Garion desmontó y dio una fuerte palmada sobre la grupa de Chretienne. El gran caballo pardo se giró y corrió hacia el lugar donde se ocultaban los demás.
—¿En qué demonios estaría pensando Ce'Nedra? —dijo Garion, furioso.
—No creo que haya pensado —gruñó Belgarath—. Los últimos días se ha comportado de un modo extraño. Ahora acabemos con esto. Cuando antes la encontremos, antes volveremos con los demás. Tu tía investigará este asunto. —El cuerpo del anciano comenzaba a desdibujarse y a transformarse en el de un enorme lobo gris—. Tú irás delante —le dijo a Garion con un gruñido—, pues estás más familiarizado con su olor.
Garion se transformó en lobo y luego fue de un sitio a otro hasta que captó el familiar aroma de Ce'Nedra.
—Ha ido por allí —dijo en el lenguaje de los lobos.
—¿Es un rastro reciente? —preguntó Belgarath.
—No tiene más de media hora —respondió Garion preparándose para la carrera.
—Bien. Vamos a buscarla.
Y los dos corrieron a través del bosque con los hocicos pegados al suelo, como si estuvieran cazando.
La encontraron un cuarto de hora después. Parecía muy dichosa y cantaba suavemente al bulto que sostenía con ternura entre los brazos.
—¡No la asustes! —advirtió Belgarath—. No se encuentra bien. Diga lo que diga, limítate a darle la razón.
Los dos hombres recuperaron su forma natural.
Al verlos, Ce'Nedra dejó escapar un gritito de alegría.
—¡Oh, Garion! —exclamó mientras corría hacia ellos—. ¡Mira! ¡Arell ha encontrado a nuestro pequeño!
—Arell, pero si Arell está...
—¡Calla! —dijo Belgarath en un murmullo apremiante—. ¡Conseguirás que le dé un ataque de histeria!
—Eh..., qué bien, es maravilloso —respondió Garion con fingida naturalidad.
—Ha pasado tanto tiempo —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—, y sin embargo tiene el mismo aspecto de antes. Míralo, Garion, ¿no es hermoso?
La joven retiró la manta y Garion pudo comprobar que lo que sostenía con tanta ternura no era un bebé, sino un montón de harapos.
Aquella mañana la eterna Salmissra había decidido prescindir de los servicios de Adiss, el jefe de los eunucos. La ingestión de una dosis masiva de su droga favorita había nublado la memoria del eunuco, que se presentó en la sala del trono a ofrecer su informe diario sin recordar que la reina le había ordenado que se bañara antes de volver allí. En cuanto Adiss se aproximó a la plataforma, Salmissra notó por su apestoso olor que había incumplido las órdenes. Lo miró con frialdad mientras se postraba sobre el suelo de mármol y presentaba su informe con voz pastosa, y ni siquiera le dio la oportunidad de acabar de hablar. A una siseante orden de la reina, una pequeña serpiente verde salió de debajo del trono con forma de sofá, ronroneando suavemente, y Adiss recibió el merecido castigo a la desobediencia.
Ahora la eterna Salmissra se enrollaba en el trono con aire pensativo mientras contemplaba ociosamente su imagen en un espejo. Debía ocuparse de la delicada tarea de elegir un nuevo jefe de eunucos, pero no estaba de humor para hacerlo. Por fin decidió postergar esa cuestión por un tiempo, para que los eunucos del palacio tuvieran la oportunidad de luchar por el puesto. De todos modos, había demasiados eunucos en el palacio y las luchas por el poder tenían la ventaja de que siempre acababan con unas cuantas muertes.
Se oyó un gruñido de irritación desde debajo del sofá. Era evidente que su mascota estaba preocupada por algo.
—¿Qué ocurre, Ezahh? —le preguntó.
—¿No podrías hacerlos lavar antes de pedirme que los muerda? —dijo Ezahh con tono plañidero—. Al menos debiste advertirme lo que debía esperar.
Aunque Ezahh y Salmissra pertenecían a especies diferentes, sus lenguas eran en cierto modo compatibles.
—Lo siento, Ezahh. He sido muy desconsiderada.
Aunque la reina serpiente trataba con desprecio a los humanos, siempre se mostraba cortés con otros reptiles, sobre todo si pertenecían a especies venenosas. En el reino de las serpientes, esta cualidad era considerada una prueba de sabiduría.
—No fue sólo culpa tuya, Salmissra. —Ezahh también era una serpiente, y como tal, muy cortés—, pero ojalá hubiera alguna forma de quitarme este gusto amargo de la boca.
—Si quieres, mandaré pedir un platillo con leche. Eso podría ayudar.
—Gracias, Salmissra, pero es probable que su sabor cortara la leche. Preferiría un ratón gordo, si es posible, vivo.
—Me ocuparé de ello de inmediato —respondió la reina girando su cara triangular sobre el delgado cuello—. Eh, tú —siseó a uno de los eunucos del coro, postrados en actitud servil a un costado del trono—. Ve a buscar un ratón. Mi pequeño amigo verde tiene hambre.
—Enseguida, divina Salmissra —respondió el eunuco con tono servil.
Se puso de pie y retrocedió hacia la puerta, haciendo genuflexiones a cada paso.
—Gracias, Salmissra —ronroneó Ezahh—. Los humanos son seres insignificantes, ¿verdad?
—Sólo responden al miedo —asintió ella—, y a la lujuria.
—Por cierto —señaló Ezahh—, ¿has tenido tiempo para considerar mi propuesta del otro día?
—He enviado a algunos hombres a investigar —le aseguró ella—, pero como ya sabes, tu especie es muy rara y podríamos tardar bastante tiempo en encontrarte una hembra.
—Puedo esperar si es necesario, Salmissra —ronroneó él—. En mi especie, somos todos muy pacientes. —Hizo una pausa—. Sin intención de ofender, si no hubieras echado a Sadi, ahora no tendrías que tomarte estas molestias. Su pequeña serpiente y yo nos llevábamos muy bien.
—Tuve oportunidad de comprobarlo. Hasta es probable que ya seas padre.
La pequeña serpiente verde asomó la cara por debajo del sofá y la miró. Como todos los ejemplares de su especie, tenía una brillante raya roja sobre la espalda verde.
—¿Qué significa «padre»? —preguntó con tono inexpresivo, sin verdadera curiosidad.
—Es un concepto difícil de explicar —respondió ella—. Por alguna razón, los humanos le dan mucha importancia.
—¿A quién pueden importarle las grotescas peculiaridades de los humanos?
—A mí no, desde luego..., al menos ahora.
—Siempre fuiste una serpiente de corazón, Salmissra.
—Vaya, gracias, Ezahh —respondió la reina con un silbido de satisfacción. Hizo una pausa mientras restregaba unos con otros los anillos que formaba su enroscado cuerpo—. Debo elegir un nuevo jefe para los eunucos —musitó—. Es un asunto incómodo.
—¿Para qué te preocupas? Elige uno al azar. Al fin y al cabo, los humanos son todos iguales.
—Sí, casi todos. Sin embargo, he estado intentando localizar a Sadi. Me gustaría convencerlo de que volviera a Sthiss Tor.
—Ése es diferente —asintió Ezahh—. Hasta podría atribuírsele algún parentesco con nosotros.
—Tiene ciertas características propias de los reptiles, ¿verdad? Es un ladrón y un pillo, y sin embargo organizaba el palacio mucho mejor que cualquier otro. Si no hubiese estado mudando la piel cuando cayó en desgracia, quizá lo habría perdonado.
—Mudar la piel siempre resulta agotador —asintió Ezahh—. Si quieres un consejo, Salmissra, no deberías permitir que los humanos se te acercaran en esa época.
—Siempre necesito tener alguno a mi alrededor..., al menos para morderlo.
—Limítate a morder ratones —aconsejó él—. Saben mejor y tienen la ventaja de que luego puedes tragarlos.
—Si consigo convencer a Sadi de que regrese, podría solucionar los problemas de los dos —dijo con un áspero siseo—. Yo tendría quien gobernara el palacio sin molestarme y tú recuperarías a tu pequeña compañera de juegos.
—Es una idea interesante, Salmissra —dijo Ezahh, y luego miró alrededor—. ¿Acaso ese humano que enviaste a buscar mi ratón piensa criarlo y esperar a que se haga adulto?
Yarblek y Vella entraron clandestinamente a Yar Nadrak un atardecer nevoso, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Vella había dejado sus túnicas de raso color lavanda en Boktor y llevaba su acostumbrado traje ceñido de piel. Como era invierno, se había puesto también un abrigo de marta que en Tol Honeth habría costado una fortuna.
—¿Por qué este sitio olerá siempre tan mal? —le preguntó a su propietario mientras cabalgaban por las calles cubiertas de nieve en dirección al barrio ribereño.
—Quizá porque Drosta cedió el contrato del sistema de cloacas a uno de sus primos —dijo Yarblek encogiéndose de hombros, y subió las solapas de su raído abrigo para cubrirse el cuello—. Los ciudadanos pagaron un montón de impuestos por las obras, pero el primo de Drosta resultó ser mejor timador que ingeniero. Creo que es un problema hereditario, pues Drosta estafa hasta a su propio fisco.
—¿No es absurdo?
—Tenemos un rey absurdo, Vella.
—Creí que el palacio quedaba hacia allí —dijo ella señalando el centro de la ciudad.
—Drosta no estará en el palacio a esta hora de la noche —respondió Yarblek— En cuanto el sol se esconde, comienza a sentirse solo y sale en busca de compañía.
—Entonces puede estar en cualquier sitio.
—Lo dudo. Drosta sólo es bien recibido en unos pocos sitios al anochecer. Nuestro rey no es un personaje muy querido. —Yarblek señaló un callejón cubierto de basura—. Vayamos por allí. Nos detendremos en la oficina de nuestro agente a buscar ropa adecuada para ti.
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—En el sitio adonde vamos, tu abrigo de marta llamaría la atención, Vella, y debemos actuar con discreción.
La oficina de la delegación del amplio imperio comercial de Yarblek y Seda en Yar Nadrak estaba situada en una buhardilla, sobre un oscuro almacén lleno de atados de pieles y gruesas alfombras malloreanas. El agente era un nadrak bizco llamado Zelmit, que sin duda era tan poco fiable como aparentaba ser. A Vella nunca le había caído bien y cada vez que se encontraba con él solía aflojar las dagas en sus fundas, para asegurarse de que no habría malentendidos. En teoría, Vella era propiedad de Yarblek, y Zelmit tenía fama de usar con libertad las propiedades de su jefe.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Yarblek mientras él y Vella entraban en la pequeña y atiborrada oficina.
—Vamos tirando —dijo Zelmit con voz áspera.
—Sé más concreto, Zelmit —dijo Yarblek con brusquedad—. Las generalidades me ponen muy nervioso.
—Hemos encontrado un desvío para eludir Boktor y no pasar por la aduana drasniana.
—Es un descubrimiento útil.
—Lleva un poco más de tiempo, pero de ese modo podemos enviar nuestras pieles a Tol Honeth sin pagar impuestos a Drasnia. Nuestros beneficios en el mercado de la piel han subido un sesenta por ciento.
Yarblek estaba encantado.
—Si Seda pasa por aquí en alguna ocasión, será mejor que no se lo digas —le advirtió—. De vez en cuando sufre ataques de patriotismo, y después de todo, Porenn es su tía.
—No pensaba comentarlo con él. Sin embargo, aún tenemos que llevar las alfombras malloreanas a través de Drasnia. El mejor mercado para ellas sigue siendo la gran feria de Arendia, y por más dinero que estemos dispuestos a pagar, nadie acepta transportarlas por territorio ulgo. —Hizo una mueca de preocupación— Por lo visto, alguien está bajando los precios. Creo que no sería mala idea reducir las importaciones hasta averiguar qué sucede.
—¿Conseguiste vender esas piedras preciosas que traje de Mallorea?
—Por supuesto. Las sacamos de contrabando y las vendimos en distintos sitios del camino, en el viaje rumbo al sur.
—Bien. Si uno llega a un sitio con un cesto lleno de piedras preciosas, el mercado se hunde. ¿Sabes si esta noche podremos encontrar a Drosta en el sitio habitual?
Zelmit asintió con un gesto.
—Salió para allí poco antes de la puesta de sol.
—Vella necesitará una túnica discreta —dijo Yarblek.
Zelmit estudió la figura de la joven. Vella se abrió el abrigo, y apoyó las manos en las empuñaduras de las dagas.
—¿Por qué no lo intentas, Zelmit? —dijo ella—. Acabemos con esto de una vez.
—No intentaba ofenderte, Vella —respondió él con tono inocente—. Me limitaba a calcular tus medidas.
—Lo había notado —respondió ella con sequedad—. ¿Ha cicatrizado ya la herida de tu hombro?
—Me molesta un poco cuando hay humedad —protestó Zelmit.
—Deberías haber mantenido las manos quietas.
—Creo que tengo una túnica vieja que te servirá, aunque está un poco raída.
—Mucho mejor —dijo Yarblek—. Vamos a El Perro Tuerto y nos convendría estar a tono con el ambiente.
Vella se quitó el abrigo de piel de marta y lo dejó sobre una silla.
—No lo pierdas, Zelmit —le advirtió—. Le tengo mucho cariño y estoy segura que los dos lamentaríamos que acabara por casualidad en una caravana con destino a Tol Honeth.
—No necesitas amenazarlo, Vella —dijo Yarblek con suavidad.
—No ha sido una amenaza, Yarblek —replicó ella—. Sólo quería asegurarme de que Zelmit me entendía.
—Iré a buscar la túnica —dijo Zelmit.
—Hazlo —dijo ella.
La túnica no estaba raída, sino harapienta, y olía como si nunca hubiera sido lavada. Vella se la puso con cierta reticencia.
—Súbete la capucha —le dijo Yarblek.
—Si lo hago, luego tendré que lavarme el pelo.
—¿Y qué?
—¿Sabes cuánto tarda en secarse en invierno?
—Limítate a hacerlo, Vella. ¿Por qué tienes que discutir todo lo que te digo?
—Es una cuestión de principios.
Yarblek suspiró con tristeza.
—Ocúpate de los caballos —le dijo a Zelmit—. Iremos andando. —Condujo a Vella fuera de la oficina, y cuando llegaron a la calle, sacó de un bolsillo de su abrigo un trozo de cadena con una correa de cuero en cada extremo—. Ponte esto —le dijo.
—No he llevado cadenas en años —dijo ella.
—Es por tu propia protección, Vella —dijo él con voz cansina—. Vamos a entrar en una parte muy violenta de la ciudad y El Perro Tuerto es el peor sitio de la zona. Si estás encadenada, nadie te molestará... a no ser que quiera pelear conmigo. Si vas suelta, algún cliente de la taberna podría malinterpretar la situación.
—Para eso tengo las dagas, Yarblek.
—Por favor, Vella. Aunque parezca increíble, te tengo afecto, y no quiero que nadie te haga daño.
—¿Afecto, Yarblek? —rió ella—. Creí que sólo eras capaz de sentir algo así por el dinero.