En la actualidad, de las veinte habitaciones reservadas inicialmente para el servicio a este lado de la fachada y primitivamente numeradas con estarcidos verdes que iban del 11 al 30 (otros veinte números, del 1 al 10 y del 31 al 40, corresponden a las habitaciones orientadas al patio, al otro lado del pasillo), sólo dos están ocupadas efectivamente por personas que trabajan en la casa: la número 13 que es la de Smautf, y la 26, donde duerme la pareja paraguayoneerlandesa que está al servicio de Hutting; podría agregarse, si acaso, la 14, la habitación de Jane Sutton, que paga su alquiler haciendo faenas dos horas diarias en casa de los Rorschash, lo que, por otra parte, supone un precio excesivo para una habitación tan pequeña, y, en último término, la 15, donde vive la señora Orlowska, que a veces hace también algunas horas, por lo general fuera de la casa, salvo si se trata de los Louvet o los Marquiseaux, cuando sus traducciones de polaco o árabe en el
Bulletin signalétique du C.N.R.S
. no bastan para mantenerlos a ella y a su niño. Las restantes habitaciones y buhardillas ni siquiera pertenecen ya obligatoriamente a los propietarios de los pisos: el administrador compró varias y las alquila como «habitaciones individuales», después de instalar el agua en ellas; otros, empezando por Olivier Gratiolet, heredero de los antiguos dueños, juntaron dos o más entre sí; y hasta hubo quien, sin respetar el reglamento de la comunidad, se apropió de trozos de las «partes generales», a fuerza de argucias jurídicas y de propinas, como Hutting, que se quedó con los antiguos pasillos, cuando construyó su gran estudio.
La escalera de servicio ya casi sólo sirve para algunos repartidores y comerciantes, así como para los obreros que hacen obras en la casa. El ascensor —cuando funciona— lo usa todo el mundo. Sin embargo, la puerta acristalada sigue siendo la marca discreta, pero terriblemente tenaz, de una diferencia. Aunque haya arriba gente mucho más rica que abajo, ello no impide que, desde el punto de vista de los de abajo, esté situada en el sector de los inferiores: concretamente, si no se trata de criados, se trata de pobres, de
hijos (Jóvenes
) o de artistas para quienes la vida ha de desenvolverse necesariamente en el marco de esas habitaciones angostas, en las que no caben más que la cama, un armario empotrado y una alacena con confituras para los finales de mes. Nadie niega, por supuesto, que Hutting, pintor de fama internacional, sea mucho más rico que los Altamont, y también es cierto que a éstos los halaga invitar a Hutting o que los invite él en la mansión que posee en Dordogne o en su casa de campo de Gattières, pero nunca dejarán pasar la ocasión de recordar que, en el siglo XVII, pintores, escritores y músicos no eran más que criados especializados, como todavía en el XIX perfumistas, peluqueros, modistos y mesoneros, elevados actualmente no sólo a la fortuna, sino incluso a veces a la fama; y hasta se puede entender que el dueño de un restaurante llegue a convertirse, con su solo trabajo, en comerciante e incluso en industrial, pero los artistas nunca dejarán de estar sometidos a las necesidades burguesas.
Esta visión de las cosas, expuesta magistralmente en 1879 por Edmond About, que, en una obra titulada
El ABC del trabajador
, calculó, sin bromear, que cuando iba la Patti (1843-1919) a cantar al salón de un financiero, producía, abriendo la boca, el equivalente de cuarenta toneladas de hierro colado a cincuenta francos los mil kilos, esta visión de las cosas no es compartida con igual convicción por todos los vecinos de la casa. Según unos, sirve de pretexto para recriminaciones y envidias, manifestaciones de celos o desdenes; según otros forma parte de un folklore sin verdaderas consecuencias. Pero, en definitiva, para unos y otros, tanto para los de abajo como para los de arriba, funciona como hecho admitido; los Louvet, por ejemplo, dicen de los Plassaert: «Se han arreglado unas habitaciones de servicio, pero no les han quedado mal»; los Plassaert, por su parte, se sienten obligados a recalcar la
gracia tan fantástica
de sus tres pequeñas buhardillas y a añadir que les costaron una miseria y a insinuar que ellos no se pasan la vida en medio de tanto Luis XV de pacotilla como la vieja Moreau, lo cual es rigurosamente falso. Del mismo modo, poco más o menos, repetirá Hutting, como disculpándose, que ya estaba harto de aquella especie de hangar de lujo que tenía en la puerta de Orléans y que soñaba con un estudio pequeño y tranquilo en un barrio silencioso; en cambio, el administrador, hablando de Morellet, dirá «Morellet» y, hablando de Cinoc o de Winckler, dirá «el señor Cinoc» o «el señor Winckler»; y si alguna vez la señora Marquiseaux coge el ascensor al mismo tiempo que la señora Orlowska, quizá se le escape, a pesar suyo, un ademán que significa que el ascensor es suyo y que condesciende en compartir momentáneamente su uso con una señora que, al llegar a la sexta planta, tendrá que subir aún dos pisos andando.
En dos ocasiones se enfrentaron en conflicto abierto la gente de arriba y la de abajo: la primera, cuando Olivier Gratiolet pidió a los copropietarios que votaran por la prolongación de la alfombra hasta los pisos séptimo y octavo, al otro lado de la puerta acristalada. Lo apoyó el administrador, para el que la alfombra en la escalera eran cien francos más por mes y cuarto. Pero la mayoría de copropietarios, que declaraban legal la operación, exigían que fuera costeada por los propietarios de las dos últimas plantas exclusivamente, y no por la comunidad entera. Lo cual no le interesaba lo más mínimo al administrador, que hubiera tenido que pagar la alfombra casi él solo, y se las arregló para echar tierra al asunto.
La segunda vez fue por la repartición del correo. La actual portera, la señora Nochère, con ser una bellísima persona, está llena de prejuicios de clase, y la separación marcada por la famosa puerta acristalada no es ficticia, ni mucho menos, para ella: les sube las cartas a los que viven más acá de la puerta; los demás tienen que ir a buscárselas a la portería; éstas fueron las instrucciones que dio Juste Gratiolet a la señora Araña, y que transmitió ésta a la señora Claveau, la cual las transmitió a su vez a la señora Nochère. Hutting y, con más virulencia aún, los Plassaert exigieron la derogación de aquella medida discriminatoria e infamante y la comunidad no tuvo más remedio que inclinarse, para no dar la impresión de sancionar una práctica heredada del siglo XIX. Pero la señora Nochère no quiso saber nada y, conminada por el administrador a llevar el correo a todos los pisos sin distinción, presentó un certificado médico, extendido por el propio doctor Dinteville, confirmando que el estado de sus piernas le impedía subir escaleras. El proceder de la señora Nochère, en este asunto, se debió sobre todo a su odio a los Plassaert y a Hutting; pues sube el correo hasta cuando no hay ascensor (lo cual ocurre con frecuencia) y es raro que pase un día sin visitar a la señora Orlowska, a Valène o a la señorita Crespi, aprovechando la ocasión para llevarles el correo.
Las consecuencias prácticas de todo esto son mínimas, excepto para la propia portera, que ya sabe que no podrá contar con buenos aguinaldos de Hutting y de los Plassaert. Es una de esas divisiones a partir de las cuales se organiza la vida de una escalera, una fuente de pequeñísimas tensiones, de microconflictos, de peleas; todo ello forma parte de las controversias, violentas a veces, que sacuden las reuniones de copropietarios, como las que surgen a propósito de las macetas de la señora Réol o de la motocicleta de David Marcia (¿tenía o no tenía derecho a guardarla en el cobertizo contiguo al patinillo de los cubos de la basura? Ya no se plantea el problema, pero para tratar de resolverlo, se consultó inútilmente con media docena de gestores por lo menos) o de la desastrosa afición a la música del retrasado mental que vive en el segundo derecha al fondo del patio y que, en ciertas épocas indeterminadas y durante períodos de duración imprevisible, sufriría síndrome de abstinencia si no oyera treinta y siete veces seguidas, de preferencia entre las doce de la noche y las tres de la madrugada,
Heili Heilo, Lili Marlène
y otras joyas de la música hitleriana.
Existen otras divisiones más discretas todavía, casi insospechables: los antiguos y los nuevos, por ejemplo, cuya distribución depende de motivos imponderables: Rorschash, que compró sus pisos en 1960, es de los «antiguos», mientras que Berger, que llegó menos de un año más tarde, es de los «nuevos»; además Berger se instaló en seguida, mientras que Rorschash estuvo haciendo obras más de año y medio; o el bando Altamont y el bando Beaumont; o la actitud de la gente durante la última guerra; de los cuatro que quedan en la escalera y que tenían entonces la edad suficiente para tomar partido, sólo uno intervino activamente en la Resistencia, Olivier Gratiolet, que hizo funcionar una imprenta clandestina en su sótano y guardó durante casi un año debajo de la cama una ametralladora desmontada, americana, que había traído él mismo en piezas sueltas en un capazo de hacer la compra. Véra de Beaumont, en cambio, hacía alarde de sus opiniones proalemanas y en más de una ocasión se la vio acompañada de prusianos muy acicalados y de alta graduación; los otros dos, la señorita Crespi y Valène, fueron más bien indiferentes.
Todo esto compone una historia muy tranquila, con sus dramas de cacas perrunas y sus tragedias de cubos de la basura, la radio demasiado madrugadora de los Berger y su molinillo de café que despierta a la señora Réol, el carillón de Gratiolet del que no para de quejarse Hutting o los insomnios de Léon Marcia que soportan a duras penas los Louvet: durante horas y horas el anciano se pasea por su habitación, va a la cocina a coger un vaso de leche de la nevera o al cuarto de baño a mojarse la cara, o pone la radio y escucha muy bajo, pero demasiado fuerte para sus vecinos, emisiones chisporroteantes que llegan del fin del mundo.
En toda la historia de la casa ha habido pocos acontecimientos graves, aparte de los pequeños accidentes provocados por los experimentos de Morellet y, mucho antes, en la Navidad de 1925, el incendio del gabinete de la señora Danglars, que es hoy en día el aposento en el que Bartlebooth reconstruye sus puzzles.
Los Danglars cenaban fuera; la estancia estaba vacía, pero en la chimenea ardía un fuego preparado por los criados. Se explicó el incendio suponiendo que saltó una chispa por encima de la gran pantalla rectangular de metal pintado que estaba puesta delante de la chimenea y fue a parar a un florero colocado sobre una mesa baja; por desgracia el florero estaba lleno de magníficas flores artificiales que se inflamaron en el acto: el fuego se extendió a la alfombra clavada al suelo y a la tela de Jouy
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que tapizaba las paredes y que representaba una escena campestre y antigua: un fauno saltando, con un brazo en la cadera y el otro graciosamente curvado sobre la cabeza, unos corderos paciendo entre los cuales se hallaba una oveja oscura, una segadora cortando hierba con una hoz.
Ardió todo, particularmente las mejores alhajas de la señora Danglars: uno de los 49 huevos de Pascua de Carl Fabergé, un huevo de cristal de roca que contenía una pirámide de rosas; cuando se abría el huevo, las rosas formaban un círculo en cuyo centro aparecía todo un grupo de aves cantoras.
Sólo se encontró una pulsera de perlas que el señor Danglars le había regalado a su esposa por su cumpleaños. Las había comprado en la subasta de uno de los descendientes de Madame de la Fayette, a quien se dice que se las había dado Enriqueta de Inglaterra. El estuche en el que estaban encerradas había resistido perfectamente el fuego, pero se habían vuelto todas negras.
Medio piso de los Danglars quedó arrasado por el incendio. El resto de la casa no sufrió desperfecto alguno.
Valène anhelaba a veces cataclismos y tempestades, huracanes que arrastraran la casa entera como una brizna de paja y descubrieran a sus habitantes náufragos las maravillas infinitas del sistema solar; o una grieta invisible que, recorriendo el edificio de arriba abajo como un escalofrío, con un crujido hondo y prolongado, lo partiera en dos y lo hundiera lentamente en un vacío sin nombre; entonces lo invadirían hordas, monstruos de ojos glaucos, insectos gigantes con mandíbulas de acero, termitas ciegas, gruesos gusanos blancos de bocas insaciables: la madera se desmoronaría, la piedra se volvería arena, todo caería hecho polvo.
Pero no había nada de eso. Sólo aquellas disputas sórdidas por cuestiones de palanganas o de fregaderos. Y, detrás de aquella puerta cerrada para siempre, el tedio mórbido de aquella venganza lenta, aquel caso terrible de monomaniacos chochos repitiendo machaconamente sus historias fingidas y sus trampas miserables.
La habitación, o mejor dicho la futura habitación de Geneviève Foulerot.
Acaban de pintarla. El techo de blanco mate, las paredes con laca de color blanco marfil, el parquet en corte de pluma con laca negra. Cuelga de su hilo una bombilla desnuda, parcialmente oculta por una pantalla improvisada con una gran hoja de papel secante rojo enrollada en forma de cucurucho.
No hay ningún mueble en la habitación. Un cuadro, de grandes dimensiones, está arrimado, no colgado aún, a la pared de la derecha y se refleja parcialmente en el espejo oscuro del parquet.
El cuadro representa también una habitación. En el antepecho de la ventana hay una pecera con unos peces rojos y una maceta con una mata de reseda. Por la ventana abierta de par en par se descubre un paisaje campestre: el cielo de un azul tierno, curvo como una cúpula, descansa en el horizonte sobre la crestería de los bosques; en primer término, una niña, con los pies descalzos en el polvo, apacienta una vaca. Más lejos, un pintor de blusa azul está pintando al pie de un roble, con la caja de colores en las rodillas. Al fondo espejea un lago en cuyas orillas se levanta una ciudad brumosa con casas de miradores superpuestos y empinadas calles cuyas balaustradas dominan el agua.
Delante de la ventana, un poco a la izquierda, un hombre que viste un uniforme de fantasía —pantalón blanco, chaqueta de indiana repleta de charreteras, insignias metálicas, portapliegos, alamares, gran capa negra, botas con espuelas— está sentado ante un escritorio rústico —un viejo pupitre de escuela municipal con orificio para el tintero y tapa levemente inclinada— sobre el que están colocados una jarra de agua, una de esas copas altas y estrechas que se llaman
flautas
y un candelero cuyo zócalo es un admirable huevo de marfil engastado en plata. El hombre acaba de recibir una carta y la está leyendo con expresión de total abatimiento.