Authors: John Scalzi
—Como enviar mensajes en botellas —dijo Maggie—. Botellas con energía superior.
—Sí, hagámoslo —convino Harry—. Seamos nuestra pequeña familia. Busquémonos unos a otros, no importa dónde estemos.
—Ahora también tú te estás poniendo sentimental —dijo Susan.
—No me preocupa perderte a ti, Susan —replicó Harry—. Tú y yo vamos al mismo sitio. Es a los demás a quienes echaré de menos.
—Un pacto, entonces —propuse yo—. Seguiremos siendo los Vejestorios, en lo malo y en lo peor. Cuidado, universo.
Extendí la mano. Uno a uno, los demás Vejestorios pusieron las suyas sobre la mía.
—¡Cristo! —exclamó Susan, mientras sumaba su mano al montón—. Ahora soy yo quien se está poniendo sentimental.
—Se te pasará —la tranquilizó Alan. Susan le dio un golpecito con la otra mano.
Nos quedamos así todo el tiempo que pudimos.
En una lejana llanura de Beta Pyxis III, Beta Pyxis, el sol local, iniciaba su viaje hacia el este en el cielo; la composición de la atmósfera le daba a éste un tinte acuoso, más verde que el de la Tierra pero todavía reconocible como azul. En la llanura, la hierba, púrpura y naranja, se agitaba con la brisa de la mañana; podían verse animales parecidos a pájaros con dos conjuntos de alas jugando en el cielo, probando las corrientes y remolinos con salvajes y caóticas zambullidas y picados. Ésa era nuestra primera mañana en un nuevo mundo, el primero que yo o cualquiera de mis antiguos compañeros de la nave habían conocido. Y era hermoso. Si no hubiera habido un sargento enorme y furioso gritándome al oído, habría sido casi perfecto.
Por desgracia, lo había.
—¡Por Cristo en patinete! —exclamó el sargento Antonio Ruiz después de mirar a los sesenta reclutas del pelotón, que permanecíamos más o menos firmes (eso esperábamos) en la pista del espaciopuerto de la Base Delta —. Está claro que ya hemos perdido la batalla por el maldito universo. Os miro y las palabras «tremendamente jodidos» saltan de mi puñetero cráneo. Si sois lo mejor que la Tierra tiene que ofrecer, es hora de que nos inclinemos y dejemos que nos metan un tentáculo por el culo.
Eso causó una risa involuntaria en algunos reclutas. El sargento Antonio Ruiz podía haber salido de un molde. Era exactamente lo que uno esperaba de un sargento instructor: grande, furioso y pintorescamente abusivo desde el principio. Sin duda en los siguientes segundos se plantaría ante la cara de los reclutas que se habían reído, les gritaría obscenidades y los pondría a hacer cien flexiones. Eso es lo que uno aprende después de setenta y cinco años viendo dramas bélicos.
—Ja, ja, ja —dijo el sargento Antonio Ruiz, mirándonos—. ¿Creéis que no sé lo que estáis pensando, tontos del culo? Sé que os está gustando mi actuación. ¡Qué placer! ¡Soy igualito que todos esos instructores que habéis visto en las películas! ¿No soy una puñetera monada?
Las risas de diversión cesaron de golpe. Esta última parte no estaba en el guión.
—No
comprendéis
—dijo el sargento Antonio Ruiz—. Tenéis la impresión de que hablo así porque es así como tienen que hacerlo los sargentos instructores. Tenéis la impresión de que, después de unas cuantas semanas de entrenamiento, mi fachada gruñona pero justa empezará a desaparecer y pronto demostraré que sois capaces de impresionarme. Y al final de vuestro entrenamiento os habréis ganado mi respeto a regañadientes. Tenéis la sensación de que pensaré en vosotros con aprecio cuando estéis protegiendo el universo para la humanidad, seguros de que os he convertido en mejores luchadores. Pues vuestra impresión está completa e irrevocablemente equivocada.
El sargento Antonio Ruiz dio un paso adelante y recorrió la fila.
—Y lo está, porque, al contrario que vosotros, yo he estado ahí fuera en el universo, y he visto contra qué nos enfrentamos. He visto a hombres y mujeres a los que conocí personalmente, convertidos en jodidos trozos de carne caliente que todavía podían gritar. En mi primer servicio, convirtieron a mi oficial en jefe en un puñetero buffet libre. Vi cómo aquellos cabrones lo cogían, lo clavaban al suelo, lo cortaban a trozos, se los repartían y se los tragaban… Y luego volvían a meterse bajo tierra antes de que ninguno de nosotros pudiera hacer nada.
Se oyó una risita ahogada de alguien detrás de mí. El sargento Antonio Ruiz se detuvo y ladeó la cabeza.
—Oh. Uno de vosotros cree que estoy
bromeando.
Uno de vosotros, jodidos capullos mamones, siempre lo hace. Por eso siempre llevo esto encima. Actívate ahora —dijo, y de repente, delante de cada uno de nosotros apareció una pantalla de vídeo; tardé un desorientado segundo antes de darme cuenta de que Ruiz había conseguido activar por control remoto mi CerebroAmigo, y lo había conectado a un vídeo. La conexión parecía proceder de una pequeña cámara colocada en un casco. Vimos a siete soldados agazapados en una trinchera, discutiendo planes para el siguiente día de viaje. Entonces, uno de ellos se calló durante un segundo y colocó una mano en la tierra. Alzó la cabeza asustado y gritó «¡Vienen!», una décima de segundo antes de que el suelo estallara debajo de él.
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido, que ni siquiera el giro instintivo dictado por el pánico del dueño de la cámara fue lo bastante rápido como para no filmarlo en parte. Y no fue agradable. Alguno de nosotros vomitaba, a la par con el dueño de la cámara. Por fortuna, la conexión de vídeo se acabó justo después de eso.
—Ahora ya no soy tan gracioso, ¿eh? —prosiguió el sargento Antonio Ruiz, burlón—. Ya no soy ese ufano y estereotipado sargento instructor, ¿verdad? Ya no estáis en una comedia militar, ¿a que no? ¡Bienvenidos al puñetero universo! El universo es un sitio jodido, amigos míos. Y no os hablo así porque esté representando la divertida rutina de un instructor típico. Ese hombre a quien habéis visto hacer pedazos y repartirse, era uno de los mejores combatientes que he tenido el privilegio de conocer. Ninguno de vosotros os acercáis a él. Y sin embargo, acabáis de ver lo que le ocurrió. Pensad en lo que os sucederá a vosotros. Hablo así porque creo sinceramente, en el fondo de mi corazón, que si sois lo mejor que puede ofrecer la humanidad, estamos total y absolutamente jodidos. ¿Me creéis?
Algunos consiguieron murmurar un «Sí, señor», o algo parecido. El resto estábamos repasando todavía la escena del desmembramiento que acabábamos de presenciar en nuestras cabezas; ahora sin la ayuda del CerebroAmigo.
—¡¿Señor?! ¡¿Señor?! ¡Yo soy un jodido sargento, caraculos! ¡Trabajo para vivir! Responderéis «Sí, mi sargento» cuando tengáis que contestar en afirmativo, y «no, mi sargento» cuando vuestra respuesta sea negativa. ¿Comprendido?
—¡Sí, mi sargento! —respondimos.
—¡Podéis hacerlo mejor que eso! ¡Repetidlo!
—¡Sí, mi sargento! —gritamos. Algunos de nosotros estábamos claramente al borde de las lágrimas a juzgar por el sonido de ese último grito.
—Durante las próximas doce semanas, mi trabajo es intentar entrenaros para soldados, y por Dios que voy a hacerlo, y lo voy a hacer a pesar de que ya puedo ver que ninguno de vosotros, cabronazos, está a la altura del desafío. Quiero que penséis en lo que os estoy diciendo. Éste no es el antiguo ejército de la Tierra, donde los sargentos instructores tenían que poner en forma a los gordos, sacar músculo de los débiles o educar a los estúpidos… Cada uno de vosotros viene de una vida de experiencia y un cuerpo nuevo que está en condiciones óptimas. Cabría pensar que eso haría mi trabajo más fácil. Pero. No. Lo. Hace.
»Cada uno de vosotros tiene setenta y cinco años de malas costumbres y la arraigada creencia de que sois alguien, y todo
eso
tengo que purgarlo en tres puñeteros meses. Y también cada uno de vosotros piensa que vuestro nuevo cuerpo es una especie de juguetito. Sí, sé lo que habéis estado haciendo durante la última semana. Folleteando como monos rabiosos. Pues ¿sabéis qué? Que se acabó el recreo. Durante las próximas doce semanas, tendréis suerte si os da tiempo a haceros una paja en la ducha. Vuestro juguetito nuevo va a ser puesto a trabajar, ricuras. Porque tengo que convertiros en soldados. Y eso va a ser un trabajo a tiempo completo.
Ruiz volvió a caminar delante de los reclutas.
—Quiero dejar una cosa clara. Ninguno de vosotros me gustáis ni me gustaréis. ¿Por qué? Porque a pesar del buen trabajo que mi personal y yo hacemos, inevitablemente nos haréis quedar mal. Eso me duele. No me deja dormir por las noches saber que, no importa cuánto os enseñe, inevitablemente fallaréis a aquellos que combaten con vosotros. Lo máximo que puedo hacer es asegurarme de que, cuando os vayáis, no os llevéis con vosotros a todo vuestro jodido pelotón. Eso es: ¡si conseguís que sólo os maten a vosotros, lo consideraré un éxito! Os puede parecer que es una especie de odio generalizado que siento hacia vosotros. Dejadme aseguraros que no es el caso. Todos fracasaréis, pero cada cual lo hará de un modo único, y por tanto os desprecio uno a uno. Incluso ahora, cada uno de vosotros tiene cualidades que me tocan las pelotas y me irritan. ¿Me creéis?
—¡Sí, mi sargento!
—¡Mentira! Alguno de vosotros sigue pensando que sólo voy a odiar al tipo de al lado —Ruiz extendió un brazo y señaló hacia la llanura y el sol—. Usad vuestros bonitos ojos nuevos para enfocar aquella torre de transmisión: casi no podéis verla. Está a diez kilómetros de distancia, damas y caballeros. Voy a descubrir algo de cada uno de vosotros que me fastidiará, y, cuando lo haga, correréis hacia esa puñetera torre. Si no volvéis dentro de una hora, todo el pelotón volverá a correr mañana por la mañana. ¿Comprendido?
—¡Sí, mi sargento!
Noté que la gente hacía cálculos mentales: nos estaba diciendo que corriéramos casi un kilómetro por minuto entre ir y volver. Tuve la impresión de que nos iba a tocar correr de nuevo al día siguiente.
—¿Cuáles de vosotros estuvieron en el ejército en la Tierra? Un paso al frente —ordenó Ruiz.
Varios reclutas se adelantaron.
—¡Maldición! —exclamó Ruiz—. No hay nada que odie más en todo el puñetero universo que un recluta veterano. Hay que invertir tiempo y esfuerzo extra en vosotros, hijos de puta, para que olvidéis todas las puñeteras tonterías que aprendisteis allá en casa. ¡Allí lo único que tuvisteis que hacer fue combatir contra humanos! ¡E incluso eso lo hicisteis mal! Oh, sí, vimos esa guerra subcontinental vuestra. Mierda. Seis puñeteros años para derrotar a un enemigo que apenas tenía armas de fuego, y encima tuvisteis que hacer trampas para ganar. Las armas nucleares son propias de nenazas.
Nenazas.
Si la FDC luchara como lo hicieron las fuerzas de los Estados Unidos, ¿sabéis dónde estaría hoy la humanidad? En un asteroide, rascando algas de las puñeteras paredes de un túnel. ¿Y cuáles de vosotros, gilipollas, sois marines?
Dos reclutas dieron un paso al frente.
—Pues vosotros, mamones, sois lo
peor
—les espetó Ruiz, plantándose directamente ante sus caras—. Vosotros, bastardos presumidos, habéis matado a más soldados de las FDC que ninguna especie alienígena… haciendo cosas al puñetero estilo marine en vez de como se supone que hay que hacer las cosas. Probablemente teníais tatuajes con frases patrióticas en alguna parte de vuestro antiguo cuerpo, ¿verdad? ¿Verdad?
—¡Sí, mi sargento! —replicaron los dos.
—Tenéis mucha suerte de haberlos dejado atrás, porque os juro que os habría cogido y os los habría arrancado yo mismo. Oh, ¿creéis que no? Bien, al contrario que en vuestros preciosos y puñeteros marines, o en cualquier otra rama militar de allá abajo, aquí, el sargento instructor
es
Dios. Podría convertir vuestras tripas en tarta de salchichas y lo único que me sucedería es que me enviarían a uno de los otros reclutas para que limpiara la mierda. —Ruiz dio un paso atrás para mirar a todos los veteranos—. Éste es un ejército de verdad, damas y caballeros. No estáis en el ejército de tierra, la armada, las fuerzas aéreas o los marines. Ahora sois uno de nosotros. Y cada vez que lo olvidéis, yo voy a estar allí para pisaros la puñetera cabeza. ¡Empezad a correr!
Lo hicieron.
—¿Quién es homosexual? —preguntó Ruiz.
Cuatro reclutas dieron un paso al frente, incluido Alan, que estaba a mi lado. Vi sus cejas arquearse cuando lo hizo.
—Algunos de los mejores soldados de la historia fueron homosexuales —dijo Ruiz—. Alejandro Magno. Ricardo Corazón de Leon. Los espartanos tenían un pelotón especial de soldados que eran amantes gay, porque pensaban que un hombre combatiría con más fuerza para proteger a su amante que a cualquier otro soldado. Algunos de los mejores combatientes que he conocido eran más raros que un billete de tres dólares. Soldados cojonudos, todos ellos.
»Pero os diré una cosa que me jode de todos vosotros: escogéis los peores momentos para poneros melancólicos.
Tres veces distintas
he estado combatiendo junto a un gay cuando las cosas se han puesto chungas, y cada vez han escogido ese puñetero momento para decirme que siempre me habían amado. Maldición, eso es inadecuado. ¡Un alien está intentando sorberme el puñetero cerebro, y mi compañero de escuadrón quiere hablar sobre nuestra relación! Como si no tuviera otra cosa que hacer. Hacedle a vuestros camaradas un puñetero favor: si os ponéis cachondos, daos gusto o dejadlo, pero nunca cuando un bicho esté intentando sacaros el maldito corazón. ¡Ahora, a correr!
Y allá que se fueron.
—¿Quiénes pertenecen a una minoría?
Tres reclutas dieron un paso al frente.
—Chorradas. Mirad a vuestro alrededor, gilipollas. Aquí arriba todo el mundo es verde. No hay minorías. Pero ¿queréis pertenecer a una jodida minoría? Bien. Hay veinte mil millones de humanos en el universo y cuatro billones de miembros de otras especies inteligentes, y
todas
quieren convertiros en su bocadillo de media mañana. ¡Y eso, sólo las que conocemos! El primero de vosotros que me venga diciendo que pertenece a una minoría recibirá mi verde pie latino en mitad del culo. ¡Moveos!
Corrieron hacia la llanura.
Y así continuó. Ruiz tenía quejas específicas contra los cristianos, los judíos, los musulmanes y los ateos, los funcionarios del gobierno, los médicos, los abogados, los maestros, los currantes, los dueños de animales, los que poseían armas, los que practicaban artes marciales, los fans de la lucha libre, y, extrañamente (tanto por el hecho de que la categoría le molestara como porque hubiera alguien en el pelotón que encajara en ella), los bailarines de claque. En grupos, parejas, y de uno en uno, los reclutas fueron puestos a caldo y obligados a correr.