No sin mi hija

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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No sin mi hija
es la historia real de Betty Mahmoody, norteamericana casada con un médico iraní. En agosto de 1984, el matrimonio, con su hija de cuatro años, va a pasar las vacaciones a Teherán, y el marido decide quedarse allí permanentemente. Betty está obligada asimismo a quedarse en el país, a menos que acepte separarse de su hija, ya que la ley islámica protege absolutamente los derechos del padre de familia y tanto ella como la niña están consideradas iraníes.
No sin mi hija
relata la larga y difícil trayectoria de Betty y la niña hasta que, tras un período de forzada adaptación a la cotidianidad iraní, consiguen salir del país. Según la reseña de Marita Golden en
The New York Times Book Review
, «el relato de Betty Mahmoody ofrece fascinantes aunque turbadoras vislumbres de la vida en la actual sociedad iraní, y en particular de la situación de las mujeres. Y, con la ayuda de William Hoffer, el coautor de
El expreso de medianoche
, el libro es una conmovedora historia de fortaleza personal, valor y fe».

Betty Mahmoody

William Hoffer

No sin mi hija

No sin mi hija - 1

ePUB v1.0

nalasss
27.07.12

Título original:
Not without my daughter

Betty Mahmoody con William Hoffer, 1987.

Traducción: Rosa María Bassols

Editor original: nalasss (v1.0)

ePub base v2.0

Este libro está dedicado

a la memoria de mi padre,

Harold Hover

Agradecimiento

Marilyn Hoffer realizó una inconmensurable contribución a este proyecto, combinando sus excelentes cualidades de escritora con su comprensión como mujer, esposa, madre y amiga. Sin su lucidez, hubiera sido difícil —casi imposible— escribir esta obra. Fue un miembro vital del equipo desde el comienzo hasta el fin. La admiro y la quiero profundamente.

1

Mi hija dormitaba en su asiento junto a la ventanilla del reactor de la British Airways, con sus bucles pardo-rojizos enmarcándole el rostro y cayendo descuidadamente hasta más abajo de sus hombros. Nunca se los habían cortado.

Era el 3 de agosto de 1984.

Mi pequeña estaba exhausta a causa de nuestro prolongado viaje. Habíamos salido de Detroit el miércoles por la mañana, y ahora, cuando nos acercábamos al final de esta última etapa del viaje, el sol se levantaba ya en viernes.

Mi marido, Moody, levantó la mirada de las páginas del libro que descansaba sobre su vientre. Empujó sus gafas hacia arriba, sobre su frente calva. «Será mejor que te prepares», dijo.

Me desabroché el cinturón, agarré el bolso y me dirigí por el estrecho pasillo hacia el lavabo de la parte de atrás del avión. Ya los ayudantes de cabina estaban recogiendo la basura y preparándose para las primeras fases del aterrizaje.

Esto es un error, me dije. Ojalá pudiera escapar de este avión ahora mismo. Me encerré en el lavabo y eché una mirada al espejo, para ver una mujer al borde del pánico. Acababa de cumplir los treinta y nueve, y a esta edad una mujer debería saber dominarse. ¿Por qué, me pregunté, había perdido el control?

Me arreglé el maquillaje, tratando de tener el mejor aspecto, e intentando al mismo tiempo tener ocupada la mente. No quería estar aquí, pero estaba, así que ahora tenía que sacar el máximo partido de la situación. Tal vez estas dos semanas pasaran rápidamente. Cuando regresáramos a casa, en Detroit, Mahtob iniciaría sus clases de párvulos en una escuela Montessori de las afueras. Moody se sumergiría en su trabajo. Empezaríamos a construir el hogar de nuestros sueños. Pasa como puedas estas dos semanas, me dije.

Busqué en el bolso el par de gruesos
panties
negros que había comprado por indicación de Moody. Me los puse y alisé la falda de mi conservador vestido verde oscuro, que los cubría.

De nuevo me miré al espejo, rechazando la idea de pasar el cepillo por mi castaño cabello. ¿Por qué preocuparme?, me dije. Me puse el grueso pañuelo verde que Moody me había dicho que debía llevar siempre que saliera a la calle. Anudado bajo la barbilla, me hacía parecer una vieja campesina.

Estudié mis gafas. Pensé que estaría más atractiva sin ellas. La cuestión era hasta qué punto quería impresionar a la familia de Moody, o hasta qué punto quería ser capaz de ver aquella atormentada tierra. Me dejé las gafas puestas, dándome cuenta de que el pañuelo ya había hecho un daño irreparable.

Finalmente, volví a mi asiento.

—He estado pensando —dijo Moody—. Tenemos que esconder nuestros pasaportes americanos. Si los encuentran, nos los quitarán.

—¿Qué deberíamos hacer? —pregunté.

Moody vaciló.

—Registrarán tu bolso, porque eres americana —me dijo—. Deja que los lleve yo. Es menos probable que me miren a mí.

Esto era bastante cierto, porque mi marido era de ilustre linaje en este país, un hecho implícito incluso en su nombre. Los nombres persas suelen ser ricos en significado, y cualquier iraní podría deducir mucho del nombre completo de Moody, Sayyed Bozorg Mahmoody. «Sayyed» es un título religioso que denota descendencia directa del profeta Mahoma por ambos lados de la familia, y Moody poseía un complejo árbol familiar, escrito en parsi, para demostrarlo. Sus padres le concedieron el título «Bozorg», en la confianza de que llegara a merecer el término, que se aplica al que es grande, noble y honorable. El apellido familiar era originalmente Hakim, pero Moody había nacido en la época en que el sha promulgó un edicto prohibiendo los nombres islámicos como éste, de manera que el padre de Moody cambió el apellido familiar por el de Mahmoody, que es más persa que islámico. Es un derivado de Mahmood, que significa «alabado».

A la categoría de su nombre había que añadir el prestigio de su cultura de erudito. Aunque los compatriotas de Moody odiaban oficialmente a los americanos, sentían veneración por el sistema pedagógico americano. Como médico educado y entrenado en América, Moody seguramente contaría entre la élite privilegiada de su tierra natal.

Hurgué en mi bolso, encontré los pasaportes y se los tendí a Moody. Éste los deslizó en el bolsillo interior de su traje.

El avión se aproximaba a su destino, pues los motores disminuyeron perceptiblemente su ritmo y el morro del aparato se inclinó, produciéndose un acentuado y rápido descenso. «Tenemos que bajar de prisa a causa de las montañas que rodean la ciudad», me dijo Moody. La nave entera se estremecía bajo la tensión. Mahtob despertó, repentinamente alarmada, y me asió la mano. Levantó su mirada hacia mí en busca de seguridad.

—Todo va bien —le dije—. Pronto aterrizaremos.

¿Qué hacía una mujer americana aterrizando en un país cuya actitud hacia los americanos era la más abiertamente hostil de cuantas mostraban las naciones del mundo? ¿Por qué llevaba a mi hija a una tierra que estaba embarcada en una cruel guerra contra Irak?

Por más que lo intentaba, no podía ahuyentar el oscuro temor que me había atormentado desde que el sobrino de Moody, Mammal Ghodsi, propusiera este viaje. Un par de semanas de vacaciones en cualquier parte son soportables, si uno contempla el retorno a la confortable normalidad. Pero yo estaba obsesionada con una idea, que mis amigos me aseguraban que era irracional: que, una vez que nos trajera a Mahtob y a mí a Irán, Moody trataría de mantenernos allí para siempre.

Jamás haría eso, me habían asegurado mis amigos. Moody estaba completamente americanizado. Llevaba veinte años viviendo en los Estados Unidos. Todas sus posesiones, su actividad médica, la totalidad de su presente y de su futuro, estaban en América. ¿Por qué iba a abandonarlo todo?

Todos estos argumentos resultaban convincentes a un nivel racional, pero nadie conocía la paradójica personalidad de Moody tan bien como yo. Moody era un marido y un padre cariñoso, aunque dado a una insensible indiferencia por las necesidades y deseos de su familia. Su mente era una mezcla de brillantez y oscura confusión. Culturalmente, era una combinación de Oriente y Occidente; ni siquiera él sabía cuál era la influencia dominante en su vida.

Moody tenía todas las razones del mundo para regresar con nosotras a América después de las dos semanas de vacaciones. Y también tenía todas las razones del mundo para obligarnos a permanecer en Irán.

Dada esa espantosa posibilidad, ¿por qué, entonces, había aceptado venir?

Mahtob
.

Durante los primeros cuatro años de su vida, mi hija había sido una niña feliz, parlanchina, con entusiasmo por la vida y una cálida relación conmigo, con su padre y con su conejito, un barato y aplastado animal de trapo de más de un metro de alto, decorado con lunares blancos sobre un fondo verde. Tenía unas tiras en los pies, de modo que ella podía atar el conejito a sus propios pies y bailar con él.

Mahtob
.

En parsi, la lengua oficial de la República Islámica del Irán, la palabra significa «luz de luna».

Para mí, Mahtob era luz de sol.

Cuando las ruedas del reactor tocaron la pista de aterrizaje, eché una mirada, primero a Mahtob, y luego a Moody, y supe por qué había venido a Irán.

Bajamos del avión, sumergiéndonos en el abrumador y opresivo calor del verano de Teherán, calor que parecía ejercer una presión física sobre nosotros mientras recorríamos el corto techo de pista que separaba el aparato de un autobús que nos esperaba para transportarnos a la terminal. Y eran sólo las siete de la mañana.

Mahtob se aferraba a mi mano firmemente, sus grandes ojos castaños abarcando aquel mundo extraño.

—Mami —susurró—. Tengo que ir al lavabo.

—Conforme. Ya encontraremos uno.

Al entrar en la terminal del aeropuerto, andando por una gran sala de llegadas, no tardamos en recibir el impacto de otra desagradable sensación: un espantoso hedor corporal, exacerbado por el calor. Confiaba en poder salir pronto de allí, pero la sala estaba atestada de pasajeros llegados en diversos vuelos, y todo el mundo empujaba y se abría paso con los codos hacia el mostrador de control de pasaportes, que constituía la única salida de la sala.

Nos vimos obligados a imponernos, dando codazos para avanzar entre los demás. Yo llevaba a Mahtob delante de mí, protegiéndola de la multitud. Por todas partes a nuestro alrededor, resonaban voces agudas en rápido parloteo. Mahtob y yo estábamos empapadas de sudor.

Sabía que en Irán se exige a las mujeres llevar cubiertos los brazos, las piernas y la frente, pero me sorprendió ver que la totalidad de las empleadas del aeropuerto, así como la mayoría de las pasajeras, iban casi completamente envueltas en lo que Moody me dijo que eran
chadores
. Un
chador
es una gran tela en forma de media luna que envuelve los hombros, la frente y la barbilla, dejando al descubierto sólo los ojos, la nariz y la boca. El conjunto recuerda un hábito monjil de épocas pasadas. Las iraníes más devotas sólo se permiten asomar un ojo. Las mujeres corrían por el aeropuerto llevando varios bultos del equipaje con una sola mano, porque necesitaban la otra para sostener la tela bajo la barbilla. Los largos y flotantes faldones de sus negros
chadores
ondeaban al pasar. Lo que más me intrigaba era el hecho de que el
chador
fuese optativo. Existían otras prendas que cumplían los duros requisitos del código de vestimenta, pero aquellas mujeres musulmanas habían decidido llevar el
chador
encima de todo lo demás, a pesar del opresivo calor. Me maravilló el poder que su sociedad y su religión tenían sobre ellas.

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