If tail is dry Fine
If tail is wet Rain
If tail moves Windy
If tail cannot be seen Fog
If tail is frozen Cold
If tail falls out Earthquake
El pub estaba abarrotado de gente. Acabé por encontrar sitio en una mesa parcialmente ocupada por una pareja extraordinaria: un hombre, ya mayor, de una corpulencia gigantesca, frente despejada, cabeza imponente nimbada por una tupida cabellera blanca, y una mujer de unos treinta años, con algo a un tiempo eslavo y asiático en la fisonomía, anchos pómulos, ojos estrechos y cabellos de un rubio tirando a rojo trenzados alrededor de la cabeza. Estaba callada y ponía a menudo su mano sobre la de su compañero, como para impedir que se encolerizara. El hablaba sin parar, con un ligero acento que no acababa de identificar; no concluía las frases, las interrumpía constantemente con muletillas como: «en resumen», «bueno», «perfecto», «estupendo», sin dejar un sólo momento de engullir cantidades enormes de comidas y bebidas, levantándose cada cinco minutos y abriéndose paso hasta la barra para traerse en seguida platos llenos de sándwiches, bolsas de patatas fritas, salchichas, pastelillos de carne caliente, pickels, raciones de apple pie y pintas de cerveza negra que se tragaba de un golpe.
No tardó en dirigirme la palabra y empezamos a beber juntos, a conversar de todo y de nada, de la guerra, de la muerte, de Londres, de París, de la cerveza, de la música, de los trenes de noche, de la belleza, de la danza, de la niebla, de la vida. Creo también que intenté contarle tu historia. Su compañera no decía nada. De vez en cuando le sonreía; el resto del tiempo dejaba vagar su mirada por el bar lleno de humo, bebiendo con diminutos sorbos su gin pink y encendiendo uno tras otro cigarros de boquilla dorada que aplastaba casi en el acto en un cenicero publicitario ofrecido por el whisky
Antiquarian
.
Muy pronto sin duda perdí la conciencia del lugar y la hora. Todo se hizo como un zumbido confuso acompasado de golpes sordos, exclamaciones, risas, cuchicheos. De pronto, abriendo los ojos, vi que me habían puesto de pie, que llevaba el gabán echado sobre los hombros, el paraguas en la mano. El pub se había vaciado casi del todo. El dueño se fumaba un puro delante de la puerta. Una camarera echaba serrín por el suelo. La mujer se había puesto un grueso abrigo de pieles y el hombre se estaba poniendo, con la ayuda de un camarero, una hopalanda con cuello de nutria. Y de pronto se volvió hacia mí con un solo movimiento de todo el cuerpo y me soltó con voz casi de trueno: «La vida, joven, es una mujer extendida, con pechos prietos y abultados, con un gran vientre liso y blando entre las caderas anchas, con brazos delgados, muslos protuberantes y ojos entornados, que en medio de su provocación magnífica e irónica exige nuestro favor máximo».
¿Cómo me las arreglé para llegar hasta mi casa desnudarme, meterme en la cama? No me queda el menor recuerdo. Al despertar, al cabo de unas horas, para ir a buscarte, descubrí que todas las luces se habían quedado encendidas y la ducha había funcionado toda la noche. Pero conservo el recuerdo intacto de aquella pareja, y de las últimas palabras que me dijo aquel hombre, y cada vez veo el brillo de sus ojos en aquel momento, y pienso en todo lo que pocas horas después y en la pesadilla en que se han convertido nuestras dos existencias.
Desde entonces has construido tu vida sobre el odio y la ilusión repetida hasta la saciedad de tu dicha sacrificada. Toda tu vida me castigarás por haberte ayudado a hacer lo que querías hacer y habrías hecho de todos modos, aun sin mi ayuda; toda tu vida me echarás a mí las culpas del fracaso de aquel amor, del fracaso de tu vida que aquel bailarín hinchado de pretensiones habría arruinado sin piedad en aras de su lamentable y mezquina vanagloria. Toda tu vida me harás la comedia del remordimiento, la comedía de la mujer pura atormentada en sus sueños por el hombre al que empujó al suicidio, como te harás a ti misma la comedia modélica de la mujer dolida, de la esposa abandonada del alto funcionario infiel, de la madre irreprochable que educa magníficamente a su hija sustrayéndola de la influencia nociva del padre. Pero si me diste esta hija fue sólo para poderme echar más en cara mi contribución a la muerte del otro, y la has educado enseñándole a odiarme, prohibiéndome verla, hablarle, amarla.
Te quería por esposa, y quería tener un hijo contigo. No tengo ni lo uno ni lo otro y hace tanto tiempo que eso dura que he cesado de preguntarme si es en el odio o en el amor donde hallamos fuerzas para seguir con esta vida engañosa, donde encontramos la energía formidable que nos permite sufrir aún, y esperar.
Cuando la señora Moreau empezó a quedarse inválida, le pidió a la señora Trévins que se viniera a vivir con ella y la instaló en un cuarto que Fleury había decorado como gabinetito rococó de pliegues vaporosos, sedas violeta estampadas con grandes hojas, tapetillos de encaje, candelabros retorcidos, naranjos enanos y una estatua de alabastro que representaba un niño pequeño disfrazado de pastorcillo de égloga con un pájaro en las manos.
De aquellos esplendores quedan un bodegón que representa un laúd encima de una mesa: el laúd está vuelto hacia el cielo, en plena luz, mientras que debajo de la mesa, casi anegado en la sombra, se vislumbra su estuche negro puesto boca abajo, un facistol de madera dorada, muy trabajada, que lleva el sello controvertido de Hugues Sambin, arquitecto y ebanista que vivió en Dijon en el siglo XVI, y tres grandes fotografías, pintadas a mano, que datan de la guerra rusajaponesa: la primera representa el acorazado
Pobieda
, orgullo de la armada rusa, puesto fuera de combate por una mina submarina japonesa frente a Port Arthur, el 13 de abril de 1904: en sendas tarjetas aparecen cuatro de los jefes militares rusos: el almirante Makharoff, comandante jefe de la flota rusa en Extremo Oriente, el general Kuropatkin, generalísimo de las tropas rusas en Extremo Oriente, el general Stoessel, comandante militar de Port Arthur, y el general Pflug, jefe de estado mayor general de las tropas rusas en Extremo Oriente; la segunda fotografía, gemela de la primera, representa el crucero acorazado japonés
Asama
, construido por la casa Armstrong, con, en tarjetas, el almirante Yamamoto, ministro de marina, el almirante Togo, el «Nelson japonés», comandante jefe de la escuadra japonesa frente a Port Arthur, el general Kodama, el «Kitchener del Japón», comandante jefe del ejército japonés, y el general vizconde Tazo-Katsura, primer ministro. La tercera fotografía representa un campamento militar ruso en los alrededores de Mukden: es el atardecer; delante de cada tienda están sentados los soldados con los pies metidos en jofainas de agua tibia; en el centro, en una tienda más alta, acondicionada en forma de quiosco y guardada por dos cosacos, un oficial ruso de graduación seguramente superior estudia en unos mapas de estado mayor llenos de alfileres el plan de las próximas batallas.
El resto de la estancia está amueblado de forma moderna: la cama es un colchón de espuma metido en una funda de escai negro y puesto encima de una tarima; un mueble de cajones bajo de madera oscura y acero bruñido hace de cómoda y de mesa de noche; sostiene una lámpara de cabecera perfectamente esférica, un reloj de pulsera digital, una botella de agua de Vichy provista de un tapón especial que evita que se escape el gas, un folleto ciclostilado de formato 21 × 27 titulado
Normas AFNOR para los materiales de relojeria y joyeria
, un pequeño volumen de la colección «Empresas» que lleva por título
Patronos y obreros, un diálogo siempre posible
, y un libro de unas cuatrocientas páginas cubierto con una funda de papel flameado: es la
Vida de las hermanas Trévins
por Célestine Durand-Taillefer (editado por la autora, calle Hennin, Lieja [Bélgica]).
Estas hermanas Trévins eran, al parecer, las cinco sobrinas de la señora Trévins, hijas de su hermano Daniel. El lector inclinado a preguntarse qué hubo en la vida de aquellas cinco mujeres que las hiciera merecedoras de una biografía tan voluminosa quedará satisfecho desde la primera página: en efecto, las cinco hermanas son quintillizas, nacidas en dieciocho minutos el 14 de julio de 1943, en Abidjan, criadas en incubadora durante cuatro meses y nunca enfermas desde entonces.
Pero el destino de las quintillizas supera con creces el milagro de su nacimiento: Adélaïde, después de batir, a los diez años, el record de Francia (categoría infantil) de los sesenta metros lisos, se sintió, a los doce años, irresistiblemente atraída por el circo y arrastró a sus cuatro hermanas a montar un número de acrobacia que pronto se hizo famoso en toda Europa:
Las Hijas del Fuego
pasaban a través de aros encendidos, cambiaban de trapecio haciendo juegos malabares con antorchas o se contorsionaban con el houla-hoop en un cable tendido a cuatro metros del suelo. El incendio del
Fairyland
de Hamburgo arruinó aquellas precoces carreras: las compañías de seguros pretendieron que
Las Hijas del Fuego
eran las causantes del siniestro y se negaron a asegurar los teatros en los que actuaran en lo sucesivo, aun después de que las cinco jóvenes hubieran demostrado ante el tribunal que usaban una llama artificial perfectamente inofensiva, vendida en los establecimientos Ruggieri con el nombre de «confitura» y especialmente destinada a los artistas de circo y a los
especialistas
de las películas.
Marie-Thérèse y Odile se hicieron entonces bailarinas de cabaret; su plástica impecable y su parecido perfecto les garantizaron casi de inmediato un éxito fulminante: las
Crazy Sisters
actuaron en el Lido de París, en el Cavalier’s de Estocolmo, en las
Naughties
de Milán, en el
B and A de Las Vegas
, en la
Pension Macadam
de Tánger, en el
Star
de Beirut, en el
Ambassadors
de Londres, en el
Bras d’Or
de Acapulco, en el
Nirvana
de Berlín, en el
Monkey Jungle
de Miami, en el
Twelve Tones
de Newport y en el
Caribbean’s
de Barbados, donde conocieron a dos grandes de este mundo que se encapricharon lo bastante con ellas como para contraer nupcias en el acto: Marie-Thérèse se casó con el armador canadiense Michel Wilker, biznieto de un competidor desafortunado de Dumont d’Urville, Odile con un industrial americano, Faber McCork, el rey del embutido dietético.
Ambas se divorciaron al cabo de un año; Marie-Thérèse, de nacionalidad canadiense, se lanzó a los negocios y a la política, fundando y animando un gigantesco Movimiento de Defensa de los Consumidores, de tendencia ecologista y autárquica, y fabricando y difundiendo al mismo tiempo masivamente toda una gama de productos manufacturados adaptados para el retorno a la naturaleza y la verdadera vida macrobiótica de las comunidades primitivas: odres para conservar agua, yogurteras, lonas para tiendas de campaña, motores éolicos (en kit), hornos de pan, etc. Odile, por su parte, regresó a Francia; contratada como mecanógrafa en el Instituto de Historia de los Textos, se le despertó, aunque era totalmente autodidacta, una gran afición al bajo latín, y durante los diez años siguientes se pasó todas las tardes cuatro horas y más en el Instituto preparando una edición definitiva de la
Danorum Regum Heroumque Historia
de Saxo Grammaticus, que se ha convertido en una verdadera autoridad; volvió a casarse posteriormente con un juez inglés y emprendió una revisión de la edición latina, por Jérôme Wolf y Portus, del supuesto Léxico de Suidas, en la que seguía trabajando cuando se redactó la historia de su vida.
Las otras tres hermanas tuvieron destinos no menos impresionantes: Noëlle llegó a ser el brazo derecho de Werner Angst, el magnate alemán del acero; Roseline fue la primera mujer que dio la vuelta al mundo en solitario a bordo de su yate de once metros, el
C’est si beau
!; en cuanto a Adélaïde, que se hizo química, descubrió el método de fraccionamiento de las enzimas que permite obtener catálisis «retardadas»; su descubrimiento dio lugar a toda una serie de patentes abundantemente usadas en la industria de detergentes, lacas y pinturas, y desde entonces Adélaïde, riquísima, se dedica al piano y a los minusválidos físicos, sus dos hobbies.
Por desgracia, la biografía ejemplar de esas cinco hermanas Trévins no resiste un examen más profundo, y el lector a quien aquellas proezas, rayanas en lo fabuloso, le hubieran dejado con la mosca en la oreja no tardaría en ver confirmadas sus sospechas. Pues la señora Trévins (a la que, contrariamente a la señorita Crespi, llaman todos señora, por más que se quedó soltera) no tiene hermano ni, por lo tanto, sobrinas que lleven su apellido; y mal podía Célestine Durand-Taillefer vivir en la calle Hennin de Lieja, pues no existe ninguna calle Hennin en Lieja; en cambio, sí tenía una hermana la señora Trévins, Arlette, que estuvo casada con un Louis Commine, con quien tuvo una hija, Lucette, que se casó con un tal Robert Hennin, el cual vende postales (de colección) en la calle de Lieja de París (8°).
Una lectura más atenta de aquellas vidas imaginarias permitiría sin duda detectar sus claves y ver cómo algunos de los sucesos que han marcado la vida de la escalera, algunas de las leyendas o de las semileyendas que circulan a propósito de este o aquel vecino, algunos de los hilos que los unen entre sí, han quedado inmersos en el relato y le han dado su base y su armazón. Así, es más que verosímil que Marie-Thérèse, aquella mujer de negocios, con sus éxitos excepcionales, represente a la señora Moreau, que lleva por cierto el mismo nombre: que Werner Angst sea Hermann Fugger, el industrial alemán amigo de los Altamont, cliente de Hutting y colega de la señora Moreau; y que, a consecuencia de un desliz significativo, Noëlle, su brazo derecho, pudiera representar a la propia señora Trévins; y, si bien resulta más difícil desvelar lo que se oculta detrás de las otras tres hermanas, no sería absurdo pensar que, detrás de Adélaïde, aquella química amiga de los minusválidos, está Morellet, que perdió tres dedos haciendo un experimento desafortunado, que detrás de Odile, la autodidacta, está Léon Marcia, y que detrás de la navegante solitaria se perfilan varias siluetas, tan dispares, sin embargo, como las de Bartlebooth y Olivia Norvell.