La vida después (33 page)

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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

BOOK: La vida después
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De vez en cuando, Arvid se citaba con Greta y le hablaba de la marcha de la película. Ella le escuchaba con una rara mezcla de melancolía y envidia: en tres días como simple figurante había caído víctima del veneno del cine, pero tenía que resignarse a anunciar sombreros, jabones de olor o galletas para perros.

—Habrá más películas —la consolaba Arvid.

—Ya. Y volverán a ponerme un vestido horrible y a hacer que pasee riéndome como una loca. No, muchas gracias. Ya me han humillado bastante.

El joven Soderman no podía compartir el pesimismo de su amiga, pues consideraba a Greta la más perfecta de cuantas criaturas habitaban la faz de la tierra, y era cuestión de tiempo que un director decidiese convertirla en primera actriz. Desde luego, la protagonista de la película no era tan guapa como Greta, se movía con mucha menos distinción y su mirada no era ni la mitad de profunda que la de la señorita Gustafsson. Y la cabeza de Arvid Soderman empezó a dar vueltas para encontrar la forma de dar un leve empujón al destino.

Una mañana, el director informó al equipo de que las jornadas de rodaje se trasladaban a un palacete del centro de Estocolmo. Aquella casa —una construcción decimonónica con un bonito jardín en la parte trasera, invernadero y grandes ventanales— le recordó a Arvid la que había sido su hogar unos años atrás. Se sorprendió de lo lejano que se le antojaba ya todo aquello, pero en cuanto pisó las alfombras mullidas, en cuanto se vio reflejado en un gran espejo veneciano y oyó el tintineo de cristal de las lámparas que iluminaban las habitaciones, sintió algo parecido a la nostalgia. Aquél era su mundo perdido, y se sintió dichoso por volver a rodearse, siquiera durante unos días, de algunas de las cosas bellas con las que había convivido durante la infancia.

Pero aquella casa hizo algo más: estimular su imaginación para urdir un plan perfecto que serviría de ayuda a Greta. Rodaría otra película aprovechando el decorado y el material de producción. Una película distinta, en la que Greta fuese la verdadera estrella. Luego mostrarían la cinta terminada a un director, o a un productor, para que pudiesen comprobar que el talento de Greta merecía algo más que un triste papel de extra. Y si en Suecia no había nadie capaz de entender su potencial, enviarían la cinta a América… Allí habría alguien sensible a la belleza, al encanto y al talento de una muchacha como ella.

En cuanto lo hubo madurado, Arvid explicó su proyecto a su grupo de incondicionales: no necesitaban gran cosa, les dijo. Filmarían por las noches, cuando ya todos se hubiesen marchado a casa. Gustav, el encargado de los decorados, les abriría la puerta del palacio. André, el camarógrafo, se ocuparía de rodar. Una de las maquilladoras, que estaba secretamente enamorada del francés, se avino a peinar y componer a los actores postizos y a representar un pequeño papel. Otros dos extras accedieron, entusiasmados, a encarar su primera aventura como protagonistas. Olof no vio ningún problema en accionar los focos… En cuanto a Greta, estaba tan asustada por la propuesta como emocionada ante la posibilidad de trabajar como una auténtica actriz. Y así comenzó un rodaje delirante que se iniciaba cada día a las doce de la noche. El equipo entraba en el palacio como una estrafalaria banda de ladrones, y filmaban durante un par de horas utilizando material que se suponía a buen recaudo y que habían sustraído gracias a la buena disposición del encargado del almacén. Arvid, que había ideado una historia cursilona de amores entre un rico heredero y una muchacha pobre, hacía de director. Cada noche de trabajo era una fiesta: lejos de los gritos del realizador de verdad, libres de la presencia amenazadora del productor, aquel puñado de inconscientes lo pasaban en grande jugando a hacer cine. De todos, era Greta la más entusiasmada, la más entregada, la más feliz. Sin ella saberlo, acababa de iniciar una historia de amor con la cámara que estaba destinada a convertirse en leyenda.

Como es lógico, aquello no podía durar. El rumor de que una docena de trabajadores de la productora dedicaba las noches a rodar un filme pirata acabó llegando a oídos de los jerarcas del equipo. Si bien estaban convencidos de que aquella historia tenía que ser una patraña, exigieron a Petschler que averiguase si había algo de verdad en lo que se contaba. Y la noche siguiente, el productor apareció en el plato y encontró una escena que no olvidaría nunca.

Ataviado con un frac procedente de los baúles de vestuario y sentado en una silla de director, el chico de los recados daba órdenes impostando la voz a tres actorzuelos cuyo nombre ni siquiera conocía. Un anciano medio cojo manejaba un foco con total seriedad… y completamente borracho. Aquella estúpida que estaba a cargo del maquillaje canturreaba al oído del franchute, a quien habían dado trabajo por caridad como operador de cámara. De buena gana Petschler la hubiese emprendido a bastonazos con aquella particular corte de los milagros, pero el director de pega acababa de gritar «acción», y pudo más la curiosidad que el deseo de dar su merecido a aquella pandilla de mequetrefes.

—Muy bien, Greta… El hombre al que amas está frente a ti, y acabas de saber que nunca podrás casarte con él… Es el amor de tu vida, pero su familia lo desheredará si seguís juntos… serás su ruina si no le abandonas… Vamos, Greta querida… demuéstranos lo que sabes hacer.

Y Greta lo hizo. En unos segundos rompió con el hombre de sus sueños, le vio marchar con una mueca de dolor que le crispaba la cara, y luego se abandonó a un llanto desgarrado tras derrumbarse en un sillón. Todo el mundo estaba en silencio. Petschler también. Porque aquella descarada que participaba de semejante burla al equipo, a los productores, a la industria del cine sueco y a todo el séptimo arte era la mejor actriz a la que había visto trabajar en su vida… Pero ¿de dónde demonios la habían sacado? ¿Cómo nadie se había fijado en ella hasta entonces?

—¡Corten! Estupendo, Greta, querida… ¿Te ha valido, André? Perfecto, entonces vamos a rodar la siguiente escena.

—¡Alto! —la voz de trueno de Petschler llenó todo el set de rodaje. Arvid se dijo que el mismo Thor envidiaría la potencia vocal del recién llegado—. ¿Qué… qué creen que están haciendo? ¿Se dan cuenta de que esto es… esto es un delito? Voy a llamar a la policía… al ejército… Por los clavos de Cristo, voy a hablar con el mismísimo rey Gustavo y haré que todos ustedes terminen en la cárcel, maldita sea.

Era el fin de la fiesta. De pronto, como si acabasen de despertar del más agradable de los sueños, todos aquellos chalados cayeron en la cuenta de lo que habían estado haciendo. Uno a uno, abandonaron sus puestos con la cabeza baja mientras el productor seguía desgranando todo un rosario de horrores por venir… Y entonces, para desconcierto de todos, Greta se echó a reír. No es que la situación le hiciese ninguna gracia: tenía dieciséis años y estaba terriblemente asustada. Pero todo aquello le pareció tan ridículo, tan irreal, tan absurdo, que algo se agitó dentro de ella y la obligó a romper en carcajadas. Nadie dijo nada. Tampoco Petschler, que no pudo por más que avanzar hacia aquella chiquilla risueña que parecía víctima de un misterioso ataque de buen humor.

—¡No… se… ría…! ¡No se ría ni una sola vez más! ¡No vuelva a reírse en toda su vida, por todos los demonios!

Muchos años después, Eric A. Petschler juraría que al pronunciar esas palabras no pensó en que pudiesen convertirse en una maldición, y menos aún que fuese necesaria la presencia del propio Ernst Lubitsch para romper el misterioso hechizo.

La noticia de que parte de un equipo de trabajo se había embarcado en el rodaje de una película clandestina corrió como la pólvora entre la industria sueca. Por supuesto, los autores del desaguisado fueron despedidos fulminantemente… Todos, menos Greta Gustafsson, que en lugar de la patada en el trasero de los demás recibió una oferta de contrato para rodar una película como protagonista. Años más tarde, un productor sugirió a aquella joven actriz que nunca se reía que cambiase su nombre, demasiado complicado para triunfar en América, por el más comercial de Greta Garbo.

En cuanto a Arvid, se tomó su despido con bastante filosofía. Lo único que de verdad lamentaba era no haber podido acabar la película. En su casa, a buen recaudo, guardaba tres rollos de material sin positivar. Fue casi lo único que eligió llevarse cuando decidió que era el momento de cambiar de aires. Después del escándalo no iba a resultarle fácil encontrar un nuevo empleo en el cine y, aunque posiblemente hubiese podido reincorporarse a su trabajo en los almacenes Bergström, tampoco le apetecía mucho volver por allí. Así que dejó Estocolmo para probar fortuna en otro sitio: recordó a los parientes berlineses de su madre, y se dijo que un traslado a Alemania podía no estar tan mal. Vendió la casita familiar con todo lo que tenía dentro, compró un pasaje en un barco que hacía escala en el puerto de Rostock y se marchó a Berlín con una maleta y los rollos de película que había conseguido rodar antes de que se descubriera el pastel. Era todo lo que necesitaba de su vida anterior.

Rudolf Meyer se había criado con la madre de Vanda, pues eran primos carnales y tenían la misma edad. Estuvieron muy unidos hasta que, a los veinte años, ella se enamoró de aquel naviero sueco que la arrastró hacia Estocolmo y a la ruina. La familia Meyer nunca había visto con muy buenos ojos aquella boda, pues Vanda, con su belleza y su renta, podría haber aspirado a un partido mejor. Eso fue lo primero que el primo Rudolf le hizo saber a Arvid cuando le recibió en su casa berlinesa, en una pequeña calle cercana a la Alexanderplatz. Los padres de Vanda habían muerto muy disgustados con su hija, remachó.

—Y en buena hora. Porque se podrá usted imaginar lo que hubiesen sufrido de haber conocido el triste final de mi pobre prima.

Arvid sólo pudo menear la cabeza en un gesto que podía indicar resignación, aquiescencia o simple hartazgo. No había tardado ni cinco minutos en arrepentirse de haber aceptado aquella invitación a comer con todos los Meyer: Rudolf, su esposa Hannelore y sus dos primos, Elke y Markus, que dedicaron al recién llegado una mirada insidiosa y después de los saludos de rigor no volvieron a abrir la boca en la eterna hora y media que duró el almuerzo, aunque de vez en cuando el joven Meyer observaba disimuladamente al recién llegado con una mueca de disgusto en los labios crueles.

—¿Y cuáles son sus planes, señor Soderman? —era el primo Rudolf quien preguntaba—. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Berlín?

—Bueno, eso es algo que aún tengo que decidir. Pero la ciudad me gusta, así que ¿por qué no?

—¿A qué se dedicaba en Estocolmo?

No le tembló ni un músculo al contestar.

—A la industria del cine.

Muy a su pesar, los ojos de Elke expresaron cierto interés, pero una mirada de su padre frenó en seco cualquier pregunta que hubiera podido hacer.

—¡Qué bonito! —la voz monótona de la señora Meyer dejaba claro que hubiese hecho la misma observación aunque su invitado hubiese sido empleado de correos o jefe del servicio de basuras.

—No sabe hasta qué punto, señora Meyer. Es un mundo fascinante.

—El cine no me gusta —intervino el primo Rudolf— ni entiendo que haya tanto loco en las salas viendo esas estúpidas películas. La gente es capaz de cualquier cosa para trabajar menos. El cinematógrafo es un invento del demonio…

Arvid no discutió. Nunca había sido una persona muy beligerante y, además, intuía que el señor Meyer no era de esos hombres con los que resulta enriquecedor mantener un debate.

—En fin —continuó—, supongo que, ahora que ha venido, se hará cargo de una vez de la Colección Meyer.

Soderman no pestañeó. No tenía ni idea de lo que le estaban hablando, pero un sexto sentido le dijo que era preferible que no lo demostrase.

—Ésa es mi intención, sí.

—La verdad, señor Soderman, me extrañó que no lo hiciese a la muerte de su madre.

—Entienda que estaba demasiado trastornado. Luego falleció mi padre, y mi estado de ánimo no me permitía pensar en nada importante. Después, los negocios requerían mi presencia en Estocolmo…

Arvid era consciente de estar hablando como un viejo.

Los cuatro miembros de la familia Meyer lo miraron de arriba abajo… Pero ¿cuántos años tenía aquel jovenzuelo que hablaba con la suficiencia de un magnate?

—Creía… en fin, creíamos que la naviera de su padre les había llevado a ustedes a la ruina…

—Oh, bueno, las cosas nunca son tan malas como parecen al principio. Mi padre tenía buenos amigos que me fueron de gran ayuda para salir adelante. —Arvid trató de no pensar en los días de soledad y de incertidumbre que habían sucedido a la muerte del cabeza de familia—. En fin, las cosas me fueron bastante bien… Pero soy muy joven para quedarme siempre en el mismo sitio, ¿no les parece? Y, después de todo, tengo sangre alemana… Me dije que quizá era el momento de buscar mis raíces.

Se volvió hacia Elke y le guiñó un ojo. La chica, azorada, bajó la cabeza.

—En cuanto a la Colección Meyer…

—Oh, sí, perdone… Como bien decía usted, ya es hora de que me haga cargo de ella.

—Ya, pero es que nosotros pensábamos… En fin… ha pasado tanto tiempo… —Hannelore Meyer retorcía nerviosamente un bonito colgante que llevaba sobre el pecho—. Entenderá que creyésemos que no tenía usted interés en…

Arvid se limpió la boca y ladeó la cabeza, fingiendo pensar muy detenidamente en las palabras de su anfitriona.

—Lo comprendo muy bien. Pero ya ve que no tenía usted de qué preocuparse. Aquí estoy, desde las heladas tierras escandinavas, listo para asumir mis obligaciones. Es lo que mi madre hubiese deseado.

—¡Su madre de usted nunca se interesó por la Colección!

Arvid hubiese dado un dedo de la mano derecha por saber qué era exactamente la maldita Colección Meyer, pero sabía que no podía hacer preguntas. Sólo le quedaba la opción de huir hacia delante.

—Querida tía, como usted sabrá, mi madre era una mujer muy reservada y poco amiga de manifestar emociones. Pero puedo asegurarle que la Colección Meyer era uno de los motores de su vida. Hablaba constantemente de ella, con mi padre, conmigo y con todo el que tuviese paciencia para escucharla cuando se entusiasmaba con el asunto. —Miró su reloj—. Y ahora, me temo que tengo que marcharme. Tío Rudolf, me pondré en contacto con usted en cuanto me haya instalado. Nos veremos, espero.

Fue su tía quien lo acompañó a la salida. Por la puerta entreabierta, Arvid Soderman pudo escuchar perfectamente el comentario del joven Meyer.

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