La verdad de la señorita Harriet (52 page)

Read La verdad de la señorita Harriet Online

Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
13.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por el momento sigo a oscuras —replicó Kinbervie con un acentuado sarcasmo—. Pero le concederé cierta flexibilidad en sus preguntas, señor fiscal.

—Gracias, milord. Señora Watson, díganos por qué dejaron de tratar a la señorita Baxter, por favor.

Sonriendo al juez, Esther reanudó su testimonio.

—Bueno, es difícil de explicar, pero nosotros…, yo… empecé a pensar que tal vez nos había embaucado para meterse en nuestra casa. Y luego me pregunté si en realidad no estaba tratando de interponerse entre Henry y yo.

El prolongado silencio que Aitchison permitió a continuación fue concebido sin duda para dejar que la gravedad de la afirmación se grabara en la mente de los miembros del jurado. Al final le preguntó:

—¿En qué sentido?

—Bueno, hubo muchos pequeños incidentes. Me dio la impresión de que, si alguna vez mi marido y yo teníamos una desavenencia, ella se alegraba en secreto. Recuerdo una vez que a Henry le dolía la cabeza y me habló con brusquedad, diciendo algo bastante desagradable… Bueno, pues Harriet se rió y se frotó las manos casi con regocijo. Y, cuando estábamos los tres, ella solía señalar mis defectos delante de él. Verá, soy un poco mayor que ella y ella no paraba de señalar mi edad. Una vez que estábamos con Henry, se me quedó mirando la cara y me dijo, con tristeza: «Oh, Esther, ¿crees que algún día tendré esa horrible papada que tienes tú?». Pero siempre lo hacía de una forma tan encantadora y graciosa que uno no podía protestar.

—¿Cuánto tiempo continuó?

—Varios meses. Verá, todo fue muy sutil. Harriet tiene una forma de…, es muy cautivadora y sabe cómo conseguir que le bailes las aguas. Sabe engatusarte para que hagas algo sin que te des cuenta siquiera. Al principio Henry no se dio cuenta.

—¿Con el tiempo lo hizo?

—Bueno, hubo un incidente con unas fotos que le hizo ver por fin que había un problema.

Y entonces Esther pasó a describir lo ocurrido con las estereogramas, solo que hizo que pareciera que era yo la quien las había llevado a la casa un día y se las había enseñado a Henry.

—Solo para aclararnos, señora Watson: ¿sabiendo que usted estaría fuera de casa, la señorita Baxter llevó unas fotos digamos que vulgares de señoras para enseñárselas a su marido?

—Sí, y… como se puede imaginar, él se sintió muy violento y me lo contó después. Entonces empezamos a hablar de Harriet y, al mirar atrás, nos dimos cuenta de que había habido algo raro en todas las ocasiones que nos la habíamos encontrado por la calle. Vive en Clerkenwell, que queda en la otra punta de Londres, pero no parábamos de coincidir con ella en Chelsea. Ella siempre tenía una buena excusa para estar por nuestro barrio, pero… era muy a menudo. Y empezamos a preguntarnos si nos esperaba.

—¿Cree que los seguía?

—No, no nos seguía exactamente. Pero nos vigilaba y lo planificaba con antelación o averiguaba adónde íbamos para poder fingir un encuentro fortuito.

—Entiendo. ¿Qué fue en concreto lo que la hizo sospechar?

—Solo el número de encuentros. Era demasiada coincidencia.

—¿Y entonces dejaron de tratarla?

—Bueno, le escribimos diciéndole que nos íbamos de viaje y a partir de entonces fingimos no estar en casa si ella venía. Y no volvimos a contestar sus cartas o postales. Al final se dio por aludida.

—Señora Watson, mi opinión es que la señorita Baxter estaba enamorada de su marido. ¿Podría ser el caso?

—No lo sé.

Llegado a este punto ella guardó silencio…, y más le valía. No me atrevía a pensar en el disparate con que ella o el fiscal podían salir a continuación. Aitchison la presionó.

—¿Cómo explica el comportamiento de la señorita Baxter?

—A veces… Todo fue muy confuso, pero era como… si quisiera separarnos a Henry y a mí…, romper nuestro matrimonio. Verá, ella siempre había querido ser el ojito derecho de su padrastro…, una especie de niña de papá. Fui a verla una vez a Clerkenwell y su habitación era un altar consagrado a él. Había colocado varios daguerrotipos y fotografías de él donde pudiera verlos desde la cama. En cambio no había una sola foto de su madre…, cualquiera habría pensado que la odiaba.

MacDonald se levantó para protestar, pero Kinbervie se le adelantó.

—Lo que pueda haber pensado no viene al caso, buena mujer. Tenga la amabilidad de ceñirse a los hechos. Aquí en Escocia somos muy capaces de formarnos nuestras propias opiniones, si es necesario…, aunque no estoy muy seguro de que esto guarde relación con el caso, señor fiscal.

Aitchison se disculpó a Su Señoría y le recordó a su testigo que se ciñera a los hechos. Esther Watson continuó.

—El señor Dalrymple, el padre de Harriet, o mejor dicho, su padrastro, nunca le escribía ni la visitaba. Era un hombre más bien distante. Creo que eso afectaba mucho a Harriet. Y me pareció que al tratar de separarnos a mi marido y a mí, se estaba vengando, de algún modo, de su madre, o de su padrastro, o…, no lo sé, tal vez de Henry y de mí, por el simple hecho de que éramos felices juntos. Aunque ahora que lo digo me temo que no tiene mucho sentido.

Dedicó al juez la más encantadora y radiante sonrisa.

Kinbervie, que la había escuchado con la mirada perdida y una expresión de incredulidad, arqueó las cejas. Luego carraspeó y se echó hacia delante.

—Señor fiscal, por muy fascinante que sea ese asunto, ¿qué relación…?

—Por supuesto, milord. Gracias, señora Watson, eso es todo por lo que a mí se refiere, de momento. Su testigo, mi ilustre colega.

Una vez más, Pringle se contentó con dar por buena la línea seguida por Aitchison y el turno del interrogatorio pasó directamente a MacDonald. Yo era consciente de que mis abogados guardaban un as en la manga, pero antes del juicio no tenía una idea muy clara de cómo refutarían las declaraciones radicales de Esther Watson.

Cuando MacDonald se levantó, parecía malhumorado. En sus manos tenía un periódico y enseñó la portada a la testigo.

—Señora Watson, ¿reconoce esta publicación?

Al ver el periódico, Esther pareció sobresaltarse de entrada, luego se notó que estaba horrorizada.

—Sí, la reconozco.

—Es un periódico inglés. ¿Puede decirle al tribunal cómo se llama?


The News of the World
.

—¿Y qué clase de publicación es, señora Watson?

—No le entiendo…

—¿No es un periódico que trata sobre todo de escándalos y noticias sensacionalistas?

—Bueno…, tal vez.

—¿Ha tenido alguna vez tratos con este periódico?

—Yo…, no sé bien qué quiere…

—Permítame que sea más concreto. —MacDonald se interrumpió y se inclinó hacia ella, imponente—. ¿Ha recibido alguna vez dinero del director de este periódico?

Toda la sala contuvo el aliento, preguntándose qué había detrás de esa pregunta. Esther titubeó, sin duda enzarzada en una lucha interior.

MacDonald la apremió.

—Recuerde que está bajo juramento, señora Watson. Tengo entendido que recibió dinero de este periódico hace unas semanas.

A Esther se le descompuso el rostro.

—Sí —dijo en un susurro—. Lo recibí.

MacDonald se irguió cuan alto era, sosteniendo el periódico en el aire para que todos los presentes lo vieran. Su indignación resultaba bastante intimidante.

—Ha firmado un contrato comprometiéndose a conceder a
The News of the World
una exclusiva sobre su amistad con la señorita Baxter y sobre su comparecencia aquí en el Tribunal Supremo. Esa salaz crónica será publicada la semana que viene para divertimento de los lectores que compran este… este periódico, ¿no es cierto?

—Sí.

—Mi opinión, señora Watson, es que ha adornado usted la historia y ha contado mentiras sensacionalistas a fin de hacer más satisfactoria la crónica para los lectores de este periódico.

—¡No! —Esther me miró, luego meneó la cabeza—. Puede que cobre, pero lo que he dicho hoy aquí es verdad.

—¿Cuánto ha cobrado, señora Watson?

Esther pareció reacia a dar la cifra; MacDonald la ayudó.

—¿Han sido cuarenta libras?

—Sí —respondió Esther, cerrando los ojos.

De los bancos del público llegó un jadeo, porque era una elevada suma para la mayoría de los presentes, quienes sin duda no verían tanto dinero junto en toda su vida.

—Cuarenta libras. Que conste en acta que ha recibido cuarenta libras por contar una sórdida historia y arruinar la reputación de la que fue su amiga.

El abogado se volvió hacia el juez, que en ese momento no habría estado más sorprendido si MacDonald se hubiera quitado la toga y se hubiera puesto a bailar un cancán sobre la mesa de las pruebas, y se dirigió a él.

—Milord, no solo resulta más que cuestionable la pertinencia de la declaración de la señora Watson, sino que es un caso flagrante de un testigo al que se le promete una recompensa por su historia. Sugiero que su testimonio no sea tenido en cuenta por el jurado.

Kinbervie se rascó por debajo de la peluca.

—¿Es eso cierto, señora Watson? ¿Ha vendido su historia a un periódico?

Esther pareció debidamente avergonzada.

—Sí, milord —respondió. Luego añadió, con una afectada sonrisa de colegiala—: No creí que importara.

—Bueno, pues sí que importa…, y no se moleste en hacerme ojitos. —Luego se volvió hacia el jurado—. Caballeros, debo pedirles que no tengan en consideración la declaración de esta testigo.

A continuación reprendió a Esther con severidad por hacer perder el tiempo al Tribunal Supremo de Justicia. Apenas oí una palabra de lo que le dijo. Fue un alivio inmenso que mi antigua amiga hubiera demostrado ser una mentirosa redomada (además de una nulidad). Sin embargo, me pregunté lo efectiva que podía ser la instrucción que había dado el juez al jurado. Bien mirado, seguía siendo un hecho que los miembros del jurado habían oído cada palabra de su ignominiosa declaración y parecía imposible que no les hubiera influido de algún modo.

Caskie parecía ensimismado cuando vino a verme durante el receso. Él y MacDonald habían hablado de Aitchison y del modo en que había llevado el juicio hasta entonces. MacDonald estaba convencido de que el fiscal dejaría para el final a su testigo clave, Christina Smith, a fin de hacerla aparecer con un ademán florido y acabar con una nota dramática con el testimonio de que ella, a petición mía, había arreglado un encuentro entre la hermana y el cuñado, y yo.

—Aitchison es listo, ya sabe —me dijo Caskie—. Pero es una estrategia arriesgada. Se ha reservado la mayoría de las pruebas condenatorias para las últimas horas. Quiere arremolinar la capa a su alrededor y abandonar el escenario con un triunfo, porque solo tiene esta tarde para rodar sobre sus ejes: Christina y esa maldita prueba del banco.

—Ojalá hubiéramos encontrado los recibos de los albañiles —murmuré.

—Pero no los hemos encontrado, y estoy seguro de que Aitchison se las arreglará para que parezca que fue usted en personal al Bank of Scotland de Saint Vicent Place a retirar el dinero con que pagó a nuestro amigo alemán.

—Desde luego que no hice tal cosa. A decir verdad, no creo que haya puesto nunca un pie en el Bank of Scotland.

Caskie pareció sorprendido.

—Pero, señorita Baxter, no hay duda de que usted retiró el dinero de allí. Su nombre aparece muchas veces en el libro.

—Dudo que figure en el libro mayor del Bank of Scotland, señor Caskie. Soy clienta del National Bank of Scotland.

Él reflexionó un momento, luego chasqueó con la lengua.

—Por supuesto, qué necio soy. Pero los nombres se parecen tanto, y todo el mundo conoce el Bank of Scotland.

—Sí, pero es una horrible mole de piedra. El National está en mi misma calle y tiene una fachada muy bonita, por eso lo elegí.

—Humm… —dijo Caskie con el entrecejo fruncido, como si tratara de recordar algo.

Era evidente que esa conversación lo había perturbado, pero se limitó a subir de nuevo las escaleras con prisas sin decir nada más.

Más tarde, cuando ocupé de nuevo mi sitio en el banquillo de los acusados, levanté la vista hacia el público. Una terrible premonición iba forjándose en mi interior, y no ayudó la perspectiva de que la mujer de Ned pudiera reunirse con Mabel en la galería, ahora que había testificado; no me atraía la idea de pasar las siguientes horas bajo su escrutinio. Sin embargo, de momento no se veía a Annie por ninguna parte.

Mientras la sala esperaba a que Kinbervie regresara de comer, advertí que Caskie se había acercado a la mesa de las pruebas. Estaba mirando el libro mayor del banco y otros papeles con cara de perplejidad. Poco después se acercó corriendo a MacDonald, con el documento en la mano, y empezó a susurrarle de forma apremiante al oído. El abogado frunció el ceño mientras cogía la hoja de papel de las manos de Caskie y la examinaba, pero no tuve tiempo de deducir qué podía ser porque justo en ese momento el juez regresó y el juicio se reanudó.

Al final, el primer paso que dio Aitchison aquella tarde fue llamar a testificar a Neil Ennitt, empleado bancario. El señor Ennitt era un joven desgarbado y con granos, y tengo que reconocer que me sentí inusitadamente aprensiva mientras le tomaban juramento, dada la preocupación de Caskie sobre la cuestión del banco. Así, cuando el fiscal se acercó a la mesa de las pruebas y presentó el libro mayor bancario, me preparé. Pero mi abogado se puso en pie de inmediato, diciendo:

—Tengo algo que objetar, milord.

El juez pareció sobresaltarse.

—¿Está seguro, señor MacDonald?

—Sí, milord. Hay un asunto que debo hacerle notar y que requeriría un receso.

Kinbervie suspiró.

—¿Es realmente necesario? —Señaló al jurado—. Estos gentiles caballeros acaban de tomar asiento.

—Le pido disculpas, milord, pero tengo una objeción contra esa prueba.

Con visible irritación, Kinbervie hizo salir a los miembros del jurado y al testigo de la sala. Mientras desfilaban hacia la puerta todos permanecimos sobre ascuas, esperando a oír lo que tenía que decir mi abogado.

MacDonald asintió hacia el alguacil, quien entregó una hoja de papel a Kinbervie, el mismo documento que parecía haber preocupado a Caskie.

—Si Su Señoría tiene ante sí la prueba número diecisiete —empezó a decir MacDonald—, verá que se trata de un mandamiento judicial. Se cursó el año pasado cuando los detectives de Cranston Street se dispusieron a examinar las finanzas de la señorita Baxter. Como verá, el documento fue expedido a nombre del Bank of Scotland, en Glasgow, en el número dos de Saint Vicent Street.

Other books

Beatlebone by Kevin Barry
The Namesake by Fitzgerald, Conor
The Wednesday Group by Sylvia True
Ann H by Unknown
Bring the Jubilee by Ward W. Moore
Raine on Me by Dohner, Laurann