Authors: John Scalzi
Thomas miró alrededor y finalmente se dio cuenta de que nos estaba deprimiendo a todos.
—No estoy diciendo que no puedan volvernos jóvenes. Sólo lo que he visto en esta nave, me convence de que la Unión Colonial tiene una tecnología mucho más avanzada que la que tenemos en casa. Pero hablando como médico, me cuesta trabajo ver cómo invertirán el proceso de envejecimiento de manera tan drástica como todos pensamos que harán.
—La entropía es muy lista —comentó Alan—. Tenemos teorías que lo respaldan.
—Y hay al menos una prueba que sugiere que nos mejorarán de todas formas —dije.
—Dímela rápido —dijo Harry—. La teoría de Tom de que seremos el ejército más viejo de la galaxia me está estropeando el apetito.
—Es muy sencillo —contesté—. Si no pudieran arreglar nuestros cuerpos, no nos darían comida con un contenido graso capaz de matarnos a la mayoría en cuestión de un mes.
—Es cierto —convino Susan—. Es un argumento excelente, John. Ya me siento mejor.
—Gracias. Y basándome en esa prueba, tengo tanta fe en que las Fuerzas de Defensa Coloniales me curen de todos mis achaques, que ahora mismo voy a servirme un segundo plato.
—Tráeme algunas tortitas, ya que te has levantado —dijo Thomas.
* * *
—Eh, Leon —dije, dándole un empujoncito a su grueso corpachón—. Despierta. Se acabó el dormir. Tienes una cita a las ocho.
Leon yacía en la cama como un tronco. Puse los ojos en blanco, suspiré, y me agaché para empujarlo con más fuerza. Entonces advertí que tenía los labios azules.
«Oh, mierda», pensé, y lo sacudí. Nada. Lo agarré por el torso y lo arrastré hasta el suelo. Fue como mover un peso muerto.
Cogí mi PDA y llamé pidiendo ayuda médica. Luego me arrodillé junto a él, le hice la respiración boca a boca, y le apreté el pecho hasta que un par de médicos coloniales llegaron y me apartaron de él.
A esas alturas, una pequeña multitud se había congregado ante la puerta abierta; vi a Jesse y le indiqué que pasara. Vio a Leon en el suelo y se llevó una mano a la boca. La rodeé los hombros con el brazo y la estreché.
—¿Cómo está? —le pregunté a uno de los coloniales, que estaba consultando su PDA.
—Está muerto —dijo él—. Lleva muerto una hora. Parece un ataque al corazón. —Soltó el PDA, se levantó y volvió a mirar a Leon—. Pobre hijo de puta. Llegar hasta aquí para palmarla.
—Un voluntario de última hora para las Brigadas Fantasma —dijo el otro colonial.
Lo miré con desaprobación. Me pareció que hacer un chiste en ese momento mostraba un extraordinario mal gusto.
—Muy bien, vamos a ver —dijo el doctor, mirando un PDA bastante grande mientras yo entraba en la consulta—. Es usted John Perry, ¿correcto?
—Así es.
—Soy el doctor Russell —se presentó él, y entonces me miró de arriba abajo—. Parece como si se le acabara de morir el perro.
—En realidad, ha sido mi compañero de camarote.
—Oh, sí —exclamó él, mirando de nuevo su PDA—. Leon Deak. Tendría que haberlo reconocido después de usted. Mal momento. Bueno, quitémoslo de la lista de citas, entonces. —Tecleó en la pantalla del PDA unos segundos y sonrió tenso al terminar. Los modales del doctor Russell dejaban bastante que desear—. Bien —dijo, dedicándome toda su atención—, vamos a echarle un vistazo.
La consulta consistía en el doctor Russell, yo, una silla para el doctor, una mesita y dos nichos. Los nichos eran ergonómicos, y cada uno se cerraba mediante una puerta transparente y curva. En lo alto de cada uno de ellos había un brazo extensible, con una especie de casquete en el extremo. Parecía lo bastante grande para encajar en una cabeza humana. Sinceramente, me estaba poniendo un poco nervioso.
—Adelante, por favor, póngase cómodo y empezaremos —dijo el doctor Russell, abriendo la puerta del nicho que tenía más cerca.
—¿Tengo que quitarme algo? —pregunté. Por lo que recordaba, un reconocimiento físico requería que te reconocieran físicamente.
—No, pero si hace que se sienta más cómodo, adelante.
—¿De verdad la gente se desnuda si no es necesario?
—Lo cierto es que sí. Cuando a uno le dicen que haga algo durante bastante tiempo, luego resulta un hábito difícil de romper.
Me dejé la ropa puesta. Deposité el PDA sobre la mesa, entré en el nicho y me aposenté en él. El doctor Russell cerró la puerta y dio un paso atrás.
—Espere un segundo mientras ajusto las medidas —dijo, y pulsó su PDA. Sentí que la forma humana del nido cambiaba, y luego se adaptaba a mis contornos.
—Da escalofríos —dije.
El doctor Russell sonrió.
—Va a notar una pequeña vibración —me advirtió, y tenía razón
.
—Dígame —pregunté mientras el nido zumbaba suavemente debajo de mí—, toda esa otra gente que estaba conmigo en la sala de espera, ¿adonde fueron después de pasar por aquí?
—Salieron por esa otra puerta. —Señaló con una mano sin apartar la mirada de su PDA—. Es la zona de recuperación.
—¿Zona de recuperación?
—No se preocupe. Parece que el reconocimiento sea peor de lo que en realidad es. De hecho, casi hemos terminado con el escaneo. —Volvió a pulsar su PDA y la vibración cesó.
—¿Qué hago ahora?
—Espere —contestó el doctor Russell—. Tenemos que hacer una cosa más y esperar a los resultados de su análisis.
—¿Quiere decir que ya ha terminado?
—La medicina moderna es maravillosa, ¿verdad? —dijo él. Me mostró la pantalla del PDA, que descargaba un resumen de mi escaneo—. Ni siquiera hace falta decir «Aaahhhh».
—Sí, pero ¿hasta qué punto puede ser detallado?
—Bastante detallado. Señor Perry, ¿cuándo se hizo el último reconocimiento?
—Hace unos seis meses —respondí.
—¿Cuál fue el diagnóstico de su médico?
—Dijo que estaba en buena forma, aparte de que mi tensión sanguínea era un poco más alta de lo normal. ¿Por qué?
—Bueno, básicamente tenía razón —dijo el doctor Russell—, aunque parece que pasó por alto el cáncer de testículos.
—¿Cómo dice?
El doctor Russell volvió a mostrarme la pantalla del PDA; esta vez mostraba una representación con colores falsos de mis genitales. Era la primera vez que tenía mi propio paquete delante de las narices.
—Aquí —dijo, indicando una mancha oscura en mi testículo izquierdo—. Ése es el nódulo. Bastante grande, por cierto. Es cáncer, en efecto.
Miré al médico.
—¿Sabe, doctor Russell?, la mayoría de los médicos habrían encontrado un modo de decirlo algo más delicado.
—Lo siento, señor Perry. No quiero parecer despreocupado, pero en realidad no es ningún problema. Incluso en la Tierra, el cáncer de testículo es fácilmente tratable, sobre todo en las primeras etapas, como es el caso. Como mucho, perdería el testículo, pero eso no
es
un contratiempo importante.
—A menos que el testículo sea suyo —gruñí.
—Es más un asunto psicológico —explicó él—. En cualquier caso, aquí y ahora, no quiero que se preocupe al respecto. Dentro de un par de días recibirá una puesta a punto física completa, y entonces trataremos su testículo. Mientras tanto, no debería haber ningún problema. El cáncer sigue localizado sólo ahí. No se ha extendido a los pulmones ni los nódulos linfáticos. Está usted bien.
—¿Voy a perder la pelota? —dije.
El doctor Russell sonrió.
—Creo que podrá quedársela por ahora. Si alguna vez la pierde, sospecho que será la menor de sus preocupaciones. Ahora, aparte del cáncer, que como digo no es realmente problemático, está usted en una forma tan buena como la de cualquier hombre de su edad. Esa es la buena noticia: no tenemos que hacer nada más con usted en este punto.
—¿Qué harían si encontraran algo realmente malo? —pregunté—. Quiero decir, ¿y si el cáncer hubiera sido terminal?
—«Terminal» es un término muy impreciso, señor Perry —dijo el doctor Russell—. A la larga, todos somos casos terminales. En el caso de este reconocimiento, lo que en realidad pretendemos es estabilizar a cualquier recluta que esté en peligro inminente, para así saber que aguantarán los próximos días. El caso de su desgraciado compañero de habitación, el señor Deak, no es tan desacostumbrado. Tenemos un montón de reclutas que consiguen llegar hasta aquí y luego se mueren antes de ser evaluados. Eso no es bueno para nadie.
El doctor Russell consultó su PDA.
—Ahora bien, en el caso del señor Deak, que murió de un ataque al corazón, lo que probablemente habríamos hecho habría sido eliminar la acumulación de placa en las arterias y proporcionarle un compuesto para reforzar las paredes arteriales e impedir rupturas. Es el tratamiento más común. A la mayoría de las arterias de setenta y cinco años les viene bien una pequeña ayuda. En su caso, si hubiera tenido cáncer en estado avanzado, habríamos reducido los tumores hasta un punto en que no supusieran ninguna amenaza inminente para sus funciones vitales, y atendido las regiones afectadas para asegurarnos de que no tuviera ningún problema en los próximos días.
—¿Por qué no curarlo? —pregunté—. Si pueden «atender» una región afectada, parece que probablemente podrían arreglarlo por completo si quisieran.
—Podemos, pero no es necesario —contestó el doctor Russell—. Recibirá una puesta a punto más completa dentro de unos pocos días. Sólo necesitamos mantenerlo en funcionamiento hasta entonces.
—¿Qué significa una «puesta a punto», por cierto?
—Significa que, cuando termine, se preguntará por qué le preocupaba una manchita de cáncer en el testículo. Es una promesa. Queda una cosa más por hacer. Adelante la cabeza, por favor.
Obedecí. El doctor Russell extendió la mano y atrajo el temido brazo extensor con el casquete hasta mi coronilla.
—Durante el siguiente par de días, será importante que obtengamos una buena imagen de su actividad cerebral —dijo, retirándose—. Para ello, voy a implantar un grupo de sensores en su cráneo.
Mientras lo decía, pulsó la pantalla de su PDA, una acción de la que yo empezaba a no fiarme. Hubo un leve sonido de absorción mientras el casquete se adhería a mi cráneo.
—¿En qué consiste eso? —pregunté.
—Bueno, ahora mismo, probablemente sentirá un pequeño cosquilleo en el cuero cabelludo y en la nuca —dijo el doctor Russell, y así era—. Son los inyectores situándose. Son como pequeñas agujas hipodérmicas que insertarán los sensores. Estos son en sí mismos muy pequeños, pero hay un montón. Unos veinte mil, más o menos. No se preocupe, son autoestériles.
—¿Me va a doler? —pregunté.
—No mucho —respondió él, y pulsó de nuevo la pantalla del PDA. Veinte mil microsensores se clavaron en mi cráneo como si cuatro hachas me golpearan simultáneamente.
—¡La madre que me parió! —Me agarré la cabeza, y mis manos chocaron contra la puerta del nicho al hacerlo—. ¡Hijo de puta! —le grité al doctor Russell—. ¡Dijo que no dolería!
—Dije que no dolería mucho —contestó el doctor Russell.
—¿Mucho como qué? ¿Como si me pisara la cabeza un elefante?
—No tanto como cuando los sensores se conecten entre sí. La buena noticia es que en cuanto están conectados, el dolor cesa. Aguante ahora, sólo durará un minuto.
Volvió a pulsar el PDA. Ochenta mil agujas salieron disparadas en todas direcciones dentro de mi cráneo.
Nunca he sentido más ganas de pegarle a un médico.
* * *
—No sé —estaba diciendo Harry—. Creo que es interesante.
Y al decirlo, Harry se frotó la cabeza, que como todas nuestras cabezas era ahora de un gris moteado, con veinte mil sensores subcutáneos midiendo la actividad cerebral.
El grupo del desayuno se había vuelto a reunir de nuevo para almorzar, esta vez también con Jesse y su compañera de habitación Maggie. Harry había declarado que ahora constituíamos una pandilla oficial, nos bautizó como los «Vejestorios» y propuso que iniciáramos una guerra de comida con la mesa de al lado. La propuesta fue rechazada, en parte debido a que Thomas advirtió que toda comida que lanzáramos no se podría comer, y el almuerzo era aún mejor que el desayuno, si eso era posible.
—Menos mal —dijo Thomas—. Porque después de la pequeña inyección cerebral de esta mañana, me sentía tan jodido que casi no tenía ganas de comer.
—No puedo creerlo —dijo Susan.
—Advierte que he dicho «casi» —contestó Thomas—. Pero os diré una cosa: ojalá hubiera tenido uno de esos nichos en casa. Habría recortado el tiempo de mis consultas en un ochenta por ciento. Más tiempo para jugar al golf.
—Tu devoción hacia tus pacientes es abrumadora —comentó Jesse.
—Bah —le quitó importancia Thomas—. Jugaba al golf con la mayoría. A todos les habría encantado. Y por mucho que me duela decirlo, mi médico hizo un reconocimiento mucho mejor que el que yo podría haber hecho. Ese aparato es el sueño de un diagnosticador. Detectó un tumor microscópico en mi páncreas. Es imposible que yo lo hubiera detectado en mi consulta a menos que fuera muchísimo más grande o el paciente empezara a mostrar síntomas. ¿Alguien más tiene algo sorprendente?
—Cáncer de pulmón —dijo Harry—. Manchitas.
—Quiste de ovarios —dijo Jesse—. Maggie también.
—Artritis reumática incipiente —dijo Alan.
—Cáncer de testículos.
Todos los hombres de la mesa dieron un respingo.
—Ouch —exclamó Thomas.
—Me han dicho que viviré.
—Andarás un poco zambo —opinó Susan.
—Ya basta —dije.
—Lo que no comprendo es por qué no han arreglado esos problemas —reflexionó Jesse—. Mi doctor me mostró un quiste del tamaño de una bola de chicle, y me dijo que no me preocupara. Pero creo que no estoy hecha para no preocuparme por algo así.
—Thomas, se supone que eres médico —dijo Susan, y se tocó la cabeza—. ¿Qué pasa con estos pequeños hijos de puta? ¿Por qué no hacernos simplemente un escaneo cerebral?
—Si tuviera que suponer, cosa que tengo que hacer puesto que no tengo ni idea —contestó Thomas—, diría que quieren ver nuestros cerebros en acción mientras ejecutamos nuestro entrenamiento. Pero no pueden hacerlo con nosotros conectados a una máquina, así que conectan la máquina a nosotros.
—Gracias por la clara explicación de algo que ya había supuesto —dijo Susan—. Lo que estoy preguntando es, ¿a qué propósito sirve este tipo de medida?
—No lo sé —respondió Thomas—. Tal vez nos están equipando para darnos nuevos cerebros, después de todo. O tal vez disponen dealguna manera de añadir nuevo material cerebral, y tienen que ver qué partes de nuestros cerebros necesitan un empujoncito. Espero que no sea preciso colocar otro grupo de esas malditas cosas. El primero casi me ha matado de dolor.