—Creo que está a punto de desatarse una tormenta —dijo Mandorallen.
—El cielo está muy despejado, Mandorallen —replicó Barak con una mueca de preocupación—, y esos ruidos no parecían truenos. —Alzó la voz—: Desarmad los remos y bajad la vela —le ordenó a sus marineros mientras giraba con brusquedad el timón para conducir La Gaviota a la costa.
Hettar, Relg y Lelldorin subieron de la bodega.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Hettar.
—Creo que ocurre algo extraño un poco más adelante —respondió Barak—. Será mejor que echemos un vistazo para no encontrarnos con sorpresas.
—¿Quieres que coja los caballos?
—No. No estamos muy lejos y un jinete llama más la atención.
—Empiezas a hablar como Seda.
—Recuerda que hemos pasado mucho tiempo juntos. ¡Unrak! —llamó a su hijo que estaba sentado en la popa—. Vamos a averiguar qué ha sido ese ruido. Quedas al mando hasta que volvamos.
—Pero padre... —protestó el joven pelirrojo.
—Es una orden —gritó Barak con su poderosa voz.
—Sí, señor —respondió Unrak con tristeza.
La Gaviota se deslizó despacio con la corriente y chocó suavemente contra la ribera cubierta de arbustos. Barak y los demás saltaron la borda y se internaron con cautela tierra adentro.
Entonces oyeron más detonaciones similares a truenos.
—Sea lo que fuere, viene de más adelante —dijo Hettar en voz baja.
—Mantengámonos ocultos hasta que averigüemos qué ocurre —dijo Barak—. Ya hemos oído este tipo de sonido antes, en Rak Cthol, cuando Belgarath y Ctuchik se enfrentaron.
—¿Por ventura pensáis que se trata de hechiceros? —sugirió Mandorallen.
—No estoy seguro, pero comienzo a sospechar que sí. Creo que será mejor que nos mantengamos ocultos hasta que sepamos qué ocurre.
Se arrastraron hasta un grupo de matorrales y se asomaron a un claro.
Varios individuos vestidos de negro yacían sobre la hierba, despidiendo nubes de humo, mientras otros se apiñaban en un extremo del claro con expresión aprensiva.
—¿Murgos? —preguntó Hettar con asombro.
—Creo que no, mi señor —respondió Mandorallen—. Si observáis con atención, veréis que las capuchas de sus túnicas están forradas con telas de distintos colores, y esos colores indican las jerarquías de los grolims. Teníais razón, mi querido señor de Trellheim, al aconsejarnos cautela.
—¿Por qué despiden humo? —preguntó Lelldorin en un susurro mientras jugueteaba nerviosamente con su arco.
De repente, como en respuesta a su pregunta, una figura encapuchada y vestida de negro subió a la cima de un montecillo e hizo un gesto casi desdeñoso. Entonces, una bola de fuego incandescente pareció saltar de su mano, cruzó el claro con un chisporroteo y dio de lleno en el pecho de uno de los asustados grolims, produciendo otra de aquellas crepitantes detonaciones. El grolim gritó, se llevó las manos al pecho y cayó al suelo.
—Supongo que eso explica el ruido —observó Relg.
—Barak —dijo Hettar en voz baja—. La figura que está sobre el montecillo es una mujer.
—¿Estás seguro?
—Tengo muy buena vista, Barak, y sé distinguir a un hombre de una mujer.
—Yo también, pero no cuando están envueltas en ese tipo de túnicas.
—La próxima vez que levante los brazos, mírale los codos. Los codos de las mujeres tienen una forma diferente. Adara dice que tiene algo que ver con el hecho de cargar a los bebés.
—¿Temías venir solo, Agachak? —preguntó con desdén la mujer que estaba sobre la pequeña colina.
Luego arrojó otra bola de fuego y un nuevo grolim cayó herido al suelo.
—No te temo, Zandramas —dijo una voz resonante desde el borde del bosque.
—Ahora sabemos quiénes son —dijo Hettar—, pero ¿por que pelean?
—¿Zandramas es una mujer? —preguntó Lelldorin asombrado.
Hettar asintió con un gesto.
—La reina Porenn lo descubrió hace un tiempo. Envió un mensaje a todos los reyes alorns y Cho-Hag me avisó a mí.
Zandramas derribó a los tres grolims restantes con indiferencia.
—Bien, Agachak —dijo entonces—, ¿te decides a salir de tu escondite? ¿O prefieres que vaya a buscarte?
—Tu fuego no puede hacerme ningún daño, Zandramas —dijo él mientras caminaba al encuentro de la mujer encapuchada.
—No pensaba emplear fuego —dijo ella con un ronroneo—. Éste será tu destino.
De repente, la figura de la hechicera pareció desdibujarse y una bestia enorme y horrible ocupó su lugar. Tenía un cuello largo, similar al de una serpiente e inmensas alas de murciélago.
—¡Por Belar! —maldijo Barak—. ¡Se ha transformado en un dragón!
El dragón desplegó las alas y las agitó en el aire, mientras el grolim de aspecto cadavérico se encogía y alzaba los dos brazos. Entonces se oyó un impresionante estallido y el dragón quedó envuelto en una nube de fuego verde. La atronadora voz que surgió de la boca del dragón era igual a la de Zandramas.
—Deberías haberte esmerado más en tus estudios, Agachak. Si lo hubieras hecho, sabrías que Torak hizo a los dragones inmunes a la hechicería. —El dragón se aproximó al aterrorizado grolim—. Por cierto, Agachak —añadió—, te alegrará saber que Urvon ha muerto. Dale recuerdos míos cuando lo veas.
Y con esas palabras clavó sus garras en el pecho de Agachak, quien aún tuvo ocasión de gritar una vez más antes de que una súbita ola de fuego negruzco brotara de la boca del dragón y devorara su rostro. Por fin, el dragón le arrancó la cabeza de una dentellada.
Lelldorin dio una arcada.
—¡Por el gran Chamdar! —exclamó con repulsión—. ¡Se lo está comiendo!
El dragón continuó su morboso festín masticando ruidosamente hasta que por fin desplegó las alas y se alejó hacia el este con un gran chillido triunfal.
—¿Ya puedo salir? —preguntó una voz temblorosa desde un sitio cercano.
—Será mejor que lo hagas —respondió Barak con voz amenazadora, blandiendo su espada.
Era un thull joven, con cabello oscuro y boca entreabierta.
—¿Qué demonios hace un thull en Mallorea? —le preguntó Lelldorin al extraño.
—Agachak me trajo aquí —respondió el thull temblando con violencia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Relg.
—Soy Nathel, rey de Mishrak ac Thull. Agachak me prometió convertirme en señor supremo de Angarak si lo ayudaba a hacer algo aquí. Por favor, no me dejéis solo —suplicó con la cara empapada en lágrimas.
Barak miró a sus compañeros. Todos miraban al joven con compasión.
—Oh, de acuerdo —dijo de mala gana—. Supongo que puedes venir con nosotros.
—¿Qué le ocurre, tía Pol? —preguntó Garion mirando a Ce'Nedra, que estaba sentada arrullando el atado de harapos envueltos en una manta.
—Eso es lo que pretendo averiguar —dijo Polgara—. Sadi, necesito un poco de oret.
—¿Te parece conveniente, Polgara? —preguntó el eunuco—. En su condición actual... —dijo mientras abría las manos de dedos finos en un sugestivo gesto.
—El oret es casi inofensivo —lo interrumpió ella—. Estimula un poco el corazón, pero Ce'Nedra tiene un corazón fuerte. Puedo oírlo latir desde el otro extremo del continente.
Sadi abrió su maletín de piel roja y le entregó un pequeño frasco a Polgara. La hechicera virtió cuidadosamente tres gotas del líquido amarillo en una taza y luego la llenó con agua.
—Ce'Nedra, cariño —le dijo a la menuda reina—, debes de estar sedienta. Esto te sentará bien.
—Oh, gracias, Polgara —respondió la joven y bebió con avidez—. Lo cierto es que estaba por pediros un vaso de agua.
—Muy sutil, Pol —murmuró Beldin.
—Y muy rudimentario, tío.
—¿A qué se refieren? —le preguntó Zakath a Garion.
—Tía Pol puso la idea de la sed en la mente de Ce'Nedra.
—¿Sois capaces de hacer algo así?
—Como dijo ella, es un truco rudimentario.
—¿Tú también puedes hacerlo?
—No lo sé. Nunca lo he intentado —respondió Garion, aunque sin desviar la vista de su esposa, que sonreía rebosante de felicidad.
Polgara aguardaba con calma.
—Creo que ya puedes empezar, mi señora —dijo Sadi después de unos minutos.
—Sadi —replicó ella con aire ausente—, nos conocemos desde hace bastante tiempo como para olvidar los formalismos. No pienso atragantarme llamándote «excelencia», así que no es necesario que tú te esfuerces en llamarme «mi señora».
—Gracias, Polgara.
—Bueno, ahora Ce'Nedra.
—¿Sí tía Pol? —dijo la pequeña reina con los ojos un poco vidriosos.
—Ésa es toda una iniciativa —le dijo Seda a Beldin.
—Lleva bastante tiempo viviendo con Garion —respondió el enano— y tarde o temprano las costumbres se contagian.
—Me pregunto qué haría Polgara si yo la llamara así.
—No te recomiendo el experimento, amigo —repuso Beldin—, aunque dejo la decisión en tus manos. Tal vez tengas un aspecto interesante convertido en rábano.
—Ce'Nedra —dijo Polgara—, ¿por qué no me cuentas cómo has encontrado a tu pequeño?
—Arell lo encontró —sonrió ella—. Ahora tengo otra razón para quererla.
—Todos queremos a Arell.
—¿No es hermoso? —preguntó Ce'Nedra mientras apartaba la manta para mostrar el atado de harapos.
—Lo es, cariño, pero ahora dime, ¿tú y Arell tuvisteis oportunidad de hablar?
—Oh, sí, tía Pol. Ella está haciendo algo muy importante, por eso no ha podido unirse al grupo. Dijo que tal vez pudiera encontrarse con nosotros en Perivor, o tal vez más tarde, en Korim.
—¿Entonces sabía adonde íbamos?
—Oh, no, tía Pol —rió Ce'Nedra—. Tuve que decírselo. Tenía muchas ganas de acompañarnos, pero antes debía ocuparse de un asunto muy importante. Me preguntó adonde íbamos y yo le respondí que a Perivor y a Korim. Parecía un poco sorprendida por lo de Korim.
—Ya veo —dijo tía Pol con una mueca de preocupación—. Durnik, ¿por qué no montas una tienda? Creo que Ce'Nedra y su pequeño necesitan descansar un rato.
—De inmediato —dijo el herrero tras intercambiar una breve mirada con su esposa.
—Ahora que lo dices, tía Pol, creo que tienes razón. Estoy un poco cansada y estoy segura de que Geran también necesita una siesta. Ya sabes cuánto duermen los bebés. Le daré de comer y luego se dormirá. Siempre se duerme después de comer.
—Tranquilo —le dijo Zakath en voz baja a Garion mientras los ojos del rey de Riva se llenaban de lágrimas.
El emperador malloreano apoyó su mano con firmeza sobre el hombro de su amigo.
—¿Qué ocurrirá cuando se despierte?
—Polgara podrá arreglarlo.
Cuando Durnik hubo montado la tienda, Polgara acompañó a la atontada joven adentro. Un instante después, Garion percibió las vibraciones características de los actos de hechicería, seguidas de un tenue murmullo. Luego Polgara salió de la tienda con el atado de harapos.
—Deshazte de esto —le dijo a Garion.
—¿Se repondrá? —preguntó él.
—Ahora duerme. Descansará durante una o dos horas, y cuando despierte no recordará nada de lo ocurrido. Nadie mencionará este asunto y todo habrá acabado así.
Garion llevó el atado de harapos al interior del bosque y lo escondió debajo de un arbusto. Cuando regresó, se acercó a Cyradis.
—Era Zandramas, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí —se limitó a responder Cyradis.
—¿Y tú sabías que esto iba a suceder?
—Sí.
—Entonces ¿por qué no nos lo advertiste?
—Porque de ese modo habría interferido con un hecho que tenía que suceder.
—Ha sido un acto cruel, Cyradis.
—Los hechos necesarios suelen serlo. Zandramas no podía ir a Kell como vosotros, Belgarion, por lo tanto debía descubrir el sitio del encuentro a través de uno de vuestros compañeros. De lo contrario, no habría llegado al Lugar que ya no Existe a la hora indicada.
—Pero ¿por qué eligió a Ce'Nedra?
—Como recordaréis, Zandramas ya ha impuesto su voluntad sobre la de vuestra reina en el pasado. No es difícil para ella reinstaurar ese vínculo.
—No pienso olvidar eso, Cyradis.
—Garion —intervino Zakath—, déjalo ya. Ce'Nedra no ha sido herida y Cyradis se ha limitado a cumplir con su obligación —añadió el malloreano con una actitud extrañamente defensiva.
Garion se giró y se alejó de allí, con la cara pálida de furia.
Cuando Ce'Nedra despertó, había vuelto a la normalidad, sin que pareciera recordar el encuentro del bosque. Durnik desmontó la tienda y continuaron el viaje.
Al atardecer, llegaron al límite del bosque y se dispusieron a acampar allí. Garion evitaba deliberadamente a Zakath, pues no creía poder comportarse con educación después de la forma en que su amigo había defendido a la vidente. Zakath y Cyradis habían iniciado una larga conversación antes de salir de Kell y ahora el emperador parecía completamente comprometido con su causa. Sin embargo, sus ojos reflejaban cierta confusión y a menudo se giraba en la montura para mirar a la vidente.
Aquella noche, Garion tuvo que hacer guardia con Zakath y no pudo seguir rehuyéndolo.
—¿Sigues enfadado conmigo? —preguntó Zakath.
—No, supongo que no —dijo Garion con un suspiro—. No estaba verdaderamente enfadado, sino molesto. En realidad estoy enfadado con Zandramas, no contigo o con Cyradis. No me gusta la gente que juega malas pasadas a mi esposa.
—Tenía que suceder así, Garion. Zandramas necesitaba descubrir el lugar del encuentro, pues ella también debe estar allí.
—Quizá tengas razón. ¿Cyradis te ha dado detalles sobre tu misión?
—Algunos, pero se supone que no debo hablar de ello. Lo único que puedo decirte es que vendrá alguien muy importante y que yo debo ayudarlo.
—¿Y eso te llevará el resto de tu vida?
—Y las vidas de varios otros también.
—¿También la mía?
—No lo creo. Me parece que tu misión habrá concluido después del encuentro. Cyradis sugirió que ya habías hecho bastante.
Aquella mañana, emprendieron viaje muy temprano y cabalgaron a través de los prados ondulados en el margen occidental del río Balasa. De vez en cuando, pasaban junto a alguna aldea de aspecto rústico, pero con viviendas de construcción sólida. Los labradores dalasianos trabajaban la tierra con herramientas muy primitivas.
—Lo hacen para disimular —dijo Zakath con astucia—. Este pueblo está más avanzado que el melcene, pero se han tomado grandes molestias para ocultarlo.