitan porque es algo que han hecho siempre.
—¿Qué piensas tú? —preguntó Alan.
Eché atrás la cabeza para señalar a Watson.
—El consu que lo mató gritaba «redimido, redimido» con todas sus fuerzas, y estoy seguro de que habría hecho lo mismo conmigo. Creo que las FDC subestiman lo que está pasando aquí. Me parece que el motivo por el que los consu no vuelven después de una de estas batallas no es porque consideren que han perdido, no creo que se trate de perder o ganar. Según sus creencias, este planeta está ahora consagrado por la sangre, y creo que piensan que ahora lo
poseen.
—Entonces ¿por qué no lo ocupan?
—Tal vez no sea el momento —respondí—. Tal vez tengan que esperar algún tipo de Armagedón. Pero mi teoría es que no creo que las FDC sepan cómo consideran los consu cada planeta en el que luchan. Me parece que en algún momento van a llevarse una gran sorpresa.
—Muy bien, lo acepto —convino Alan—. Todos los militares que conozco tienen un historial de autocomplacencia. Pero ¿qué piensas hacer al respecto?
—Mierda, Alan, no tengo ni la menor idea —contesté—. Aparte de intentar llevar mucho tiempo muerto cuando eso suceda.
—Pasando a un tema completamente distinto y menos deprimente —dijo Alan—, hiciste un buen trabajo al idear la solución de fuego para la batalla. A algunos de nosotros nos estaba jodiendo bastante ver que alcanzábamos a esos hijos de puta y seguían levantándose y atacando. Te vamos a estar invitando a copas durante un par de semanas.
—No pagamos las copas —lo contradije yo—. Si recuerdas, esto es un viaje por el infierno con todos los gastos pagados.
—Bueno, pero si lo hiciéramos, te las ahorrarías.
—Estoy seguro de que no ha sido gran cosa —repliqué, y entonces advertí que Alan se había detenido y estaba firme. Alce la cabeza y vi a Viveros, el teniente Keyes y un oficial que no reconocí dirigiéndose hacia mí. Me detuve y esperé a que me alcanzaran.
—Perry —dijo el teniente Keyes.
—Mi teniente. Por favor, perdone que no le salude, señor. Llevo un cadáver a la morgue.
—Allí es donde suelen ir los cadáveres —comentó Keyes, y señaló el cuerpo—. ¿Quién es?
—Watson, señor.
—Oh,
él.
No ha tardado mucho, ¿no?
—Era muy nervioso, señor.
—Supongo que sí —corroboró Keyes—. Bien, Perry, éste es el teniente coronel Rybicki, el comandante del 223º.
—Señor —dije—, disculpe que no salude.
—Sí, el cadáver, ya veo —dijo Rybicki—. Hijo, quería darle la enhorabuena por su solución de hoy. Ha salvado un montón de tiempo y de vidas. Esos hijos de puta consu siguen cambiando de táctica. Los escudos personales ya eran un detalle nuevo y nos estaban causando un montón de problemas. Voy a proponerle para una felicitación, soldado. ¿Qué le parece?
—Gracias, señor. Pero estoy seguro de que a alguien más se le habría ocurrido tarde o temprano.
—Probablemente, pero a usted se le ocurrió primero, y eso cuenta algo.
—Sí, señor.
—Cuando volvamos a la
Modesto
,espero que permita que un viejo infante le invite a una copa, hijo.
—Me gustaría, señor —dije. Vi que al fondo, Alan sonreía.
—Bien, pues enhorabuena de nuevo. —Rybicki señaló a Watson—. Y lamento lo de su amigo.
—Gracias, señor.
Alan saludó por los dos. Rybicki devolvió el saludo y se marchó, seguido de Keyes. Viveros se volvió hacia nosotros.
—Pareces divertido —me dijo Viveros.
—Estaba pensando que hace unos cincuenta años que nadie me llamaba «hijo».
Viveros sonrió, y señaló a Watson.
—¿Sabes adónde hay que llevarlo?
—La morgue está detrás de ese risco —dije—. Voy a soltar a Watson y luego me gustaría coger el primer transporte de vuelta a la
Modesto
,si es posible.
—Mierda, Perry —dijo Viveros—. Eres el héroe del día. Puedes hacer lo que quieras. —Se dio media vuelta para marcharse.
—Eh, Viveros —llamé—. ¿Siempre es así?
Ella se volvió.
—¿Siempre es así qué?
—Esto —respondí—. La guerra. Las batallas. Los combates.
—¿Qué? —se extrañó Viveros, y luego hizo una mueca—. Demonios, no, Perry. Hoy ha sido un paseo. Ha estado chupado.
Y entonces se marchó, la mar de divertida.
Así fue mi primera batalla. Mi estancia en la guerra había comenzado.
Maggie fue la primera de los Vejestorios en morir.
Lo hizo en la estratosfera de una colonia llamada Templanza, una ironía, porque al igual que la mayoría de las colonias con industria minera pesada, estaba salpicada de bares y burdeles. La corteza cargada de metal de Templanza había hecho que fuera una colonia difícil de conseguir y mantener para los humanos: la presencia permanente de las FDC allí triplicaba la habitual en las colonias, y siempre estaban enviando tropas adicionales para apoyarlas. La nave de Maggie, la
Dayton
,acudía a una de esas misiones cuando fuerzas ohu entraron en el espacio de Templanza y desembarcaron allí un ejército de guerreros zánganos en la superficie del planeta.
El pelotón de Maggie se suponía que debía recuperar una mina de aluminio cien kilómetros más allá de Murphy, el puerto principal de Templanza. No consiguieron ni siquiera llegar a tierra. En el camino, el casco de su transporte fue alcanzado por un misil ohu, que lo desgarró y lanzó a varios soldados al espacio, Maggie incluida. La mayoría de esos soldados murieron al instante debido a la fuerza del impacto de los trozos de casco, que los desgarraron.
Maggie no fue una de ellos. Fue absorbida al espacio de Templanza plenamente consciente, y su unicapote de combate se cerró de modo automático sobre su cara para impedir que el aire escapara de sus pulmones. Maggie envió de inmediato un mensaje a sus jefes de escuadrón y pelotón. Lo que quedaba de su jefe de escuadrón estaba aleteando alrededor con su arnés de descenso. El jefe del pelotón no fue de mucha más ayuda, pero no era su culpa. La nave de transporte no estaba equipada para efectuar rescates en el espacio y, en cualquier caso, estaba gravemente dañada y renqueando, bajo fuego enemigo, y se dirigía a la nave más cercana de las FDC para descargar a sus pasajeros supervivientes.
Un mensaje a la
Dayton
misma fue igualmente infructuoso; ésta intercambiaba disparos con varias naves ohu y no podía enviar un grupo de rescate. Ni tampoco ninguna otra nave. Al margen del combate, Maggie era un objetivo demasiado pequeño, demasiado perdido en el pozo de gravedad de Templanza y demasiado cercano a ella como para intentar nada que no fuera un rescate de magnitudes heroicas. En medio de una batalla apurada, ya estaba muerta.
Por eso, Maggie, cuya SangreSabia estaba ya alcanzando su límite de carga de oxígeno y cuyo cuerpo indudablemente empezaba a gritar pidiéndolo, cogió su MP, apuntó a la nave ohu más cercana, computó una trayectoria, y descargó cohete tras cohete. Cada estallido de los cohetes originó uno igual y opuesto de impulso hacia Maggie, enviándola en dirección al cielo nocturno de Templanza. Los datos de la batalla demostrarían más tarde que sus cohetes, gastado ya su impulso, impactaron en efecto con la nave ohu, aunque causando sólo daños menores.
Entonces, Maggie se dio la vuelta, se colocó de cara al planeta que iba a matarla y, como la buena profesora de religiones orientales que había sido, compuso un
jisei,
un poema de muerte, en forma de haiku.
No me lloréis, amigos.
Caigo como estrella fugaz
a la otra vida.
Lo envió junto con los últimos momentos de su vida al resto de nosotros, y murió, cruzando brillante el cielo nocturno de Templanza.
Era mi amiga, brevemente fue mi amante. Más valiente de lo que yo lo habría sido en el momento de la muerte. Y apuesto a que fue una magnífica estrella fugaz.
* * *
—El problema con las Fuerzas de Defensa Coloniales no es que no sean una excelente fuerza de combate, es que son demasiado fáciles de utilizar.
Quien hablaba era Thaddeus Bender, dos veces senador demócrata por Massachusetts, ex embajador (en diversas ocasiones) ante Francia, Japón y las Naciones Unidas, secretario de Estado en la por demás desastrosa administración Crowe, escritor, conferenciante y, finalmente, la última incorporación al Pelotón D. Como esto último era lo que más relevancia tenía para el resto de nosotros, todos habíamos decidido que el soldado raso senador embajador secretario Bender era un tonto del culo integral.
Es sorprendente lo rápido que uno pasa de ser un novato a convertirse en un viejo veterano. En nuestra primera llegada a la
Modesto
,fuimos saludados de manera cordial pero perentoria por el teniente Keyes (que alzó una ceja cuando le transmitimos los saludos del sargento Ruiz) y fuimos tratados con benigna falta de atención por el resto del pelotón. Nuestros jefes de escuadrón se dirigían a nosotros sólo cuando era preciso, y nuestros compañeros nos transmitían escuetamente la información que necesitábamos saber. Por lo demás, es como si no existiéramos.
No era algo personal. Los otros tres nuevos, Watson, Gaiman y McKean, recibieron el mismo tratamiento, que se debía a dos hechos. El primero, es que, cuando llegan tíos nuevos, es porque algún veterano ya no está (y «ya no está» significa exactamente que «está muerto»). Institucionalmente, los soldados pueden ser sustituidos como piezas de maquinaria. Sin embargo, a nivel de pelotón y escuadrón, estás sustituyendo a un amigo, un camarada, alguien que ha combatido, vencido y muerto. La idea de que tú, quienquiera que seas, puedas ser un reemplazo o un sustituto de ese querido amigo y camarada es levemente ofensiva para aquellos que lo conocieron.
En segundo lugar, por supuesto, es que aún no has combatido. Y hasta que lo hagas, no eres uno de ellos. No puedes serlo. No es culpa tuya y, en cualquier caso, es algo que se corrige rápidamente. Pero hasta que estás en el campo de batalla, no eres más que un tipo que ocupa el sitio que antes pertenecía a un hombre o una mujer mejor. Advertí la diferencia inmediatamente después de nuestra batalla con los consu. Me saludaron por mi nombre, me invitaron a sentarme a las mesas del comedor, me pidieron que jugara al billar o me incorporaron a conversaciones ya comenzadas. Viveros, mi jefa de escuadrón, empezó a preguntarme mi opinión sobre las cosas en vez de decirme cómo debían ser. El teniente Keyes me contó una historia sobre el sargento Ruiz, con un hovercraft y la hija de un colonial por medio, y que no me creí del todo. En resumen, me había convertido en uno de ellos… uno de
nosotros.
La solución de disparar dos veces a los consu y la subsiguiente felicitación, ayudaron, pero Alan, Gaiman y McKean también fueron bienvenidos al rebaño, y no habían hecho más que luchar y conseguir que no los mataran. Fue suficiente.
Ahora, tres meses después, teníamos unos cuantos novatos más en el pelotón que venían a sustituir a gente que había sido nuestra amiga; supimos cómo se había sentido el pelotón cuando nosotros llegamos para ocupar el lugar de otro, porque tuvimos la misma reacción: hasta que combates, estás simplemente ocupando espacio. La mayoría de los novatos captó la indirecta, comprendió, y aguantó los primeros días hasta que viéramos un poco de acción. El soldado raso senador embajador secretario Bender, sin embargo, no hizo nada de eso. Desde el momento en que apareció, intentó congraciarse con el pelotón, visitó a cada miembro personalmente y trató de establecer una relación profunda y personal. Un coñazo.
—Es como si estuviera haciendo campaña de algo —se quejó Alan, y no andaba muy desencaminado. Toda una vida dedicada a ocupar cargos te afecta de esa forma. No sabes cuándo hay que parar.
El soldado raso senador embajador secretario Bender había vivido toda una vida suponiendo que la gente estaba apasionadamente interesada en lo que él tenía que decir, y por eso nunca cerraba el pico, ni siquiera cuando nadie parecía estar escuchando. Así que, cuando opinaba descabelladamente sobre los problemas de las FDC en el salón, en esencia estaba hablando solo. Pero en cualquier caso, su declaración fue lo bastante provocativa como para llamar la atención de Viveros, que estaba almorzando conmigo.
—Disculpa —intervino—. ¿Te importaría repetir esa parte?
—Decía que el problema de las FDC no es que no sean una buena fuerza de combate, sino que es demasiado fácil recurrir a ellas —repitió Bender.
—¿En serio? —dijo Viveros—. Lo que tengo que oír.
—En realidad es sencillo —explicó Bender, y de inmediato adoptó una postura que reconocí al momento por las fotos que había visto de él en la Tierra: las manos extendidas y ligeramente curvadas hacia adentro, como para agarrar el concepto que estaba alumbrando, para dárselo a los demás. Ahora que me encontraba en el otro extremo para percibir el movimiento, me di cuenta de lo condescendiente que era—. No cabe ninguna duda de que las Fuerzas de Defensa Coloniales son una fuerza de combate enormemente capaz. Pero ése ahora no es el tema. El tema es… ¿qué estamos haciendo para
evitar
su uso? ¿No hay ocasiones en que se han empleado las FDC y que en cambio hubieran podido conseguirse mejores resultados realizando intensivos esfuerzos diplomáticos?
—Debes de haberte perdido el discurso que me dieron a mí —dije—. Ya sabes, ése de que no estamos en un universo perfecto y la competencia por el territorio es algo rápido y furioso.