La verdad de la señorita Harriet (57 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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MacDonald se puso inusitadamente serio mientras observaba cómo se iba. Le vi frotarse la frente, como si, por un momento, no supiera qué hacer. Sin embargo, llamó enseguida a su siguiente testigo, Walter Peden. Caskie me había asegurado que el testimonio de Peden nos favorecería y Walter, en efecto, tenía un aspecto muy respetable con su mejor traje. Comprobé con alivio que se contenía de bailar como un pato en el estrado. Su actitud erudita fue bien recibida y, de manera paradójica, su refinado acento inglés pareció aumentar su credibilidad. El público lo escuchó en un respetuoso silencio. Se percibía en el ambiente que había depositado en él su confianza: allí había un caballero como Dios manda, un Galahad, una persona de confianza.

MacDonald lo instó a confesar que nunca se habría casado con Mabel de no haber intervenido yo para juntarlos.

—Lo mismo ocurrió unas cuantas veces —dijo Peden a la sala—. Habíamos quedado en vernos los tres, pero, por alguna razón, Harriet no podía acudir a la cita, lo que nos dejaba a Mabel y a mí solos.

—¿Fue una deliberada maniobra casamentera por parte de la señorita Baxter?

—No me extrañaría. Sería la clase de cosa que ella haría. A Harriet le gusta ayudar. Algunos lo llaman interferir, pero sus intenciones siempre son buenas.

Aitchison hizo que contara con más detalle ese punto durante el interrogatorio.

—Ha dicho que la señorita Baxter les juntó a su mujer y a usted.

—Es cierto.

—¿Cree que ejercer de casamentero siempre es un acto desinteresado, señor Peden?

—Supongo que sí. Nunca he pensado en ello.

—Entonces, en su opinión, la señorita Baxter solo actuaba por generosidad al juntarlos a usted y a su mujer.

—No podía ganar nada con ello, aparte de hacernos felices a Mabel y a mí.

—Usted era un buen amigo del señor Gillespie, ¿no es cierto?

—Sigo siéndolo, señor.

—Y también es artista… Pasaban mucho tiempo juntos, antes de que se casaran, ¿no es cierto?

—Sí.

—Y su mujer y el señor Gillespie estaban muy unidos, como hermano y hermana, ¿no es así?

—Oh, sí, eran casi inseparables. Mabel siempre estaba en su estudio, y yo de vez en cuando también.

—Pero no ha sido lo mismo desde que se casaron.

—Supongo que no. Cuando uno se casa… tiene otras ocupaciones.

—El hecho de casarse, en realidad, los apartó de la vida del señor Gillespie, ¿no es cierto?

—Bueno… tal vez no nos apartara, pero vemos menos a Ned. Y, por supuesto, cuando estuvimos viviendo en Tánger dejamos de vernos por completo.

—¿Quién tuvo la idea de que su mujer y usted se fueran a vivir a Tánger?

Peden pareció confundido.

—Fue idea mía, señor.

—¿No fue de la señorita Baxter?

—No.

—¿A qué distancia está Tánger de Glasgow, señor Peden?

—Diría que a varios miles de millas.

—Varios miles de millas, y probablemente la señorita Baxter lo alentó para que se fuera a vivir a varios miles de millas.

—Bueno, se mostró entusiasta ante la idea, sí.

—Entusiasta…, no lo dudo. No tengo más preguntas, milord.

A continuación MacDonald llamó a varios testigos que hablaron bien de mí, incluida la querida Agnes Deuchars. Iba con su mejor vestido y lo que parecía un sombrero nuevo, y lloró un poco en el estrado cuando le contó al tribunal que la señorita Baxter era una «buena señora», y lo bien que había cuidado de su marido y de ella en Bardowie. Después de Agnes, dos señoras de la clase de arte afirmaron que era un miembro muy querido del grupo, que siempre estaba alentando los esfuerzos de mis compañeras, y que había encabezado la campaña de reparto de octavillas cuando Rose desapareció. Las hijas Alexander, las hijas de mi casera, afirmaron a su vez que nunca habían tenido una inquilina más agradable e intachable.

Si hubiéramos podido llamar a esos testigos antes, el juicio habría sido más equilibrado. Por desgracia, el sistema judicial da preferencia a la acusación, y los argumentos de la defensa solo se oyen a última hora del día. En mi caso, los miembros del jurado habían oído tales difamaciones desde que el juicio había empezado que sería un milagro que no se hubieran dejado influenciar.

Incluso nuestros testigos de carácter fueron atacados por Aitchison. Mi casera, la señora Alexander, habló de mí de forma encantadora; ahí no hubo problema. Sin embargo, cuando el fiscal se levantó para proceder al interrogatorio, tenía una expresión que yo había llegado a reconocer. He visto un brillo similar en los ojos de un zorro poco antes de saltar sobre su presa.

—Señora Alexander, ¿puede decir al tribunal qué encontró la policía debajo de la cama de la señorita Baxter cuando registró sus habitaciones?

—Sí. Encontré un cuadro, un retrato de la señorita Baxter…, diría que bastante bueno. No sé por qué lo guardaba debajo de la cama, salvo…, bueno…, que uno no siempre quiere mirarse.

—Exacto. ¿Y estaba firmado ese cuadro?

—Sí, en la esquina inferior izquierda. Lo firmaba Annie Gilles pie. La señorita Baxter solía ir a posar al apartamento de los Gillespie.

—¿Sabía usted que fue el padrastro de la señorita Baxter, el señor Dalrymple, quien encargó el retrato?

—No, no lo sabía.

—Annie Gillespie siempre creyó que el señor Dalrymple había colgado el cuadro en su casa de Helensburgh. Y sin embargo lo encontraron debajo de la cama de la señorita Baxter. ¿Por qué la señorita Baxter nunca dio ese retrato a su padrastro?

—Me temo que no lo sé. Tal vez porque no estaba del todo satisfecha con él.

—Señora Alexander, ¿alguna vez se le ocurrió pensar que el padrastro de la señorita Baxter podía no haber encargado el retrato, para empezar, y que la señorita Baxter había mentido sobre el encargo para tener acceso al hogar de los Gillespie?

MacDonald se puso en pie de inmediato.

—Protesto, milord. Mi ilustre colega, el señor fiscal, no está sino probando suerte, con la esperanza de inducir a engaño al jurado.

Por supuesto, había una razón del todo comprensible para explicar por qué el cuadro seguía en mi posesión. Sencillamente me daba demasiada vergüenza dárselo a mi padrastro. Todo estuvo bien mientras posaba para él, e incluso cuando lo vi terminado. Pensé que Annie había hecho un buen trabajo. Pero una vez que me lo llevé a mis habitaciones, cuanto más lo miraba, menos me gustaba. Mi imagen plasmada sobre el lienzo no solo me recordaba a menudo lo lejos que estaba del físico ideal. Ramsay siempre me había tomado el pelo acerca de mi aspecto, sobre todo mi nariz. Cuanto más examinaba el retrato, menos podía soportar la idea de que él lo viera. En consecuencia, dejé de hablar de él cuando me ponía en contacto con Ramsay, y al cabo de unos meses él pareció olvidarlo. Nunca volvió a mencionarlo y yo me alegré mucho. Me limité a guardar el cuadro debajo de la cama e ignorarlo. Pero nadie más lo sabía, porque nunca hubiera permitido que Annie se enterara de que no le había dado a Ramsay un cuadro que ella se había esforzado tanto en pintar. Por supuesto, de haber tenido la oportunidad, habría testificado en ese sentido en el juicio, al igual que Ramsay. Sin embargo, el asunto quedó suspendido en el aire, sin resolver.

Kinbervie miraba por encima de la montura de sus gafas a Aitchison.

—Señor, ¿tiene algo realmente que preguntar a la señora Alexander?

El fiscal inclinó la cabeza en lo que pareció un gesto de disculpa.

—He terminado, milord.

—En ese caso —dijo el juez, volviéndose hacia mi abogado—, señor MacDonald, si tiene la amabilidad de darse prisa. El tiempo vuela, como estoy seguro de que se ha dado cuenta.

—Sí, milord.

Mientras la señora Alexander abandonaba la sala, MacDonald se detuvo frente a la mesa de los letrados y miró sus papeles. Hasta entonces se había apresurado a llamar a cada testigo, pero esta vez hubo un largo paréntesis. Al final levantó la cabeza y se volvió hacia el alguacil.

—Llamo a Sibyl Gillespie.

Lancé una mirada a Caskie para ver lo confiado que parecía, y me quedé horrorizada al ver que tenía los hombros alzados a la altura de las orejas. Cuando su mirada se encontró con la mía, se mordió los labios y sacudió la cabeza de forma casi imperceptible, gestos que no fui capaz de interpretar. ¿Me estaba diciendo que no me preocupara? ¿O me indicaba que él mismo estaba preocupado? Era imposible decirlo.

Mientras, Ned se había echado hacia delante en su silla, ocultando la cabeza entre sus manos. Solo alzó la vista cuando el alguacil regresó a la sala acompañado de Sibyl. Todos los presentes observaron cómo la niña cruzaba la cámara. Se la veía más frágil que nunca. Tenía la mirada apagada, y debajo de su gorro a cuadros asomaban unos pocos mechones. Llevaba un abrigo a juego encima de un vestido de terciopelo de cuello alto ribeteado de crepé. La ropa le iba enorme y, debajo de ella, se apreciaba que sus extremidades eran puro hueso envuelto en piel. Por supuesto, todavía hacía frío y era apropiado que llevara ropa de abrigo, pero yo no podía olvidar que las capas de terciopelo y tela a cuadros también ayudaban a ocultar sus cicatrices. Solo se veían su gorro y su pequeño rostro cetrino por encima de la barandilla superior cuando subió al estrado. Para empezar, mantuvo la vista clavada en el suelo, y la expresión de su semblante era tan cauta y aprensiva que Kinbervie se inclinó y habló con ella en tono tranquilizador:

—No tengas miedo, jovencita. Estos amables caballeros solo quieren hacerte unas preguntas. Luego volverás con tu madre. ¿Entendido?

Sibyl alzó la mirada y asintió con timidez, con unos ojos enormes en su pequeña cara demacrada.

—Así me gusta. Ahora tienes que decirnos la verdad. ¿Entiendes qué quiere decir la palabra verdad? Por ejemplo, si dijera que yo llevo una peluca en la cabeza, ¿sería verdad o mentira?

Sibyl lo miró vacilante, como si temiera que se tratara de algún truco.

—¿Verdad? —respondió por fin, con una vocecilla insegura.

—Eso es. Y si dijera que llevo…, digamos, un plato de cordero en la cabeza, ¿sería verdad o mentira?

La niña sonrió bobamente y respondió, con más confianza:

—Mentira.

—Muy bien. ¿Y por qué debemos decir la verdad aquí en el tribunal?

Sibyl consideró la pregunta un momento antes de hablar.

—Porque queremos averiguar qué le pasó a Rose, y es importante porque si se demuestra, entonces la gente que se la llevó será castigada, y si no se demuestra, entonces no será castigada ni deberá serlo.

En mi fuero interno no pude evitar sonreír, porque era como si Ned hablara a través de ella; sin duda, había considerado su deber explicarle a su hija algunos principios de la justicia y la ley. Levanté la vista hacia él, pero miraba a su hija. Era evidente que la niña había impresionado al juez.

—He conocido a más de un abogado que no habría sabido expresarlo tan sucintamente —dijo—. Gracias, jovencita. —Se volvió hacia mi abogado—. Señor MacDonald, sea… breve.

MacDonald se acercó al estrado.

—Bien, Sibyl —dijo en voz baja pero audible—. No te haré muchas preguntas, y solo quiero que me respondas cada una como consideres oportuno. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella asintió.

—Así me gusta. Veamos, quiero que pienses en el día que tu hermana Rose desapareció, el año pasado. ¿Te acuerdas de ese día? Puedes decirme sí o no.

—Sí —respondió la niña con tono cantarín.

—Muy bien. Ahora, tú y…

—Rose está muerta —dijo Sibyl en voz alta, interrumpiéndolo.

—Sí, es cierto…, e intentamos averiguar qué pasó. Ahora dime, tú y tu hermana estabais jugando en los jardines de Queen’s Crescent ese día, ¿verdad? ¿Te acuerdas de haber jugado en los jardines? Puedes responder sí o no.

—Sí.

—Muy bien. ¿Y te acuerdas de qué más pasó ese día?

Sibyl pensó un momento.

—Había un pájaro muerto en el suelo, pero no lo toqué.

—Bien. ¿Y viste a alguien más en los jardines? ¿A otra persona?

—Había una señora en la verja.

—Entiendo. ¿Y habló contigo la señora?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Me pidió que fuera a la tienda a comprar azúcar.

—¿Y te dio dinero?

—Dos peniques. Uno para el azúcar y el otro para mí, pero…, pero habría compartido mi penique con Rose. Lo habría hecho.

—Por supuesto que sí. Ahora quiero que pienses con detenimiento y me digas cómo era esa mujer.

—Llevaba un vestido azul que brillaba.

—¿Algo más?

—Llevaba un sombrero con un velo.

—¿Y era delgada, gorda o normal?

—Creo que era bastante delgada.

—Ahora, Sibyl, quiero que mires aquí. —MacDonald se detuvo frente al banquillo de los acusados—. Mira a las dos señoras que tengo detrás de mí y dime: ¿alguna se parece a la señora que viste a ese día?

Sibyl nos miró e inmediatamente se volvió hacia MacDonald.

—¿Puedo acercarme?

El abogado miró a Kinbervie, quien asintió. MacDonald se acercó a toda prisa al estrado y condujo a Sibyl hasta el banquillo de los acusados, tan cerca que alcancé a ver el suave vello que le crecía alrededor de la mandíbula. La niña temblaba. Miró con solemnidad, primero a Hans, luego a Belle. Todo fue muy desconcertante. MacDonald trató de tranquilizarla.

—No hay prisa. Dime si ves a la señora que viste aquel día.

Sibyl inclinó la cabeza hacia un lado y me miró directamente, por primera vez. Entornó los ojos y vi que movía los labios, pero no emitió ningún sonido audible. Creo que podría haber dicho mi nombre para sí, muy bajito. Luego me sonrió. No sabría decir qué hizo que me estremeciera, tal vez fuera solo la expresión de sus ojos, una especie de frialdad mortecina. Desplazó la mirada por el banquillo hasta Belle, cuyo semblante reflejaba con claridad su terror ante el giro que habían tomado los acontecimientos.

—No hay prisa —decía MacDonald.

La mirada de la niña iba de Belle a mí. Yo tenía el cuerpo rígido a causa de la ansiedad. Todos los presentes en la sala estaban callados e inmóviles, mirando a Sibyl.

—Mira a las señoras y si reconoces a la que viste en los jardines, dime sí o no.

—Sí —respondió Sibyl por fin, con voz apagada e inexpresiva.

—Tal vez sería más fácil si la señalaras. Solo levanta el brazo y señala a la señora que te pidió que fueras a comprar azúcar. ¿Cuál de las dos lo hizo?

Sibyl levantó el brazo y alargó el dedo. Al principio, su mano planeó sin señalarnos a ninguna de las dos, sino más bien a Schlutterhose o a un policía. Contuve el aliento. De pronto era si como si pudiera ver con más claridad. Toda la sala estaba radiantemente definida. Todo era más brillante, más vívido. Podía ver las puntadas de las costuras del abrigo de Sibyl. Los colores de los hilos de la tela escocesa eran intensos. Por extraño que parezca, tuve la sensación de que se me habían concedido poderes sobrenaturales y entendía, de forma innata, cómo habían sido entretejidos esos hilos. La mano temblorosa de Sibyl se convirtió en el foco de atención de mi mente agudísima. Tenía la piel tan pálida que parecía brillar. Reparé en las uñas cortas y desiguales, pero yo sabía, sin lugar a dudas, que en alguna fecha futura dejaría de mordérselas. Sus pequeños dedos huesudos temblaron, pero me sobrevino la convicción de que algún día luciría un anillo de boda, y que su marido le sostendría y acariciaría la mano. Tal vez pareciera frágil ahora, pero al final se recuperaría y llevaría una vida normal.

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