Hombre de negocios ante todo, Hamilton escribió a Ned en julio, y, tras transmitirle de nuevo sus condolencias por los problemas vividos en los últimos tiempos por su familia, expresó titubeante su deseo de prolongar una vez más la exposición. Ned le hizo saber que le traía sin cuidado. Vi por casualidad su contestación en la mesa del vestíbulo, donde permaneció hasta que la echaron al buzón. La nota estaba escrita en lo que parecía un pedazo de papel de pared arrancado. En ella ponía de manifiesto su indiferencia, lo que explicaba por qué no tenía ni el tiempo ni la disposición necesarios para descolgar sus cuadros, y concluía diciendo que por él los cuadros podían «colgar allí hasta que se pudrieran». Por consiguiente, la exposición se prolongó sin armar revuelo, esta vez por un período indefinido.
Hamilton también le consiguió al artista una docena de encargos, la mayoría retratos, lo que indicaba que la reciente fama de Ned pesaba más que cualquier preocupación inicial que pudieran tener los clientes sobre la clemencia con que serían retratados. Por desgracia, no era seguro cuándo estaría en condiciones para volver a pintar. Durante semanas ni siquiera había mirado sus pinceles, y su puesto de profesor en la escuela había sido ocupado por otro caballero que, aunque me dijeron que era muy agradable, no estaba a la altura de Ned, ni como maestro ni como pintor. Huelga decir que no asistí a ninguna clase más aquel trimestre.
Por lo que se refiere a Ned, cuando no repartía octavillas o buscaba a su hija, se encerraba en su estudio, donde había clavado un trapo negro en el tragaluz para que no entrara la luz del día. Aunque hacía hincapié en la oscuridad, el sueño lo esquivaba y (como me contó más tarde) durante varias semanas se vio sometido a alucinaciones en las que se le aparecía la pequeña Rose. Una vez, mientras subía las escaleras de su buhardilla, le pareció verla en el rellano. Estaba bastante oscuro, pero la niña parecía brillar, extrañamente nítida, en las sombras. Se puso de puntillas (una postura muy característica de Rose), le sonrió, y luego desapareció.
En muchos sentidos, Ned parecía estar de luto. Su forma de hablar y sus movimientos se habían vuelto lentos, y un día en que por casualidad estuve muy cerca de él, me sorprendió ver entre su melena un mechón blanco. Un momento después vi otro. A medida que avanzaba el verano las canas se multiplicaron hasta que fueron demasiadas para contarlas.
Atormentada por los remordimientos, así como por el convencimiento de que solo ella era responsable de lo ocurrido, Annie empezó a deambular por las calles del otro extremo de la ciudad, buscando a su hija. Por más que lo intenté, no logré persuadirla de lo inútil de su búsqueda. Ned y ella se turnaban para salir del piso, y mientras uno vigilaba a Sibyl, el otro realizaba los recados necesarios y reanudaba la búsqueda de Rose. Ned solía concentrarse en el barrio, mientras que su mujer tenía la teoría de que Rose estaba cautiva en algún lugar del East End. Sin duda varios periódicos habían sostenido esa idea, con sus salaces referencias a la trata de blancas y el constante testimonio de personas que habían visto a niñas de pelo rubio. A lo largo del verano, hiciera el tiempo que hiciese, Annie se dedicó a recorrer las callejuelas a lo largo de la Gallowgate, entrando y saliendo de frías y húmedas callejuelas y pasajes, y atisbando en sucios patios. Con una tenacidad que se volvió casi mecánica, se atrevía a entrar en los zaguanes y subir las escaleras para interrogar a los residentes. A veces hallaba cortesía y compasión; otras, tenía que huir frente a duras palabras; pero la respuesta siempre era la misma: nadie sabía el paradero de su hija.
Con sus desafortunados padres perdidos en su propia desolación, la pobre Sibyl seguía matándose de hambre. Cada comida era una batalla, en la que Ned y Annie tenían que engatusarla y suplicarle que comiera siquiera un bocado, mientras que Sibyl encontraba formas cada vez más imaginativas para evitar el alimento. Era como si, convencida de que había contribuido a la pérdida de su hermana pequeña, quisiera dejar de existir.
Una mañana de agosto, muy temprano, al bajar las escaleras del estudio donde había pasado una noche agitada, Ned advirtió un cambio en la luz del piso. Durante semanas, en aras de proteger su intimidad, las cortinas de la parte delantera de la casa habían permanecido corridas; de pronto reparó en que el pasillo estaba más luminoso que de costumbre: una luz tenue llegaba del salón. Intrigado, entró en la estancia y vio que una de las ventanas de guillotina tenía las cortinas descorridas y estaba abierta. A continuación vio, horrorizado, que Sibyl había salido y estaba de pie en el saliente, como si quisiera saltar. En efecto, mientras él cruzaba el umbral, la niña se echó hacia delante, preparándose para dar el salto.
Afortunadamente Ned fue más rápido que ella. Cruzó con rapidez la habitación y, agarrándola por la cintura, la arrastró consigo para salvarla de una caída que podría haber acabado de forma espantosa, al estrellarse contra la acera o la zona del sótano, o bien contra la verja, que estaba rematada, a intervalos, con púas bajas en forma de cardos. Sibyl se retorció y, llorando, forcejeó en los brazos de su padre mientras intentaba zafarse.
—¡No! ¡No! ¡Suélteme!
Ned se vio obligado a echarse al suelo y cubrir a la niña con su cuerpo, para reducirla.
Así es como los encontró Annie un momento después. Tras pasar la noche en la cama de Rose, se despertó sobresaltada con los gritos apremiantes de Sibyl y bajó corriendo para averiguar qué pasaba. Al entrar en el salón, vio a su hija retorciéndose en el suelo, inmovilizada por Ned, que lloraba y le acariciaba la cabeza para calmarla.
—¿Qué ha pasado? —gritó Annie, y mientras su marido le ofrecía una breve crónica de los sucesos, la niña siguió retorciéndose y llorando.
De algún modo lograron levantarla y tumbarla en el sofá. Entonces Annie se acercó a la ventana para cerrarla y correr las cortinas. Ned apretó a Sibyl contra su pecho y la meció, susurrándole al oído. La niña sollozaba sin hacer ruido, pero parecía haberse calmado. Annie se dejó caer en la butaca y, después de lo que pareció mucho tiempo, Sibyl por fin se quedó dormida. Ned se levantó con cuidado y entre él y Annie llevaron a la niña a su dormitorio, que tenía el ambiente polvoriento y petrificado de una habitación que casi nunca se utiliza. Mientras Annie velaba a su hija, Ned recorrió todas las habitaciones fijando con clavos los marcos de las ventanas y los tragaluces para que ya no pudieran abrirse.
A raíz de ese incidente perturbador, Ned reconoció por fin que necesitaban ayuda con su hija, y esa noche dobló la esquina hasta Lynedoch Crescent para hablar con el doctor Oswald. Cuando este le hizo pasar a su gabinete, Ned le expuso la situación: el sentimiento de culpa de Sibyl y su convicción de que era responsable de la pérdida de Rose, su negativa a comer y la consecuente pérdida de peso, la tos nerviosa, el incidente de la ventana, y luego, su anterior mala conducta y obstinación, un historial que se remontaba a muchos meses atrás y que incluía sus actos de sabotaje: los dibujos obscenos en las paredes, las cajas de cerillas robadas, los innumerables objetos quemados y destruidos, los desagradables incidentes fecales y el intento de envenenamiento en Hogmanay.
Después de escuchar con atención el relato de Ned, Oswald pidió permiso para hablar a solas con Sibyl, y acordaron una hora para que fuera a visitarla a Stanley Street. Llegó la tarde siguiente a la hora fijada, y mientras Ned y Annie esperaban aprensivos en el salón, el doctor habló con Sibyl en el comedor. Salieron diez minutos después, y la niña subió a su dormitorio mientras Oswald informaba a sus padres de sus conclusiones.
En su opinión, Sibyl era una niña sumamente perturbada y ansiosa que necesitaba tratamiento con urgencia, sobre todo si querían evitar que muriera de inanición. Teniendo en cuenta los antecedentes de la niña, existía el peligro de que no solo se infligiera daños a sí misma sino también a otros. El doctor Oswald sugirió ingresarla en un sanatorio enseguida, durante unas semanas, para alentarla a comer y tenerla bajo una vigilancia más estrecha que en el número 11.
A esas alturas Annie temía por la vida de su hija y estaba dispuesta a probar cualquier solución. Sin embargo, a Ned le horrorizaba el sanatorio y no lograron persuadirlo de que llevara a su hija allí, por mucho que el médico le asegurara que la sección de mujeres era totalmente humana. Después de discutir un poco más, el doctor se marchó sin Sibyl, dando a los Gillespie un último consejo: si no querían dejar a su cargo a la niña, debían buscar con urgencia ayuda extra. Tanto Ned como Annie reconocían que, por el momento, iban a necesitar ayuda, pero en su frágil estado ninguno de los dos soportaba la idea de meter a un desconocido en el piso, por lo que enseguida descartaron contratar a una doncella. Por otro lado, Ned se negaba a pedir a Mabel que volviera de Tánger. De modo que Annie se vio obligada a tragarse su orgullo e ignorar la antipatía que sentía por su suegra para que Sibyl pudiera pasar la tarde al cuidado de esta y su doncella Jean, en el número 14, donde todas las habitaciones estaban en el sótano o a nivel de la calle.
Una tarde, mientras hacía unos recados para mi casera, me interné más al este de lo que había previsto y acabé casi en Glasgow Cross. Era un día frío y gris, bajo un cielo cubierto de nubes que se escabullían. Debía de ser sábado, porque las calles estaban atestadas de vehículos y transeúntes, y entre la marea humana que recorría el Trongate se respiraba un aire de urgencia. Me había detenido para admirar las arcadas del pasaje peatonal que había al pie del campanario de Tron cuando me llamó la atención la figura solitaria de una mujer. Estaba al otro lado de la torre, junto a la cuneta. Llevaba el bajo del abrigo descosido y se le había manchado de barro por donde se arrastraba. Sus botas estaban desgastadas y el sombrero atado descuidadamente. Al principio pensé que mendigaba, hasta que volvió la cabeza y reconocí a Annie. Allí estaba, repartiendo octavillas, repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
—¿Puede ayudarme, por favor? ¿Ha visto a esta niña? ¿Puede ayudarme?
De pronto me sentí desconsolada y avergonzada. Verán, a esas alturas todas las posibilidades realistas de encontrar a Rose se habían evaporado. Hasta Ned casi había renunciado a la búsqueda: desde mediados de agosto apenas salía a buscar a la niña. Sin embargo Annie persistía. Solo la desesperación, y tal vez una especie de locura, podían mantener viva su fe en encontrarla. La situación —su inútil persistencia— me pareció muy preocupante, y mi primer impulso, cuando la vi en la torre, fue retroceder antes de que me viera. Me escondí detrás de unas cajas, y cuando me atreví a asomarme, vi aliviada que Annie se había vuelto sin verme. Podría haberme ido en ese mismo momento, pero me quedé detrás de las cajas para observarla a través de la arcada. Era una figura tan menuda y triste, repartiendo sus octavillas a los transeúntes, casi como una autómata.
—¿Ha visto a mi hija? ¿Puede ayudarme, por favor?
Verla allí, inmersa en una búsqueda tan apremiante y al mismo tiempo tan solitaria, resultaba tan doloroso que acabé alejándome sin decirle nada. Regresé por Argyle Street y me abrí paso hacia el noroeste a través del barrio de Blythswood. Como siempre, mantuve los ojos bien abiertos, pero en el fondo de mi corazón sabía que la búsqueda de Rose era inútil, y solo era la fuerza de la costumbre lo que me hacía mirar a cada niña abandonada que pasaba. En alguna parte, tal vez en Sauchiehall Street, un organillo tocaba «The Lost Chord». Era una versión insólitamente alegre de la melodía, y sin embargo el sonido forzado y metálico de la música que flotaba a través de los tejados sonó muy triste a mis oídos.
Aunque cueste imaginarlo, en otros lugares la vida había discurrido con normalidad durante esos terribles meses de verano. En el otro extremo del mundo la gente se levantaba por la mañana y se ocupaba de sus asuntos cotidianos. Por ejemplo, en Saint Rémy, al sur de Francia, Vincent van Gogh pintaba paisajes de trigo y olivares. En Londres, el teatro Novelty reabrió sus puertas con una producción de Henrik Ibsen,
Casa de muñecas
. Ni siquiera los criminales se tomaron un descanso. Llegaron noticias de que se habían reanudado los asesinatos de Whitechapel y el 17 de julio se inició la investigación de otra posible víctima. Ese mismo mes, en la isla escocesa de Arran, Edwin Robert Rose, un turista inglés, desapareció, y cuando una semana después se descubrió su cadáver en estado de descomposición, se emprendió la búsqueda de su asesino. Mientras tanto los británicos, una vez concluida la jornada laboral, siguieron ocupando su tiempo en algún que otro entretenimiento.
Blackwood’s Magazine
publicó un cuento de Oscar Wilde. La Galería Nacional de Retratos de Escocia abrió sus puertas al público. En Londres, la gente hacía cola para conseguir una mesa en las nuevas salas del Savoy, bajo el resplandor de las luces eléctricas. En agosto la reina hizo una breve visita a Gales de camino a Escocia. Y, en septiembre, el Port Glasgow Athletic derrotó al Greenock Abstainers con un 8-0.
Toda esa despreocupada actividad continuó mientras en Woodside, Glasgow, en el número 11 de Stanley Street, prevalecía una sofocante y restringida vida de desolación y desesperación. El verano anterior, sin ir más lejos, la familia había paseado feliz entre las multitudes de la Exposición Internacional. Ahora, en su dolor, Ned y Annie se habían alejado del mundo, y el uno del otro. Como es natural, hice todo lo posible por ayudarlos en esos momentos espantosos; eso nadie puede negarlo. Aunque no teníamos tanto contacto como, por ejemplo, a principios de año, creo que los recientes acontecimientos nos habían unido más que nunca en el plano emocional.
En la investigación hubo pocos avances. Casi habían cesado los testimonios de gente que había visto a Rose y no se habían recibido más peticiones de rescate. A mediados de verano los periodistas, aburridos, empezaron a abandonar Stanley Street; hasta Kemp, de
The Citizen
, acabó recogiendo sus bártulos y abandonando «su habitación con vistas». Luego, cuando agosto dio paso a septiembre, el interés de la prensa por el caso Gillespie quedó eclipsado por la emoción que envolvió la persecución y detención de John Watson Laurie, «el asesino de Arran. Cuando el otoño nos tuvo firmemente en sus manos, ninguna línea de investigación había conducido al hallazgo de Rose Gillespie o de alguna pista que pudiera llevar a su paradero. El misterioso extranjero que había entrado en el recinto de la feria con una niña dormida había desaparecido como el conejo de un mago.