La verdad de la señorita Harriet (47 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—¿No va a quitarse algo de ropa al menos?

—No se preocupe por mí. Además, no llevo más ropa.

—Bueno, aquí hay bastante privacidad. Podría sacarse el vestido y quedarse en ropa interior, y nadie haría ni caso.

Sarah se rió y negó con la cabeza.

—Oh, señorita Baxter. A veces es usted divertidísima.

Luego se puso a coser.

Tal vez fuera el calor, pero noté que se apoderaba de mí una gran agitación. Me entraron ganas de arrancarle el vestido y descubrirle los brazos y los hombros al sol; eso o meterle la colcha en la garganta. Para contenerme de hacer semejante tontería, cogí la toalla y, sin decir una palabra, enfilé el sendero hasta el entarimado, donde dejé caer la toalla. La socorrista se había instalado de nuevo en su silla de campaña y le hice un gesto con la cabeza al pasar.

—Tómeselo con calma —me dijo, pero antes de que pudiera darme más consejos innecesarios, me volví y, agarrándome un momento a la barandilla, me permití caer hacia atrás en el estanque.

Desgraciadamente, no había contado con que el agua estuviera tan helada. El impacto hizo que la cabeza me palpitara como si fuera a estallar. Me hundí, impotente, en las gélidas profundidades durante lo que parecieron siglos. Empecé a notar como si se me comprimieran los pulmones. Me moría por respirar, pero me había hundido mucho y seguía haciéndolo. De pronto algo blando y resbaladizo me acarició el brazo. Alarmada, di una patada pero solo logré hundir el pie en algo grasiento y caliente. Presa del pánico, tragué mucha agua. Cerré los ojos, notando cómo daba vueltas y más vueltas. Tal vez eso era ahogarse. Me dolían los oídos. Al abrir los ojos, entreví una luz azulada muy por encima de mí y empecé a elevarme hacia ella en medio de mil burbujas. Al final salí del agua con gran estrépito, asustando a una escandalosa familia de patos. Tosía, medio ciega y luchando por respirar. Parecía que me había olvidado de nadar, y, desesperada por mantenerme a flote, empecé a golpear con los brazos y a dar patadas. Ante mí estaba el flotador, mucho más lejos de lo que había parecido en la orilla. Me precipité hacia él. La superficie del estanque estaba verde de cieno y hedía a algas. Me di cuenta de que debía de ser muy profundo; no se veía el fondo, y de cerca el agua era más negra que marrón.

Por fin llegué al flotador y me agarré a él como si mi vida dependiera de ello. Misteriosamente, tenía los brazos cubiertos de barro. La socorrista estaba de pie en el borde del embarcadero, echada hacia delante, y me miraba con atención.

—¡Puedo recogerla con el bote! —me gritó.

—¡No, gracias!

Luego entreví a Sarah, apenas la cabeza y los hombros. Estaba de pie a la izquierda del entarimado, justo donde el césped empezaba a descender detrás del sendero. Hacía visera con una mano y me miraba. Era evidente que creía que yo no la veía, tal vez porque yo estaba a ras del agua y a ella le tapaban en parte la caseta y la cuesta. Tenía una expresión fría y seria. Me atrevería a decir que parecía decepcionada. Caí en la cuenta de que debía de haber visto que estaba a punto de ahogarme y sin embargo no había movido un dedo para ayudarme.

Estaba asimilando ese frío descubrimiento cuando noté en el pie un dolor abrasador que me hizo gritar. Muy alarmada, me precipité hacia los tablones de madera del embarcadero, luchando por mantenerme a flote, y de allí me sacaron la socorrista y varias mujeres, preocupadas; de Sarah, ni rastro. Una vez fuera del estanque, se hizo evidente que me brotaba sangre de los dedos de los pies. Algo me había mordido, tal vez un lucio, según la socorrista. Tuve que someterme a la indignidad de que me lavara y vendara el pie.

Diez humillantes minutos después, Sarah se acercó con sus andares de pato y dijo que se había quedado dormida al sol. La socorrista insistió absurdamente en que fuera al hospital. Pero yo estaba tan alterada por los acontecimientos de la tarde que solo quería volver a casa. De modo que, una vez que localizamos el taxi, le di instrucciones al conductor de que nos llevara de regreso a Bloomsbury, «si era digno de su consideración».

Sarah no dijo nada en todo el trayecto; ni una palabra. Se limitó a mirar por la ventanilla. A veces, cuando cree que nadie la observa, pone una cara inexpresiva, implacable, y ayer en el taxi vi por primera vez algo cruel en el contorno de su mandíbula.

De todos modos, he tenido por fin una idea. Se me ocurrió anoche, justo cuando me tomaba mis pequeñas pastillas para dormir. Al principio la rechacé por considerarla muy extrema. Pero después de haberme devanado los sesos, no se me ocurre otra forma de averiguar si la muchacha tiene o no cicatrices. Lo peor que podría pasar es que durmiera hasta tarde, y un poco de descanso extra no hace daño a nadie.

Se requieren preparativos; hay que allanar el terreno. Ya he empezado esta mañana enviándola a Fortnum & Mason para comprar una lata de cacao Van Houten y un poco de azúcar de vainilla. Las bebidas alcohólicas no quiere ni verlas, pero cuento con la ventaja de que es muy golosa. Todavía tengo mucho veronal, y dos o tres pastillas son suficientes, ya que no está acostumbrada; tal vez cuatro, para mayor seguridad. Estoy segura de que no puede hacerle daño.

Martes 12 de septiembre, once y media de la noche. ¡Qué frustrante! Estaba resuelta a seguir adelante con mis planes esta noche y la he invitado a tomar una taza de cacao, pero ha rehusado. Al final me he visto obligada a tomármela yo. ¿Qué le pasa a esta muchacha? No creo que sospeche nada. Puede que sencillamente no esté de humor. Tal vez la próxima vez encuentre la forma de tentarla: si echo unos pedacitos de chocolate, quizá, y pongo nata montada encima, como hacían en la chocolatería del West End Park hace muchos años. A ella le encantaban esos pequeños vasos de chocolate caliente cubiertos de crema chantillí.

Mañana, cuando salga a comprar alpiste para los pájaros, le pediré que compre una tableta de chocolate y un poco de nata.

Jueves 14 de septiembre, once y cuarto de la noche. Casi estoy demasiado excitada para escribir. Esta noche, después de varios intentos a principios de semana, ella ha aceptado por fin mi invitación y se ha tomado un tazón de chocolate conmigo en la sala de estar. Afortunadamente, todo ha conspirado para corroborar que este es el plan de acción adecuado; hasta el tiempo parece aprobarlo, porque los últimos días han sido fríos y lluviosos, mucho más apropiados para tomar bebidas calientes antes de acostarse. He insistido en preparar el chocolate yo misma, lo que me ha dado la oportunidad perfecta para remover el veronal triturado, tres al final, ya que he decidido que cuatro podían ser demasiadas para alguien que no está acostumbrado.

Ella se ha tomado la nata con una cuchara. Por un instante me ha preocupado que dejara el chocolate…, pero no, se lo ha bebido todo, como una buena chica.

Como era de esperar, no han pasado ni cinco minutos cuando ha empezado a bostezar, y luego se ha disculpado y me ha dado las buenas noches. Debo decir que no esperaba que las pastillas surtieran efecto tan pronto.

Ahora solo estoy esperando a que se acueste. La he oído un rato moverse por la habitación, pero ya ha apagado la luz y todo está silencioso. Otra media hora debería bastar y entonces entraré.

VI

Marzo de 1890

Edimburgo

19

Como en la mencionada serie
Juicios célebres
se puede encontrar una transcripción casi textual del proceso me abstendré de dar cuenta exhaustiva de los testimonios, limitándome a ciertos puntos destacados que merecen ser discutidos con más detenimiento, y algunas cuestiones que, en aquel momento, no tuve ocasión de refutar.

El primer testigo, James O’Connell, es digno de mención aunque solo sea por el sorprendente efecto que tuvo su testimonio sobre algunos miembros del público. O’Connell era el repartidor que había encontrado el cadáver de Rose en el bosque. Era un tipo pomposo, fornido y rubicundo, lleno de ínfulas por el hecho de comparecer ante los tribunales. Cuando Aitchison le pidió que describiera lo ocurrido aquel día, O’Connell dijo que había visto un saco medio enterrado en un tramo de tierra removida, a cierta distancia de la carretera.

—Cuando tiré de él, vi que estaba enredado con un cuerpo…, una niña…, bueno, un cuerpo en estado de descomposición, los huesos de una niña. Creo que la carne se la habían comido los zorros o los perros, pero quedaban los huesos.

El repartidor se vio obligado a interrumpir su testimonio debido a un alboroto en la sala: varias personas del público rompieron a llorar, hubo muchas demostraciones histriónicas, y una mujer llegó incluso a desmayarse y tuvieron que llevársela.

Por atroz que fuera que una niña hubiera sufrido un destino tan abominable, esa respuesta tan histérica fue sorprendente, habida cuenta de que todos los asistentes debían de estar al corriente de esos detalles, ya que la prensa había repetido la historia hasta la saciedad. Por lo que yo sabía, ninguna de las personas que estallaron en llanto o se desmayaron conocían en persona a Rose o a los Gillespie; como diría más tarde Caskie, era muy sospechoso. Al parecer, ciertos miembros del cuerpo de abogados no tienen escrúpulos en contratar a sujetos para que se sienten entre el público y, en determinados momentos convenidos previamente, finjan sorpresa, indignación o agitación (o cualquiera que sea la emoción que se haya acordado), en respuesta a lo que se dice en el estrado. Caskie no sugirió en ningún momento que la Corona se hubiera rebajado a utilizar semejante táctica, pero era inevitable preguntarse si esos estallidos públicos eran auténticos.

En medio del caos, mientras sacaban de la sala a la mujer que se había desvanecido, Aitchison en persona se plantó frente al estrado, con sus manos regordetas y rosadas en las caderas, y miró alrededor asintiendo para sí, como si esas reacciones solo fueran de esperar.

Una vez restablecido el orden, cuando el fiscal hubo acabado con O’Connell, el señor Pringle empezó su interrogatorio. Tenía tendencia a formular las preguntas como si estuviera un poco distraído y ensimismado. Tal vez fuera una pose, pero a veces (sobre todo a medida que avanzaba el juicio) parecía que en realidad tuviera la cabeza en otra parte, y en un par de ocasiones se confundió en puntos de la ley, menoscabando aún más, por lo tanto, su credibilidad. El señor Pringle se acercaba a la edad de jubilación y parte de su brío había disminuido. En todo caso, no perdamos tiempo en él; no había sonsacado nada de interés al repartidor cuando a mi abogado le llegó el turno del interrogatorio.

Al levantarse, junté las manos con fuerza hasta que me dolieron; solo así parecía capaz de mantener la compostura, ya que estaba casi sin aliento a causa de la expectación y los nervios. MacDonald dio unos pocos pasos y se quedó inmóvil por completo, con una mano en la barbilla, como si diera vueltas mentalmente a algo de suma importancia. Se hizo un silencio en la sala. Esperamos. Al final empecé a temer que ese menudo abogado hubiera sufrido un ataque de pánico escénico, pero al final miró con severidad al testigo y formuló una pregunta con un tono tan áspero que fue casi como una acusación.

—Señor O’Connell, ¿qué hacía en concreto en el bosque aquel día?

El repartidor pareció molesto, pero aun así respondió.

—Como he dicho, estaba… respondiendo a una «llamada de la naturaleza».

MacDonald lanzó una mirada algo asombrada al jurado.

—¿No habría respondido a dicha «llamada de la naturaleza» con mayor comodidad a un lado de la carretera? Había una buena caminata desde donde abandonó el carro hasta el lugar donde encontró a la niña, ¿no es así?

—Podría decirlo así, en efecto —admitió O’Connell, levantándose los pantalones sobre la extensión de su tripa.

—Entonces, ¿por qué se adentró tanto en el bosque? Da la impresión de que acudió derecho a la tumba…, casi como si supiera dónde estaba.

El ambiente de la sala cambió: todos los presentes escuchaban con más atención que antes. Me pregunté adónde quería ir a parar MacDonald. ¿Podía creer genuinamente que ese tal O’Connell estaba involucrado de algún modo en la muerte de Rose?

El repartidor se ruborizó.

—¿Qué… está insinuando?

—Solo me intriga saber por qué se adentró tanto en el bosque… cuando podría haber vaciado la vejiga detrás del primer árbol.

El testigo murmuró algo.

—¿Cómo dice? —preguntó mi abogado, ahuecando una mano alrededor de su oreja—. Alce la voz, señor.

O’Connell se ruborizó.

—Era una llamada de la naturaleza más profunda, señor. Era preferible atenderla lejos de la carretera. Un zurullo…, si se me permite expresarlo así.

De varios rincones de la sala llegaron risitas indecorosas. Unas cuantas mujeres parecieron ofenderse.

—Oh, discúlpeme —dijo MacDonald retrocediendo, y concluyó—: No insistiré más en este asunto. —Con lo que las risitas se convirtieron en carcajadas obscenas y Kinbervie se vio obligado a pedir silencio.

El interrogatorio de MacDonald no había demostrado ni rebatido nada, y, sin embargo, con esa pequeña táctica del comienzo había divertido a los elementos más pendencieros del público, ganándose así su aprobación. En consecuencia, ahora se sentían más cómodos en el entorno austero del Tribunal Supremo y esperarían del joven abogado diversión. ¿Seguro que nos favorecería un comienzo así?

Sin embargo, el ligero alivio que experimenté duró poco. Cuando levanté la vista del banco, vi que Kinbervie había vuelto la cabeza y miraba una de las chimeneas con una expresión irritada; era evidente que estaba disgustado con MacDonald por actuar para la galería. En cuanto al jurado, uno o dos miembros sonreían, pero el resto, tal vez imitando al juez, mantuvo un semblante pétreo. Enseguida empecé a comprender hasta qué punto mi destino estaba en manos de esos caballeros.

Después del teatral comienzo proporcionado por el recadero al contar cómo había descubierto el cuerpo, Aitchison llamó a su segundo testigo, el inspector Grant, de quien tuvimos que aguantar toda la historia atroz, desde el comienzo: el descubrimiento de que Rose había desaparecido, las búsquedas infructuosas, la nota de rescate, la tumba improvisada, la chaqueta manchada de sangre con el recibo salarial olvidado en el bolsillo, la dramática detención de Hans y Belle, la piedra que se encontró debajo de su ventana, sus declaraciones, el descubrimiento de que la hermana de Belle, Christina, había trabajado para los Gillespie, la confiscación del libro mayor del banco y mi propia detención. Por alguna razón, el inspector hablaba como si fuera el artífice de cada avance que se había hecho en el caso. Me sorprendió su doblez cuando se refirió con aire entendido a sucesos en los que su colega Stirling había estado seguramente mucho más involucrado. En realidad, la principal intervención de Grant había sido retirar a agentes del caso. El inspector me había parecido una criatura astuta y jactanciosa, y me sorprendió que Aitchison pareciera tener una gran opinión de él. La actitud respetuosa del fiscal tuvo el desafortunado efecto de hacer que las respuestas de Grant sonaran plausibles, aun cuando, que yo supiera, algunas fueran mentira. Me decepcionó que ni Pringle ni MacDonald quisieran interrogarlo. Durante su declaración, el inspector no miró ni una vez en mi dirección; creo que con ello pretendía que me sintiera insignificante e indigna, no merecedora ni de desprecio; y, cuando dejó el estrado, la sonrisa suficiente en su rostro rosado fue como un reproche deliberado.

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