La vida instrucciones de uso (60 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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Fue en Davos, en febrero de 1958, a las pocas semanas de su último divorcio, donde conoció a Rémi Rorschash, en circunstancias dignas de las clásicas comedias americanas. Buscaba en una librería un libro sobre
Las muy ricas horas del duque de Berry
del que había visto algunas reproducciones el día antes en una emisión de televisión. Por supuesto, el único ejemplar disponible acababa de venderse y el afortunado comprador, un hombre maduro pero manifiestamente ágil de piernas, lo estaba pagando precisamente en la caja. Sin vacilar, Olivia se dirigió hacia él, se presentó y le propuso comprarle la obra. El hombre, que no era otro que Rorschash, se negó, pero acabaron poniéndose de acuerdo para compartirlo.

Capítulo LXXX
Bartlebooth, 3

En el tercer congreso de la Unión Internacional de Ciencias Históricas, que se celebró en Edimburgo, en octubre de 1887, bajo el doble auspicio de la
Royal Historical Society
y la
British Association for the Advancement of Sciences
, dos comunicaciones conmovieron violentamente la comunidad científica internacional y, durante varias semanas, hallaron gran eco incluso en la opinión pública.

La primera comunicación la hizo en alemán el profesor Zapfenschuppe, de la Universidad de Estrasburgo. Tenía por título:
Untersuchungen über dem Taufe Amerikas
. Examinando el autor unos archivos subidos de los sótanos del palacio episcopal de Saint-Dié, había descubierto un lote de libros antiguos procedentes, sin que cupiera la menor duda, de la célebre imprenta fundada en 1495 por Germain Lud. Entre aquellos libros se encontraba un atlas al que se referían muchos textos del siglo dieciséis, pero del que no se conocía ningún ejemplar: era la famosa
Cosmographiae introductio cum quibusdam geometriae ac astronomiae principiis ad eam rem necessariis, insuper quatuor Americii Vespucii navigationes
, de Martin Waldseemüller, llamado Hylacomylus, el cartógrafo más renombrado de la Escuela de Saint-Dié. Por vez primera, en aquel atlas cordiforme, el nuevo continente que Cristóbal Colón había descubierto y había bautizado India Occidental aparecía con la designación de TERRA AMERICI VEL AMERICA, y la fecha que figuraba en el ejemplar —1507— daba, por último, fin a la áspera controversia que desde hacía cerca de tres siglos venía elevándose a propósito de Américo Vespucio: para unos, era un hombre sincero, un explorador íntegro y escrupuloso que jamás había soñado con tener un día el honor de bautizar un continente y que no lo supo jamás o sólo se enteró, si acaso, estando en su lecho de muerte (y varios grabados románticos —entre ellos uno de Tony Johannot— muestran al viejo explorador extinguiéndose entre los suyos, en Sevilla, en 1512, puesta la mano en un atlas abierto que le alarga, arrasado en lágrimas, un hombre arrodillado junto a su cabecera, para que sus ojos vean por última vez antes de cerrarse cómo la palabra AMERICA se extiende por todo el nuevo continente); pero, para los demás, era un aventurero de la raza de los hermanos Pinzón, que, como ellos, lo había intentado todo para suplantar a Colón y atribuirse el mérito de sus descubrimientos. Gracias al profesor Zapfenschuppe quedaba por fin demostrado que la costumbre de llamar América a las nuevas tierras se había establecido en vida de Vespucio. Este, aunque sus diarios y correspondencia no aluden a ello, debió de tener noticia del hecho: la ausencia de desmentido y la persistencia de la denominación tienden a probar, en efecto, que no debió de desagradarle el dar su nombre a un continente que creía, sin duda y con toda buena fe, haber «descubierto» más que el genovés, quien, en definitiva, se había contentado con explorar unas cuantas islas y no había tenido conocimiento del continente propiamente dicho hasta mucho más tarde, en su tercer viaje (1498-1500), al visitar la desembocadura del Orinoco, dándose cuenta al fin de que la inmensidad de aquel sistema hidrográfico era signo indiscutible de una vasta tierra desconocida.

Pero la segunda comunicación era más sensacional todavía. Se titulaba
New Insights into Early Denominations of America
y tenía por autor a un archivero español, Juan Mariana de Zaccaria, que trabajaba en La Habana, en la Maestranza, sobre una colección de casi veinte mil mapas muchos de los cuales procedían del fuerte de Santa Catalina, y había encontrado un planisferio, fechado en 1503, en el que el nuevo continente venía explícitamente designado con el nombre de TERRA COLUMBIA.

Cuando el presidente de la sesión, el viejo lord Smighart Colquhoun of Darroch, secretario perpetuo de la Caledonian Society, cuya flema imperturbable nunca se agradeció tanto, logró, por fin, acallar las exclamaciones de estupor, entusiasmo, incredulidad y júbilo, que hacían resonar las bóvedas austeras del paraninfo del
Old College
, y volvió a la sala una calma relativa, más compatible con la dignidad, la imparcialidad y la objetividad que no debería olvidar nunca un verdadero sabio, Zaccaria pudo proseguir su exposición y hacer circular por entre la asistencia sobrexcitada unas fotografías que mostraban el planisferio entero, así como una ampliación del fragmento —bastante deteriorado— en que las letras

bordeaban unos centímetros de la representación somera pero indiscutiblemente reconocible de una amplia porción del Nuevo Mundo: América Central, las Antillas, las costas de Venezuela y de la Guayana.

Zaccaria fue el héroe de la sesión y los corresponsales del
Scotsman
, del
Scottish Daily Mail
, del
Scottish Daily Express
de Glasgow y del
Press and Journal
de Aberdeen, sin olvidar, por supuesto, el
Times
y el
Daily Mail
, se encargaron de difundir la noticia por el mundo entero. Pero unas semanas después, cuando Zaccaria, de regreso en La Habana, daba los últimos toques al artículo que había prometido para el
American Journal of Cartography
en el que se incluiría, encartado y desplegable, el precioso documento, reproducido in extenso, recibió una carta que procedía de un tal Florentin Gilet-Burnachs, conservador del Museo de Dieppe; por casualidad había abierto un número del
Moniteur Universel
y había leído una reseña del congreso y muy particularmente de la comunicación de Zaccaria, acompañada de una descripción del fragmento deteriorado en el que se había fundado el archivero para afirmar que el Nuevo Mundo había sido llamado COLOMBIA en 1503.

Citando de pasada a cierto señor de Cuverville («el entusiasmo no es un estado de ánimo de historiador»), Florentin Gilet-Burnachs, sin dejar de apreciar la brillantez de la comunicación de Zaccaria, se preguntaba si la revelación, por no decir la revolución, que contenía no debería haber sido pasada por la criba de una crítica implacable. Ciertamente era muy tentador traducir

por

y esta interpretación traducía exactamente el sentir general: al descubrir un mapa en el que las Indias Occidentales eran bautizadas COLUMBIA, geógrafos e historiadores tenían la impresión de reparar un error histórico; desde hacía siglos, el mundo occidental echaba en cara a Américo Vespucio haber usurpado el nombre que Cristóbal Colón debió dar a las tierras que había explorado antes que nadie: aclamando a Zaccaria, el Congreso había creído rehabilitar al navegante genovés y poner fin a cerca de cuatro siglos de injusticia.

Pero, recordaba el conservador, en el último cuarto del siglo XV, decenas de navegantes, de los Cabot a los Cabral, de Gomes a Verrazano, buscaron por el oeste la ruta de las Indias, y —a eso iba él— una sólida tradición de Dieppe, viva hasta finales del siglo XVIII, atribuía el descubrimiento de «América» a un navegante de aquella ciudad, Jean Cousin, llamado Cousin el Intrépido, que había explorado las Antillas en 1487-1488, cinco años antes que el genovés. El Museo de Dieppe, heredero de una parte de los mapas levantados por orden del armador Jean Ango, que hicieron de la Escuela de cartografía de Dieppe, con Desceliers y Nicolas Desliens, una de las mejores de su siglo, poseía precisamente un mapa fechado en 1521, o sea sensiblemente posterior al de la Maestranza, en el que el golfo de Honduras —el «golfo hondo» de Cristóbal Colón— se llamaba MARE CONSO, abreviatura evidente de MARE CONSOBRINIA, el mar de o del Primo (Cousin) —y no, como había sostenido estúpidamente Lebrun-Brettil—, MARE CONSOLATRIX.

Así, proseguía implacablemente Florentin Gilet-Burnachs, aquel

que Zaccaria leía

podía mucho mejor aún, teniendo en cuenta la separación de las tres últimas letras, leerse

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