La vida después (36 page)

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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

BOOK: La vida después
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Erich sonrió por fin y Arvid supo que la batalla estaba ganada.

—Está bien.

—No hace falta que lleves mucho equipaje. El tren sale a las diez y media. Tomaremos un taxi desde aquí…

—No, prefiero encontrarte en la estación. Si me marcho quiero ir primero a despedirme de mis padres. Haré el equipaje ahora y dormiré en su casa esta noche.

Arvid hubiese querido protestar alegremente diciendo que no merecía la pena despedirse de la familia para pasar unas semanas en el extranjero, pero el corazón no le dio para tanto. Quizá no pudiesen regresar a Berlín en mucho tiempo… Él era un pobre tipo sin familia, pero los padres y los hermanos de Erich tenían derecho a verle aquella noche, quizá por última vez en una larga temporada. Le dirigió una sonrisa satisfecha que ocultaba una inquietud que iba creciendo por momentos.

Arvid Soderman durmió poco y mal. Antes de acostarse, llenó una maleta no muy grande con un poco de ropa, recuperó todo el dinero en metálico que había desperdigado por los cajones de la casa, y a última hora decidió añadir a su equipaje la película que había rodado con Greta y que Erich y él habían terminado, intuyendo que aquel material sería por mucho tiempo el más feliz de los recuerdos de la vida en Berlín. Luego, cuando al fin amaneció, hizo un corto recorrido por el bonito apartamento que había sido su hogar durante los últimos años. Había sido muy dichoso en aquella casa y, sin embargo, ya sólo podía recordar la escena espantosa que había presenciado desde el balcón la noche de la quema de libros. Aquellas llamas, aquel humo espeso, el crepitar del papel ardiendo se habían llevado de un plumazo otras imágenes memorables de quince años de vida feliz. Su Berlín, su Alemania, ya no existían, y en su lugar quedaba una hoguera hecha de libros y un demente que daba alaridos alucinados y al que jaleaba un pueblo galvanizado por la violencia. Eso era todo. A pesar de la incertidumbre, del miedo que le inspiraba la certeza de estar renunciando una vez más a lo que había sido su vida, de saber que se iba con las manos vacías y que dejaba atrás muchas cosas buenas, Arvid Soderman reconoció ante sí mismo que estaba contento de marcharse.

Erich no llegó a la estación. Soderman empezó a ponerse nervioso enseguida, primero repitiéndose que no había motivos para preocuparse —«Aún falta una hora, aún faltan cincuenta minutos, aún faltan cuarenta y cinco, queda tiempo de sobra»—, luego desde la inquietud —«Pero dónde se ha metido este muchacho, qué manía con esperar hasta el final, vamos a perder el tren por su culpa»— y finalmente al borde de la angustia —«No puede ser, tiene que haber ocurrido algo, Erich no se retrasaría tanto sin un motivo»—. Estaba a punto de dirigirse a las taquillas para intentar cambiar los billetes para un tren posterior cuando vio a Frieda Kohl avanzando hacia él.

Frieda era la hermana mayor de Erich, una mujer hermosa y delicada, muy diferente a su robusto hermano pequeño. Arvid sólo la había visto media docena de veces: la familia de Erich toleraba su relación, pero no estaba lo que se dice satisfecha de que el benjamín de la familia compartiese su vida con otro hombre. Así pues, Arvid se sabía tácitamente excluido de las fiestas y reuniones del numeroso clan Kohl. Por eso, cuando vio a Frieda supo que había ocurrido algo.

Estaba muy pálida y saltaba a la vista que había llorado. Se dirigió a él con una expresión en la cara que Arvid Soderman supo que iba a ser incapaz de olvidar.

—No espere a mi hermano, señor Soderman…

—Frieda… ¿Qué…?

—Le han matado —la voz se le quebró, y las lágrimas rodaron por su rostro, pero mantuvo la calma—. Ayer vino a cenar con nosotros. Nos contó sus planes para salir de Berlín. Luego dijo que iba a dar una vuelta antes de acostarse. No volvió. Mi padre lo encontró esta madrugada en la puerta de casa. Le habían dado una paliza…

No pudo seguir. Arvid Soderman sintió que un agujero negro se le abría en la mitad del alma. Notó un dolor agudo en alguna parte, aunque no supo precisar dónde, y se sujetó la cabeza con ambas manos en un gesto incomprensible, como si tuviese miedo de que se le pudiese desprender del resto del cuerpo.

—Señor Soderman, tiene que irse —Frieda hablaba muy bajo, con determinación pero sin dureza—. Debe salir de Berlín en este tren. Los que mataron a mi hermano sabían perfectamente lo que hacían. He cruzado la ciudad para decírselo, señor. Sé que usted nunca se hubiese ido sin Erich…

Frieda Kohl buscó las manos de Arvid Soderman y las sujetó. Él se dio cuenta de que, hasta entonces, su contacto físico se había limitado a un saludo forzoso en el que la piel apenas se rozaba. Pero esta vez las manos de Frieda habían tomado las suyas y las retenían con firmeza. Se dijo que a Erich le hubiese hecho muy feliz verles así.

—Mi hermano le quería a usted —ahora su voz era un susurro— y… y seguro que usted también a él… Perdone si no le di muestras de entenderlo, señor… Comprenda que es difícil… no nos guarde rencor, ni a mí ni a mis padres… Fueron ellos los que me pidieron que viniese a advertirle… Están desolados, señor… Le desean suerte…

—No me puedo marchar así… ¿Dónde está Erich? Tengo que verle… tengo…

—Le pido por favor que se vaya… Arvid… márchese ahora mismo a París, a donde sea… Mi hermano hubiese querido que al menos usted pudiese escapar… Tal vez no haya otra oportunidad. Tenga… —Le tendió un maletín de cuero, muy gastado—. Son las cosas de Erich… el equipaje que llevaba para reunirse con usted… Quédeselo… Tal vez haya ahí algo que quiera conservar.

El tren silbó, y el mozo de estación señaló cinco minutos para la partida. Arvid y Frieda se miraron durante unos segundos antes de caer llorando el uno en brazos del otro. Ninguno de los otros pasajeros dudó de que estaban asistiendo a una dolorosa despedida entre dos amantes que se decían adiós tal vez para siempre.

—En cuanto llegó a París, Arvid Soderman cablegrafió a mi abuelo. No sé qué decía aquel telegrama, pero fue lo suficientemente explícito como para que los Faraday no sólo insistiesen en que se trasladase a Inglaterra de inmediato, sino que incluso se empeñaron en recogerle en el puerto de Cherburgo para acompañarle en su llegada a Londres. Mi padre, que era entonces un adolescente, me dijo que nunca había visto a un ser que pareciese tan desdichado como Arvid Soderman cuando fue a recibirle a la Estación Victoria. Tenía la piel casi transparente y los ojos hundidos, la boca deformada por una expresión amarga y el aire ausente de quien parece incapaz de reconciliarse con la vida. Al comprar su billete a París, ya había aceptado que el Reich iba a arrebatarle su negocio, su casa y su futuro. Pero nunca, ni en el peor de sus sueños, podía imaginar el pobre Soderman que iban a quitarle también a Erich.

Los Faraday alojaron a Arvid en su casa de Londres, y Henry Faraday hizo algunas gestiones con bancos amigos para que pudiese recuperar el dinero que tenía depositado en dos o tres cuentas en entidades alemanas. No fue posible: habían sido bloqueadas hasta nuevo aviso. Soderman sólo podía disponer de lo que llevaba encima: unos marcos alemanes que, reducidos a libras esterlinas, se convertían en una cantidad risible. Tardó un poco en ser consciente de su delicada situación, y los Faraday no hicieron nada para obligarle a tomar tierra. Llevaba una semana encerrado en casa, sin querer salir ni siquiera a dar los cortos paseos por Hyde Park con los que Mavis Faraday salía a oxigenarse todas las mañanas. Sólo por cortesía hacia sus anfitriones se levantaba de la cama y se vestía, pero luego pasaba la jornada en estado de
shock
, sin comer apenas y hablando sólo cuando le interpelaban directamente. Sus amigos ingleses decidieron respetar su forma de enfrentarse al dolor. A un dolor cuya naturaleza ellos ni siquiera podían imaginar. Con el paso de los días, y tal y como los Faraday habían previsto, Arvid fue saliendo poco a poco de la nube negra en la que se había instalado. Una mañana espléndida, muy poco habitual en el desapacible otoño londinense, se ofreció a acompañar a Mavis en su caminata diaria por el parque. Ella aceptó, y dio junto a Soderman un corto paseo, sin hablarle, sin hacerle preguntas, sin intentar saber cómo se encontraba ni qué tenía en la cabeza cada vez que se encerraba en su cuarto o buscaba asiento en una silla y miraba al frente en silencio durante horas. Cuando estaban a punto de volver a casa, él se sentó en un banco y se echó a llorar. Mavis Faraday supo entonces que había empezado a curarse.

Cuando el dolor de Arvid comenzó a hacer sitio a la necesidad de seguir viviendo, surgieron los problemas materiales, menos elegantes que la tristeza, mucho más zafios que el desconsuelo, pero completamente ineludibles. Estaba en una ciudad y en un país extraños, sin recursos ni medio de vida. Por mucho que Henry Faraday intentó aplazar aquella conversación, Soderman insistió en tenerla. Necesitaba encontrar un trabajo y, desde luego, una vivienda: no podía abusar por más tiempo de la hospitalidad de sus amigos.

—Mi abuelo hizo entonces lo único que estaba a su alcance para ayudar a Soderman: ofrecerle un empleo como ayudante suyo en Faraday's Things. Arvid decía siempre que fue a la abuela a quien se le ocurrió que, ya que no quería seguir viviendo en su casa, podían habilitarle un pequeño apartamento en la trastienda. Mire a su alrededor, Victoria. Arvid Soderman vivió aquí durante… deje que haga memoria… durante cuatro años. En ese tiempo se convirtió en alguien indispensable para la buena marcha del negocio. El abuelo Henry era un gran vendedor, y contaba con una clientela fiel entre la sociedad de Londres, pero estaba muy limitado en lo tocante a encontrar mercancía. Tenía sus proveedores, sus contactos, por lo general gente ajena al negocio que le avisaban de que en tal o cual pueblo un aristócrata medio arruinado había muerto sin dejar descendencia, o que los herederos de un coleccionista que no quiso otorgar testamento estaban a punto de matarse en el reparto de su legado. Henry sabía sacar partido de las disputas y las casas medio abandonadas, pero ahí acababa todo. Arvid Soderman, sin embargo, era un verdadero sabueso. Se ofreció a encontrar para él objetos de valor, y el abuelo tuvo el buen juicio de darle carta blanca para moverse libremente siguiendo su instinto. Así que Arvid empezó a actuar…

La historia de cómo Soderman proveyó la tienda de antigüedades de las mejores piezas fue, durante años, tema de conversación en las reuniones familiares de los Faraday. Empezó haciendo un reconocimiento exhaustivo de las mejores casas de la zona de Mayfair, Knightsbridge y St. James's Park, y elaboró un listado de ancianos que vivían solos con sus sirvientes. Empezó concentrando su atención en las señoras, a las que abordaba echando mano de su encanto natural, sus modales distinguidos y sus maneras delicadas, y su triste historia de huérfano arruinado al que la vida había convertido en simple dependiente de comercio tras una vida regalada de esplendor y lujo en la lejana Estocolmo. Luego escuchaba con paciencia mineral las historias que aquellas mujeres ya no tenían a quien contarle, y descartaba de sus planes automáticamente a todas las que hablaban con pasión de sobrinos y nietos —por mucho que pasasen temporadas enteras sin verles el pelo—, para dedicarse a las que renegaban de una parentela descastada que ignoraba a la pobre tía anciana y solitaria.

Todas aquellas charlas solían acabar en una invitación a tomar el té en el domicilio de la interesada. Arvid llegaba siempre armado de cajitas de chocolatinas,
bouquets
de flores o tarros de mermelada de Fortnum & Mason, y aprovechaba la visita para someter la casa y su contenido a un discreto examen, durante el cual demostraba su exquisito gusto elogiando oportunamente las piezas más valiosas de todas las que componían la decoración de los salones. Aquellas mujeres a las que nadie hacía mucho caso y que estaban hartas de que los jóvenes de su familia no apreciasen en su justa medida los muebles de caoba o el servicio de té de plata se rendían ante aquel muchacho menudo y triste, tan bien educado y tan serio, capaz de fijarse en las diminutas incrustaciones de nácar de un joyero de sándalo, en las borlas de terciopelo de un cortinaje o en la pasamanería que adornaba un mantel. Cuando ya no había dudas sobre su buen gusto, Soderman fijaba su atención sobre determinados objetos, los más bonitos, los más valiosos: «Nada me gustaría más que poseer esta figura, señora Connors… Si esta fuente de bronce fuese mía, me consideraría el hombre más afortunado del mundo… ¿De verdad sus sobrinos no están enamorados de esta vajilla de Capodimonte, señora Balliol? Me sorprende usted…» Y era entonces cuando, como si acabase de recibir un soplo de inspiración divina, Soderman hacía una propuesta inverosímil: comprar por anticipado este o aquel objeto para, una vez producido el deceso de su propietaria —«Para el cual, lady Bushmill, espero que falten muchos años»—, hacerse cargo de ella. Por supuesto, pagaría al contado. No siempre la oferta era bien recibida. Algunas la rechazaban, más o menos ofendidas, y hubo una dama que hasta echó a Arvid de su casa con la misma violenta indignación con que Jesucristo había expulsado del templo a los mercaderes que lo profanaban. Pero muchas de aquellas mujeres dieron vueltas a la extraña oportunidad que se les ofrecía para ganar algún dinero sin renunciar por ello a sus objetos más queridos.

Era, Arvid lo había advertido, una inversión a largo plazo. Pero el paso inexorable del tiempo, los fríos inviernos londinenses y hasta la mala suerte fueron llevándose de este mundo a algunas de aquellas damas que habían tenido a bien legar al señor Soderman parte de sus objetos más queridos. Sus parientes, indignados, no podían entender por qué la querida tía Jane o la dulce abuela Rose habían dejado a un desconocido un juego de té de la Compañía de las Indias, la colección de abanicos, el ajedrez de ébano y marfil, el ejército de guerreros de jade. Cuando, en presencia del abogado que daba fe de las últimas voluntades de la finada, los sobrinos, los nietos o los hijos insinuaban que había algo raro en aquel ataque de generosidad con un extraño, un imperturbable Arvid Soderman les mostraba el comprobante de la compra del objeto en cuestión: lo que estaba recibiendo no era un legado, sino el fruto de una transacción completamente legal.

La historia de que un correcto caballero sueco compraba piezas de arte y consentía que siguiesen perteneciendo a sus dueños legítimos hasta el momento del deceso de éstos corrió como la pólvora por los salones londinenses, y muy pronto Arvid Soderman no daba abasto a las invitaciones para visitar casas y husmear, con toda libertad, entre los recuerdos de un montón de ancianos que no tenían reparos en cercenar la herencia de los parientes que los ignoraban, en una oportuna venta preventiva. Tres años después de la llegada a Londres de Arvid Soderman, Faraday's Things había aumentado su catálogo de piezas en venta, y multiplicado sus clientes y sus ganancias.

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