La vieja guardia (17 page)

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Authors: John Scalzi

BOOK: La vieja guardia
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Un pequeño gráfico apareció en una esquina de mi campo de visión, mostrándome cómo cargar mi fusil. Volví a extender la mano para coger el bloque rectangular que era mi munición… y casi perdí el equilibrio al hacerlo. Era sorprendentemente pesado; no bromeaban con lo de la «alta densidad». Lo metí en mi fusil, siguiendo las instrucciones. Una vez hecho, el gráfico desapareció y ocupó su lugar un texto que decía:

Opciones de Fuego Disponibles

Nota: Usar un solo tipo de munición reduce la disponibilidad de los otros tipos

Balas de fusil: 200

Balas de pistola: 80

Granadas: 40

Misiles: 35

Fuego: 10 minutos

Microondas: 10 minutos

Selección actual: balas de fusil

—Selecciona balas de pistola —dije.

—Balas de pistola seleccionadas
—replicó Gilipollas.

—Selecciona misiles —dije.

—Misiles seleccionados

replicó Gilipollas—.
Por favor, selecciona objetivo.

De repente, todos los miembros del pelotón tuvieron un contorno verde rodeándolos: mirar a uno directamente hacía que destellaran. Qué demonios, pensé, y seleccioné uno, un recluta del escuadrón de Martin llamado Toshima.

—Objetivo seleccionado

confirmó Gilipollas—.
Puedes disparar, cancelar o elegir un segundo objetivo.

—Uau —dije, cancelé el objetivo, y miré mi MP-35. Miré a Alan, que sujetaba su arma a mi lado—. Este trasto da miedo.

—No me extraña —contestó Alan—. He estado a punto de volarte con una granada hace dos segundos.

Mi respuesta a esta sorprendente admisión quedó interrumpida en seco cuando, al otro extremo del pelotón, Ruiz se volvió de pronto ante un recluta.

—¿Qué has dicho, recluta? —exigió Ruiz.

Todo el mundo guardó silencio mientras nos volvíamos para ver quién había incurrido en la ira de Ruiz.

El recluta era Sam McCain; en una de nuestras sesiones durante el almuerzo recordé que Sarah O'Connell lo había descrito con más boca que cerebro. Cosa que no era de extrañar, porque había sido vendedor toda la vida. Incluso con Ruiz plantado a un milímetro de su nariz, proyectaba estupidez; una estupidez levemente sorprendida, pero estupidez a fin de cuentas. Estaba claro que no sabía qué había cabreado tanto a Ruiz, pero fuera lo que fuese, esperaba salir ileso del topetazo.

—Sólo estaba admirando mi arma, mi sargento —dijo McCain, empuñando su fusil—. Y le decía al recluta Flores, aquí presente, que casi me daban lástima los pobres hijos de puta contra los que vamos a usarlas…

El resto del comentario de McCain se perdió cuando Ruiz le arrancó el fusil de las manos y, con un giro enormemente relajado, le golpeó en la sien con la culata. McCain se desplomó como un muñeco de trapo; Ruiz extendió tranquilamente una pierna y le colocó la bota encima de la garganta. Luego le dio la vuelta al fusil; McCain contempló, sorprendido, el cañón de su propia arma.

—Ya no estás tan contento, ¿verdad, mierdecilla? —dijo Ruiz—. Imagina que soy tu enemigo. ¿Sientes lástima por mí ahora? Acabo de desarmarte en menos tiempo del que se tarda en respirar, joder. Ahí fuera, esos
pobres hijos de puta
se mueven más rápido de lo que serías capaz de creer. Van a asar tu puñetero hígado en la parrilla y se lo van a comer mientras tú todavía intentas ver por dónde andan. Así que, si alguna vez
casi
sientes lástima por los pobres hijos de puta, recuerda que no necesitan tu piedad. ¿Vas a recordar esto, recluta?

—¡Sí, mi sargento! —jadeó McCain, bajo la bota. Estaba casi sollozando.

—Asegurémonos —replicó Ruiz, y, colocando el cañón entre los ojos de McCain, apretó el gatillo con un seco
click.
Todos los miembros del pelotón dieron un respingo. McCain se meó encima.

—Capullo —dijo Ruiz después de que McCain se diera cuenta de que después de todo no estaba muerto—. No has escuchado antes. Mientras esté en la base el MP-35 sólo puede ser disparado por su dueño, y ése eres tú, gilipollas.

Se irguió y lanzó con desprecio el fusil a McCain. Luego se dio media vuelta para encararse a todo el pelotón.

—Sois aún más estúpidos de lo que había imaginado, reclutas —declaró Ruiz—. Ahora, escuchadme. Nunca ha habido un ejército en toda la historia de la humanidad que haya ido a la guerra equipado con más de lo mínimo necesario para combatir al enemigo. La guerra es cara. Cuesta dinero y cuesta vidas, y ninguna civilización tiene una cantidad infinita de ambas cosas. Así que, cuando se lucha, se trata de conservar ambas cosas. Usad vuestro equipo sólo cuanto tengáis que hacerlo, nada más.

Nos miró, sombrío y prosiguió:

—¿Os estáis enterando de algo? ¿Comprende alguno de vosotros lo que estoy intentando deciros? No tenéis estos flamantes cuerpos y esas bonitas armas nuevas porque queramos daros una ventaja desproporcionada. Los tenéis porque son
el mínimo absoluto
que os permitirá combatir y sobrevivir ahí fuera. No
quisimos
daros esos cuerpos, panda de capullos. Es que si no lo hubiésemos hecho, la raza humana ya no existiría.

»¿Lo entendéis ahora? ¿Tenéis por fin una leve idea de a qué os enfrentáis? ¿Os estáis enterando?

* * *

Pero no todo era aire fresco, ejercicio y aprender a matar por la humanidad. A veces, íbamos a clase.

—Durante vuestro entrenamiento físico, habéis estado aprendiendo a superar vuestras suposiciones e inhibiciones relativas a la capacidad de vuestros nuevos cuerpos —dijo el teniente Oglethorpe a un salón lleno de batallones de entrenamiento, del 60° al 63°—. Ahora hay que hacer lo mismo con vuestra mente. Es hora de tirar a la basura algunos prejuicios e ideas preconcebidas tan profundamente arraigados, que algunos de ellos ni siquiera sabéis que los tenéis.

El teniente Oglethorpe pulsó un botón del atril donde estaba. Tras él, dos pantallas cobraron vida. A la izquierda del público apareció una visión de pesadilla: una cosa negra y retorcida, con pinzas de langosta que anidaban pornográficamente dentro de un orificio tan apestoso que casi se podía notar el hedor. Sobre la masa informe que tenía por cuerpo, asomaban tres tallos oculares, tres antenas o lo que fuera. De ellos manaba baba. H.E Lovecraft habría salido corriendo.

A la derecha había una criatura vagamente parecida a un ciervo con manos hábiles y casi humanas, y un rostro inteligente que parecía transmitir paz y sabiduría. Si no se podía dominar a ese tipo, al menos parecía que podría enseñarnos algo sobre la naturaleza del universo.

El teniente Oglethorpe cogió un puntero y señaló la criatura de pesadilla.

—Este tipo es miembro de la raza bathunga. Los bathunga son un pueblo profundamente pacifista; tienen una cultura que se remonta a cientos de miles de años, y una comprensión de las matemáticas que hace que las nuestras parezcan una simple suma. Viven en los océanos, filtrando plancton, y coexisten de manera entusiasta con los humanos en varios mundos. Son los buenos, y éste —indicó la pantalla—, es inusitadamente guapo entre su especie.

Señaló la segunda pantalla, la que mostraba al amistoso hombre ciervo.

—Este pequeño cabrón de aquí es un salong. Nuestro primer encuentro oficial con los salong sucedió después de que localizáramos una colonia rebelde de humanos. La gente no puede colonizar por libre, y el motivo es muy claro en este caso. Esos colonos habían desembarcado en un planeta que también era codiciado por los salong, así que éstos atacaron a los humanos, los vencieron y montaron una granja de carne humana. Todos los varones humanos menos unos cuantos fueron asesinados, y los que mantuvieron con vida fueron «ordeñados» por su esperma. Las mujeres fueron inseminadas artificialmente con él, les quitaron a los recién nacidos, los metieron en corrales y los engordaron como si fueran ternerillos.

»Pasaron años antes de que encontráramos el lugar. Cuando lo hicimos, las tropas de las FDC arrasaron la colonia salong y asaron en una barbacoa a su líder. No hace falta decir que llevamos combatiendo a esos hijos de puta comedores de bebés desde entonces.

»Podéis ver adónde voy a parar con esto —prosiguió Oglethorpe—. Suponer que sois capaces de distinguir a los buenos de los malos os matará. No podéis permitiros tendencias antropomórficas cuando, algunos de los alienígenas que más se parecen a nosotros, prefieren las hamburguesas de humano a la paz.

Otra vez, Oglethorpe nos pidió que dedujéramos qué ventaja tenían los soldados terrestres sobre los de las FDC.

—Desde luego, no son las condiciones físicas ni las armas —dijo—, ya que los de los FDC estamos claramente por delante en ambos casos. No, la ventaja que tienen los soldados de la Tierra es que, al tener lugar allí sus batallas, siempre saben cómo van a ser sus oponentes, y también, hasta cierto punto, cómo se desarrollará el combate: con qué clase de tropas, tipos de armas, y objetivos. A causa de esto, la experiencia de una guerra o un enfrentamiento puede aplicarse directamente a otra, aunque las causas del combate o los objetivos de la batalla sean por completo distintos.

»Las FDC en cambio no tienen esa ventaja. Por ejemplo, veamos una lucha reciente con los efg.

Oglethorpe marcó una de las pantallas, que mostró a una criatura parecida a una ballena, con enormes tentáculos a los lados que acababan en manos rudimentarias.

—Estos tipos miden hasta cuarenta metros de largo y tienen una tecnología que les permite polimerizar agua. Hemos perdido barcos cuando el agua de su alrededor se convirtió en un charco de arenas movedizas que los engulló junto con sus tripulaciones. ¿Cómo se rentabiliza la experiencia de combatir a uno de estos tipos, a, digamos, los finwe —la otra pantalla cambió, revelando un encantador de serpientes—, que son pequeños habitantes del desierto y prefieren ataques biológicos a larga distancia?

»La respuesta es que en realidad no podemos aprovecharla. Los soldados de las FDC pasan de un tipo de batalla a otra constantemente. Éste es uno de los motivos por los que la tasa de mortandad en las FDC es tan alto: cada batalla es nueva, y cada situación de combate, en la experiencia del soldado individual al menos, es única. Si hay una cosa que os tiene que quedar muy clara de estas charlas nuestras, es la siguiente: cualquier idea que tengáis de cómo se debe librar la guerra, hay que tirarla por la ventana. Vuestro entrenamiento aquí os abrirá los ojos a parte de lo que encontraréis ahí fuera, pero recordad que, como infantería, a menudo seréis el primer punto de contacto con nuevas razas hostiles, cuyos métodos y motivos son desconocidos y a veces incognoscibles. Tenéis que pensar rápido, y no asumir que lo que ha funcionado antes funcionará entonces. Ésa es una forma rápida de morir.

En una ocasión, una recluta le preguntó a Oglethorpe por qué los soldados de las FDC debían preocuparse de las colonias o los colonos.

—Nos están repitiendo continuamente que ya no somos humanos —dijo—. Y si ése es el caso, ¿por qué debemos sentir ninguna sintonía con los colonos? Después de todo, sólo son humanos. ¿Por qué no criar soldados de las FDC como siguiente paso en la evolución humana y así obtener una ventaja?

—No creas que eres la primera en hacer esa pregunta —dijo Oglethorpe, lo que arrancó una risa general—. La respuesta corta es que no podemos. Todas las manipulaciones mecánicas y genéticas que se les hacen a los soldados de las FDC los vuelven genéticamente estériles. En el material genético común que se usa en cada uno de vuestros moldes, hay demasiados contrapuntos letales como para permitir que ningún proceso de fertilización llegue muy lejos. Y hay demasiado material no humano como para que sea posible un cruce con éxito con los humanos normales. Los soldados de las FDC son una obra de ingeniería sorprendente, pero en cuanto a camino evolutivo, son un callejón sin salida. Ése es uno de los motivos por el que no debéis sentiros tan orgullosos. Podéis correr un kilómetro y medio en tres minutos, pero no podéis tener hijos.

»Sin embargo, en un sentido amplio, no hace falta. El siguiente paso de la evolución ya se está dando. Igual que la Tierra, la mayoría de las colonias están aisladas unas de otras. Casi toda la gente que nace en una colonia se pasa allí toda la vida. Los humanos también se adaptan a sus nuevos hogares; ya está comenzando también a nivel cultural. Algunos de los planetas coloniales más antiguos empiezan a mostrar derivas lingüísticas y culturales respecto a sus lenguas y culturas de la Tierra. Dentro de diez mil años, habrá también una deriva genética. Con el tiempo, habrá tantas especies humanas como planetas coloniales. La diversidad es la clave de la supervivencia.

»Metafísicamente, deberíais sentiros unidos a las colonias porque, al haber cambiado vosotros mismos, apreciaréis la capacidad humana de supervivencia en el universo. Más directamente: debería importaros porque las colonias representan el futuro de la raza humana y, cambiados o no, estáis más cerca de esos humanos que de ninguna otra especie inteligente de ahí fuera.

»Pero en el fondo, debéis preocuparos porque sois lo bastante mayores como para saber que deberíais hacerlo. Ése es uno de los motivos por los que las FDC seleccionan a personas mayores para convertirlas en soldados: no sólo porque todos estéis jubilados y seáis una carga para la economía, sino también porque habéis vivido lo suficiente como para saber que hay más cosas en la vida además de la propia vida. La mayoría de vosotros ha criado familias y tiene hijos y nietos, y comprende el valor de hacer algo que vaya más allá de los propios objetivos egoístas. Aunque nunca lleguéis a ser colonos, reconoceréis que las colonias humanas son buenas para la raza humana, y que merece la pena luchar por ellas. Es difícil meterle ese concepto en la cabeza a un joven de diecinueve años. Pero vosotros lo sabéis por experiencia. En este universo, la experiencia cuenta.

* * *

Nos entrenamos. Disparamos. Aprendemos. Continuamos. No dormimos mucho.

A la sexta semana, sustituí a Sarah O'Connell como jefe de escuadrón. El escuadrón E se quedaba siempre atrás en los ejercicios de equipo y eso lo estaba pagando el 63° Pelotón al completo en las competiciones entre pelotones. Cada vez que un trofeo iba a parar a otro pelotón, Ruiz apretaba los dientes y la tomaba conmigo.

Sarah lo aceptó con buen humor.

—No es igual que manejar a parvulitos en el jardín de infancia, desgraciadamente —fue su comentario.

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