A Jan le encantaba viajar en tren. Decía que la mañana era el mejor momento del día, aunque solía trabajar de noche. Fumaba. Bebía un poco más de lo aconsejable. Comía de todo, pero le encantaba la carne y los guisos pesados. Era mujeriego y apasionado, y poco tenaz en sus romances, hasta que llegó Marga y lo cambió todo. Nunca tomaba postre. Y le daba miedo el mar, aunque no quería reconocerlo. Sabía tocar un poco la guitarra. Entendía de música y de arte moderno. Le apasionaba la arquitectura. Tenía una letra horrenda que con la edad había ido haciéndose más y más ininteligible. Odiaba ponerse corbata, aunque Victoria nunca había conocido a ningún hombre a quien sentase tan bien un traje. Hablaba inglés correctamente, pero no tenía facilidad para los idiomas, y compensaba sus carencias con una dosis extra de cara dura («Tendría que haberlo escuchado cuando fuimos a Florencia, y se manejaba hablando en español pero con acento italiano. Hace falta tener rostro…»). Era una nulidad haciendo bricolaje. Jugaba a las cartas como un tahúr del Misisipi, pero se negaba a apostar dinero («Decía que era demasiado difícil ganarlo como para arriesgarse a perderlo por una mala mano»). Era generoso, y que otros no lo fueran le molestaba de una manera casi infantil. Se entendía bien con los niños pequeños, y le encantaban los animales, pero se negaba tozudamente a tener una mascota («Ni siquiera su hija fue capaz de convencerlo para comprar un perrito. Y eso que Solange hacía de él lo que quería»). Sabía construir cometas («Qué raro, ¿verdad? No conozco a nadie más que lo haga»), y hubo una época en que le dio por jugar al tenis, pero se hizo daño en la rodilla y lo dejó («No sabe el partido que le sacó a aquella lesión… Con las mujeres, quiero decir. Si le hubiesen herido en la guerra, no le habría echado más cuento»). Le encantaba vestir bien, pero fingía que la ropa no le importaba («Hasta a mí quería hacerme creer que aquellos jerséis tan bonitos y las americanas que llevaba le habían caído encima por pura casualidad»). Era presumido a su manera. Solía llevar una barba de tres días, pero cualquiera que se fijase un poco podía ver que estaba perfectamente cortada. Madrugar le costaba un triunfo, pero por la noche tenía una vitalidad desbordante («Era el último en irse de todas las fiestas. Como si le diesen cuerda a partir de las doce»). Le salían ojeras si dormía mal, y sus resacas eran espantosas. Cuando se enfadaba lo hacía siempre por cosas insignificantes, aunque luego era capaz de pasar por alto otras mucho más graves («Tenía una asombrosa capacidad para olvidar las ofensas. No sabía lo que era el rencor»). Se portaba con altivez delante de sus jefes, pero sus subordinados le adoraban. Aunque intentaba disimularlo, le impacientaba la gente torpe («Se le daba mal trabajar en equipo: él iba a su ritmo, y era incapaz de ajustarlo al de los demás»). Podía resultar impertinente si se lo proponía. Era tierno a ratos, colérico en muy contadas ocasiones, impulsivo a veces, casi siempre optimista hasta la insensatez. Era inconstante en algunas cosas, pero no había habido nadie más fiel a los verdaderos afectos.
—Era una buena persona, Douglas. Su hijo era la mejor persona del mundo…
Faraday, que había escuchado a Victoria sin interrumpir, bebió un sorbo de agua y luego sonrió de una forma muy rara, como si acabase de despertar de un sueño feliz o de algo parecido a un hechizo. Por fortuna, los camareros del Garrick habían tenido el buen sentido de no acercarse a la mesa ni siquiera para servir más vino, y Faraday se dijo que aquella noche se habían ganado una propina más generosa que de costumbre. Apenas habían tocado el rosbif, y ambos comieron en silencio un par de bocados. Victoria encontró la carne un poco seca. De todos modos, seguía sin tener hambre.
—¿A qué se dedica, Victoria? Creo que Jan no me lo dijo.
Así que de nuevo era el turno de las preguntas de cortesía. Victoria, a quien no le gustaba nada hablar de sí misma, hubiese querido seguir conversando de cualquier otra cosa.
—Soy profesora. De Relaciones Internacionales. Doy clase en la Universidad de Grace, en Nueva York. Probablemente no le sonará, no es un centro importante. Mi marido es profesor en Columbia —sonrió—, y ahora es cuando usted dice «ah, sí, Columbia, una gran universidad». Llevo oyendo esa frase desde que me casé. ¿Y… y usted? ¿Siempre se dedicó a las antigüedades?
—No me quedó más remedio. Como le dije, Faraday's Things es un negocio familiar. Lo fundó mi abuelo, más tarde mi padre tomó el mando, y siendo yo hijo único no tenía muchas más alternativas.
—¿Le gusta el trabajo?
—Supongo que sí. Claro que para estar seguro hubiese tenido que hacer otras cosas. Pero no pudo ser. Toda mi vida estuve preparándome para heredar la tienda. A veces creo que mis padres no tuvieron un hijo, sino un anticuario en miniatura. Incluso la estancia en París estaba relacionada con el negocio: parte de nuestros proveedores y algunos de nuestros mejores clientes vivían en Francia, y mi familia pensó que sería bueno para la empresa que alguien pudiese hablarles en su lengua. Luego me enviaron a Oxford, y allí estudié Historia del Arte. Al licenciarme hice prácticas en Christie's y me familiaricé con el mecanismo de las subastas. Y en cuanto mi padre decidió que estaba listo, imprimieron unas tarjetas con mi nombre y me pusieron detrás del mostrador. No, Victoria, no tuve alternativa. Creo que es la primera vez que a alguien le interesa si me gusta o no lo que hago. Ni siquiera yo me lo había preguntado. —Se quedó pensando unos segundos, como si quisiese llegar a una conclusión—. Nunca fui una persona muy feliz, sino más bien alguien resignado a su suerte.
—Bueno, no todo el mundo está en disposición de escoger. Mi caso es el contrario. A nadie le importaba lo que yo hiciera… así que actué siempre como me vino en gana. No crea que eso es necesariamente una ventaja. No sabe cuántas veces deseé que alguien eligiese por mí. Pero, ya que estaba sola, capeé el temporal como buenamente pude. A su hijo le hacía mucha gracia comprobar que al final acababa saliendo adelante. «Ya te las apañarás», me decía. Y me las apañaba. Tenía una gran ventaja: no había presiones. Todo lo que hacía lo hacía por mí, sin miedo a decepcionar a otros ni a que me pidieran cuentas.
—¿No tenía usted familia?
Victoria se dijo que no le apetecía contar la historia de la pobre huerfanita y la malvada madrastra.
—Algo así…
Un camarero alto y de piel sorprendentemente blanca se acercó y propuso servirles el café en el salón. A Victoria le llamaron la atención sus ojos, que eran verdes como los de un duende. Se levantaron de la mesa y entraron en una sala contigua, de paredes enteladas y sillones demasiado bajos para resultar cómodos. Les sirvieron café en un juego de porcelana.
—Así que usted y Jan eran amigos desde hace…
—Veintisiete años. Toda una vida.
Douglas Faraday pareció calibrar aquel lapso de tiempo mientras miraba fijamente a Victoria.
—Ha debido de ser duro para usted.
Victoria sintió cómo se le tensaban los huesos de la espalda. Sin darse cuenta cerró los puños sobre las palmas, y se clavó levemente las uñas en el pulpejo de la mano. Era la primera vez en casi tres semanas que alguien se acordaba de sentir por ella una compasión sincera. Estaban todos tan pendientes de Solange y de Marga que nadie se había acordado del dolor de Victoria, que era único, personal y tenía su propia intensidad. Cuando Faraday lo mencionó, Victoria estuvo a punto de contestar con una frase hecha y pasar página sobre el asunto, pero de pronto se dijo que quizá había llegado su turno. Que ella también tenía derecho a reclamar su parte.
—Muy duro, sí. Más de lo que nadie se imagina. Cuando muere una persona todo el mundo tiene presente a su familia: a su viuda, a sus hijos, a sus padres si los conserva, a sus hermanos… Pero nadie piensa en los amigos. Al contrario. Se supone que son ellos quienes deben ocuparse de quienes lo están pasando mal. Es como si un amigo no tuviese su cuota de pena. Perder a Jan ha sido lo peor que me ha pasado en la vida. Ya le dije que no tengo familia… y, sin embargo, la primera vez que me he sentido verdaderamente sola fue tras morir su hijo. No es que nos viésemos demasiado… Sobre todo últimamente. Vivo en Nueva York y él estaba en Madrid. Pero, pese a eso, nos sentíamos cerca el uno del otro. No pasaba una semana sin que hablásemos por teléfono… Teníamos muchas conversaciones, ¿sabe? Casi todas intrascendentes. Una noche Jan me llamó a las doce y media porque no era capaz de recordar el nombre de un color: «Escucha, Victoria, cómo se dice cuando el azul es oscuro, pero intenso, no ese azul casi negro, sino un poco brillante, como el petróleo pero bastante más claro». Y yo, que estaba medio dormida, le contesté sin abrir los ojos: «Cian». «Claro, menos mal… me estaba volviendo loco.» Me dio las gracias y colgó. Eso era, Douglas. Siempre estábamos ahí, al otro lado del mundo, a vuelta de correo electrónico, en la otra línea. Y no para cosas importantes, sino para preguntar una estupidez en mitad de la noche. Eso es lo que echo de menos. Que nadie más va a despertarme porque ha olvidado el nombre de un color.
Faraday había bajado los ojos y se servía otra cucharada de azúcar. Fingió concentrarse en la operación, pero sólo buscaba algo que contestar.
—Lo único que puedo decirle, Victoria, es que mi hijo tuvo mucha suerte en la vida. Y él lo sabía. El día que nos vimos me dijo algo que me impresionó profundamente: «Voy a morir demasiado pronto, y sin embargo sigo pensando que he sido un hombre muy afortunado.»
Victoria suspiró e intentó acomodarse en la butaca.
—Jan estuvo siempre rodeado de afecto. Mischa lo adoraba. Su mujer… en fin… Ya vio usted a Marga. Es buena con todo el mundo. Imagine cómo sería con su marido, estando enamorada de él hasta la misma médula. Yo hice lo que pude: quererle tanto como él me quiso a mí. En cuanto a Solange… Esa cría es irresistible. Jan estaba loco con su niña.
—Me enseñó una foto. Es muy guapa…
—Una mezcla curiosa de la familia paterna y de su madre, Chloe… una auténtica belleza francesa.
—Jan no me contó nada de ella.
Victoria se echó a reír.
—Bueno, cuanto menos sepa de Chloe, mejor. Es alguien a quien mantener a raya, créame. Por fortuna, Solange va a vivir con Marga. No sé qué hubiese sido de ella de haber caído en las redes de Chloe. Oiga, Douglas… ¿no le gustaría conocerla? Quiero decir, a Solange. Después de todo, es su nieta…
El señor Faraday describió un gesto de resignación.
—Claro. Pero di a Jan mi palabra de que no lo haría. Luego me arrepentí. Es humano que quiera conocer a alguien que lleva mi sangre… Lo malo es que uno no puede pasar por alto ciertos compromisos, sobre todo si los adquiere con un hombre que sabe que va a morir. Mi hijo fue muy claro: «Mi mujer y mi hija no deben saber nunca quién eres. Prométeme que nunca les dirás que eres mi padre.» Eso fue lo que me pidió. Y le dije que sí… Además, reconozco que en aquel momento tampoco me seducía mucho la idea de enfrentarme a una familia que ni siquiera sabía que tenía. Es ahora cuando empiezo a pensar de otra forma. Entonces creí que había hecho lo suficiente asegurando su futuro con la película.
—¿De dónde la sacó?
—Es una historia muy larga…
—Oh, vamos, Douglas, no se haga de rogar. Arderé en el infierno por todas las mentiras que tendré que contar el resto de mi vida para encubrirles a usted y a su hijo… Concédame un capricho al menos.
Faraday se echó a reír. Tenía una risa curiosa, solemne y ronca, una risa breve que seguro que no prodigaba demasiado.
—Jan acertó al prevenirme contra usted…
—¿Hizo eso?
—Más o menos… Me dijo que era demasiado lista, y que no resultaba fácil engañarla. —Se limpió la boca con la servilleta y tocó el timbre para llamar al camarero—. Se ha hecho tarde, y el club cierra en diez minutos. Le propongo algo: veámonos mañana. ¿Tiene tiempo a mediodía?
A mediodía… Por la mañana había planeado ir con Solange al mercado de Spitalfields para que pudiese hacer unas compras… Pero ¿por qué no iba a poder citarse después con Faraday? No iba a tener otra oportunidad de conocer el misterio que rodeaba aquella cinta. Un inédito de Greta Garbo. Habría que ser una estúpida para perder una ocasión así. En su lugar, Jan no lo hubiese dudado.
—Puedo verle a partir de la una y media… ¿Le viene bien?
—Perfecto. La esperaré en Faraday's Things, y le enseñaré la tienda. Cerramos de dos a cuatro, así que podrá curiosear todo lo que quiera. Hay algunas piezas que merecen la pena, aunque creo que la historia que voy a contarle es mucho más interesante que cualquier cosa que tenga allí.
A Victoria se le escapó una sonrisa… Douglas Faraday podía ser muy misterioso cuando quería.
LONDRES-BERLÍN-LONDRES… Y ALREDEDORES
Por las mañanas, el mercado de Spitalfields estaba abarrotado. Victoria no podía creer que aquel territorio más bien feo y en estado de abandono que había conocido años atrás hubiera podido convertirse en un hervidero de tiendas de moda y sofisticados puestos ambulantes donde se vendían desde sombreros dignos de Ascot hasta galletas ecológicas. Solange se había agarrado de su brazo —ella, que incluso de niña quería caminar sin que nadie la sujetase— y lo miraba todo, excitada y feliz.
—Ay, tía Vi… esto era, precisamente, lo que yo quería encontrar en Londres… Llevamos tres días viendo pedruscos del año catapún, y empezaba a aburrirme.
Ella y Solange habían salido solas aquella mañana. Shirley quería citarse con una amiga que acababa de mudarse a la ciudad e insistió para que Marga la acompañara: «¿Qué tiene de extraño que quiera presentar a mi única hija? Hace siglos que conozco a Tessa y nunca te ha visto el pelo… Mis amigas van a empezar a pensar que no existes, que soy una loca que se inventa que tiene una hija en Madrid…» Marga pensó, muy sabiamente, que era mejor no hacer pasar a Solange por aquel trance —tomar café con una sexagenaria inglesa amiga de Shirley podía no ser el plan más apetecible para una adolescente— y pidió a Victoria que se ocupase de ella. Para Vic fue una ocasión de purgar sus pecados, pues se sentía vagamente culpable por abandonar a diario los planes colectivos y, sobre todo, por ocultar a la familia de Jan la existencia de una figura patriarcal.
¿Qué dirían Solange y Marga si supiesen quién era en realidad el señor Faraday? Marga se echaría a llorar, por supuesto, y luego se sentiría confusa y empezaría a dar la tabarra otra vez con lo de la película. Querría devolvérsela a Faraday en un alarde de dignidad suprema, y eso provocaría más conflictos. No, definitivamente era preferible que siguiese en la inopia. ¿Y Solange? Probablemente, estaría encantada de tener un abuelo. Contaba diez años cuando Mischa murió. En cuanto a los padres de Chloe, estaban vivos y coleando, pero eran dignos antecesores de su hija, y como nieta lo único que Solange obtenía de ellos era un cheque por Navidad. Sí, para la niña sería estupendo poder desplegar todas sus dotes de conquistadora delante de Douglas Faraday. ¿Y Shirley? Bueno, a ella sí que habría que atarla corto. El anticuario era todavía un hombre atractivo. Shirley, que había confesado una vez que estaba más que harta de ser viuda, intentaría echarle el lazo. Faraday tenía una pinta estupenda y debía de ser más o menos rico. Claro que estaba casado… ¿No había dicho algo de «su segunda mujer»? Aunque eso no tenía por qué ser un obstáculo para Shirley Saunders. Victoria se la imaginó, rizándose las pestañas y afilando el lápiz para marcar bien la raya del ojo, buscando un suéter capaz de realzar sus curvas y cardándose el pelo para causar buena impresión a su posible víctima…