—¡Harriet! —exclamó y, procurando no mancharme la ropa con la harina, me abrazó y me besó en la mejilla—. Me alegro de verla.
Solo esperaban a un pequeño grupo de parientes y amigos antes de la medianoche. La mayoría de los invitados llegarían después de las campanadas: artistas locales, los miembros más jóvenes del profesorado de la Escuela de Bellas Artes, unos cuantos vecinos apreciados, los empleados de Wool and Hosiery, varios seres desvalidos que venían de parte de Elspeth y unos pocos clientes fieles («pero nadie demasiado estirado», según Annie). Mientras colgaba mi abrigo, me dijo que la señora Calthrop, que vivía en el piso de abajo, se había llevado a las niñas para que pudiéramos ocuparnos de los preparativos de la fiesta.
—Pero volverán en cualquier momento. Solo puede aguantarlas media hora.
En la cocina nos recibió una escena de devastación. Por todos los rincones había desparramados una variedad de platos en distintas fases de preparación y todo parecía recubierto de una fina capa de harina. Me dispuse a despejar un espacio en la mesa para ponerme a hacer las galletas de mantequilla.
—¿Qué tal lo han pasado en Cockburnspath? —le pregunté.
—¡Fantástico! Obró milagros en Sibyl, lo que influyó beneficiosamente en todos los demás. Dimos muchísimos paseos y Ned hizo varios bocetos. El aire del mar sienta de maravilla. ¡Y no este humo insoportable! Ojalá pudiéramos vivir allí.
—Tengo entendido que es un lugar precioso, con el puerto y demás.
—Sí que lo es. —Annie parecía avergonzada—. La próxima vez tiene que venir. Pero la casa es tan pequeña…
—¡Cielos! —Noté que me ruborizaba—. Es usted muy amable.
La cocina estaba llena de vaho, pero en la expresión de Annie entreví algo que me desconcertó. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que deberían haberme llevado a mí en lugar de a Mabel. Después de todo, ella era un miembro de la familia. Y había que considerar, además, su idilio en ciernes.
—¿Volvería de nuevo? —me apresuré a preguntar.
—Bueno, Ned viviría allí si pudiera… Pero tiene mucho que hacer aquí ahora, con el retrato de la Duquesa a medio pintar.
—Ah, sí…, el de Su Excelencia. ¿Qué tal va? Supongo que pronto podrá volver a dedicarse por fin a su propia obra.
Pero antes de que Annie pudiera responder llamaron a la puerta principal. Ella suspiró y salió al pasillo, gritando:
—¡Ya abro yo, Jessie! Deben de ser las niñas.
De modo que se terminaron la paz y la tranquilidad. Oí a Annie hablar con la señora Calthrop en el umbral. Mientras, Sibyl se escapó a la cocina. Ignorándome, fue directa hacia la caja del pastel y tiró de las cintas.
—¿Qué es?
—Es un pastel para tu madre. ¿Qué tal las vacaciones?
Me miró con hostilidad. Tal vez se había engordado un poco en Cockburnspath, pero seguía teniendo la cara amarillenta.
—¿Puedo verlo?
—Todavía no.
Sibyl retorció los brazos y las manos haciendo gestos suplicantes, con una expresión febril.
—¿Puedo verlo, Harriet, por favor?
—No, cariño —respondí con firmeza—. Tiene que verlo primero tu madre, ya que es su pastel.
—¿Es de chocolate?
—No.
—¿Es de cerezas?
—No.
—¿De pasas?
Podríamos haber seguido así eternamente, pero en ese preciso momento apareció de nuevo Annie con Rose, de modo que le di la espalda a Sibyl y me dirigí a su madre. Sabía que nunca compraban árboles de Navidad, pero no estaba muy segura de cómo veían ella y Ned la cuestión de los regalos.
—Espero que no le importe, Annie, pero he traído regalos de Navidad para todos.
—¡Hurra! —exclamó Sibyl.
Empezó a dar botes, balbuceando tonterías, y Rose, a quien siempre le gustaba imitar a su hermana, se unió a ella.
—Qué amable —dijo Annie—. No se preocupe, este año nos hemos hecho regalos. Hasta puse acebo en la repisa de la chimenea de la casa de campo. ¡Pero no se lo diga a Elspeth! —Por un instante, pareció tan alarmada como una colegiala traviesa, luego las dos nos echamos a reír—. Nosotras también tenemos un regalo para usted —añadió, recobrándose.
—¡Qué ilusión! ¿Está Ned en casa? ¿Por qué no abren los regalos juntos?
Ella negó brevemente con la cabeza.
—Volverá más tarde. Lo haremos entonces.
Para que las niñas no hicieran diabluras mientras trabajábamos, las entretuve dándoles un poco de harina y agua en un bol para hacer engrudo, y durante un rato se concentraron con laboriosidad en ese juego. Su madre preparó un ponche hirviendo naranjas con vino, azúcar y especias. El aire se llenó de los aromas del clavo y la canela calientes y, aunque la cocina seguía desordenada, se me ocurrió pensar que cuando Ned volviera se encontraría con una bonita escena doméstica. Una vez que el ponche estuvo listo, Annie lo dejó a un lado y empezó a rellenar los volovanes. Extendí con el rodillo la masa de las galletas mientras Sibyl, después de abandonar la pasta de harina, se quedaba de pie junto a la mesa, mirando como hipnotizada las naranjas guarnecidas de clavo que flotaban brillantes en la ponchera.
Una vez más me pregunté qué ocurría en esa extraña cabecita. Mientras la observaba, Sibyl pasó una mano por encima de la ponchera, y habría agujereado las naranjas con el dedo si yo no hubiera tosido con intención y le hubiera lanzado una fingida mirada de advertencia, a lo que respondió riéndose bobamente; luego salió corriendo de la habitación. En ese momento, la puerta de la calle se abrió.
—¡Papá! —se alzó el grito de Sibyl, seguido de un suspiro gimiente cuando Ned debió de cogerla en brazos.
—Aquí está mi niña preciosa —lo oí murmurar.
A continuación se hizo un silencio. Aunque Sibyl había dejado la puerta entreabierta, yo no podía verlos desde donde estaba, y a medida que se prolongaba el silencio, empecé a preguntarme qué estarían haciendo. Miré hacia la chimenea. Annie se había sentado y miraba el fuego con una expresión ausente mientras Rose jugaba a sus pies. Seguía sin llegar ningún sonido del otro lado de la puerta de la cocina, y pensé que tal vez Ned estaba ojeando la correspondencia en el vestíbulo, pero ¿por qué no se oía entonces el crujido del papel o la rasgadura de las cartas al abrirse? De cualquier modo, era el momento de meter las galletas en el horno. Mientras rodeaba la mesa, se me ocurrió mirar a través de la puerta, y entonces los vi. Ned estaba de pie en silencio, con Sibyl en sus brazos. Ella le había rodeado la cintura con las piernas y tenía la cabeza apoyada en su hombro, y él la mecía de un lado a otro con suavidad. Ninguno de los dos reparó en mí; ambos miraban al vacío con aire de satisfecha tranquilidad. Me di cuenta de que era un momento privado, un instante de ternura entre padre e hija. Me pareció que estaba presenciando algo íntimo y extraño, algo que estaba más allá de las palabras y la comprensión. Desconcertada, además de avergonzada por si uno de los dos se volvía de pronto y me veía, crucé apresurada la cocina y me incliné para poner las galletas a hornear. Noté en la cara el aliento abrasador del horno como un calor infernal. Cerré la puerta de madera con un estrépito y, cuando me volví, Annie levantaba a su hija pequeña del suelo diciendo:
—¿Por qué no le enseñas a Harriet tu regalo de Navidad, Rosie?
La niña se mostró tímida, como a menudo hacía cuando alguien la convertía en el centro de atención. Con Sibyl como la oveja negra de la familia, últimamente había mejorado su posición. Siempre había sido la predilecta de su madre, y Elspeth, que seguía resentida por la destrucción de sus boletines, tenía tendencia a ignorar a Sibyl mientras que prodigaba atención a su hermana.
Sin duda para evitar discusiones, las niñas habían recibido el mismo regalo de Navidad: una cadena de plata con un delicado colgante de nácar engastado en plata. Con la excepción de unas pocas ondas naturales, los collares eran idénticos, y para distinguirlos habían grabado los nombres de las niñas en el dorso de plata. Con cierto coraje, Rose levantó la barbilla de un modo encantador y me enseñó el colgante para que lo admirara.
—Mire, detrás pone mi nombre —dijo con tono cantarín.
—Has tenido suerte, ¿eh?
Y ella asintió. Recuerdo claramente la iridiscencia de ese fragmento de nácar, cómo brillaba, azul, rosa y verde, entre sus pequeños dedos, y la tersura de su mejilla mientras contemplaba su regalo de Navidad, con una sonrisa orgullosa curvándole las comisuras de sus labios que formaban un capullo de rosa.
Y aquí lo dejo, porque estos recuerdos me han alterado demasiado para continuar.
Para la madre de Ned, los regalos de Navidad simbolizaban una voluptuosidad censurable y una muestra de exceso desenfrenado. Por lo tanto, fue una lástima que todos estuviéramos abriendo nuestros regalos cuando llegó. Yo había comprado unos cuentos para las niñas, unos guantes para Annie y una suave bufanda para Ned. Ellos, a su vez, me regalaron un alfiletero. Me disponía a desenvolverlo cuando oímos abrirse la puerta delantera y a Elspeth entrar comentándole a Jessie el frío que hacía.
Al oír la voz de su madre en el vestíbulo, Ned maldijo en voz baja y escondió su bufanda debajo de un almohadón. Ahuyentó a las niñas a una esquina con sus cuentos mientras Annie y yo recogíamos el papel de envolver y lo tirábamos al fuego, esperando evitar una escena violenta.
—Gracias a los dos —murmuré, dejando caer mi nuevo alfiletero en el bolso en el preciso momento en que Elspeth cruzaba el umbral con sus carcajadas de siempre.
Al mirar el fuego, me quedé horrorizada al comprobar que el papel de envolver todavía ardía, pero afortunadamente la madre de Ned, ocupada en describirnos la niebla, no reparó en ello.
—¡Apenas te ves la mano delante de la cara! —exclamó—. ¡Y qué frío hace! ¡Cuando pienso en el pobre Kenneth ahí fuera con este tiempo!
—No creo que esté a la intemperie —dijo Ned con su habitual sensatez.
—Pero ¿dónde está? —continuó Elspeth—. ¿Y por qué no nos ha escrito para decírnoslo? Con todos esos asesinatos horribles que hay en Londres. ¡Cuando pienso en él, deambulando solo y perdido por las calles de Whitechapel!
—Madre, no tenemos motivos para pensar que está en Londres —dijo Ned—. Por lo que sabemos, podría estar en Tombuctú. Además, esté donde esté, seguro que se encuentra bien.
—Bueno, no podemos hacer otra cosa que esperar —repuso Elspeth, juntando las manos y levantándolas, en actitud suplicante, hacia el cielo.
—Desde luego —dije—. Y aunque estuviera en Londres, no tiene por qué preocuparse por todos esos asesinatos. Creo que la mayoría son perpetrados contra el sexo femenino. Kenneth está fuera de peligro…, a no ser que le haya dado por vestir faldas.
Qué tontería de comentario, pero me salió de la boca antes de que pudiera contenerme, tal vez porque se me pasó por la cabeza el dibujo de Findlay: Kenneth con enaguas y pintalabios. La mirada de Annie, un poco alarmada, se encontró con la mía, y algo se cruzó entre nosotras. Ella no había visto la caricatura, por supuesto, pero yo se la había descrito y tal vez se imaginó algo parecido. Arqueó una ceja y se succionó las mejillas, como si temiera que le sobreviniera la risa. Por suerte nadie más pareció notarlo, pero a mí también me entraron unas ganas enormes de reír, por lo que me levanté para darme tiempo de recobrarme, cogí la tetera y me dirigí a la cocina en busca de más agua caliente.
Al pasar por el comedor atisbé en el interior y vi a Rose cogiendo las tiras del delantal de la doncella y balanceándolas de un lado a otro mientras esta repasaba la cristalería. La puerta de la cocina estaba entreabierta por lo que, empujándola con el hombro, entré de espaldas con la tetera en las manos, y me volví justo a tiempo para ver a Sibyl, con una extraña expresión de culpabilidad en la cara, apartándose de la mesa, donde había expuestos toda clase de platos tentadores listos para llevar al comedor a modo de bufet.
—¡Fuera! —le dije, y ella bajó la cabeza y salió corriendo de la habitación.
Tal vez sí que reparé en que llevaba algo en el bolsillo de su delantal, o tal vez después de tantos años la memoria me juega malas pasadas. Como sea, no le di muchas vueltas al incidente en ese momento.
Mabel apareció a las nueve y media. Entró rápidamente en el apartamento con la cara colorada, lo que, al principio, atribuí al frío. Pero unos momentos después, cuando llamaron a la puerta, Jessie bajó corriendo y regresó con Walter Peden, lo que me hizo sospechar que tal vez los colores de Mabel se debían a algo más, y que ella y Walter habían llegado juntos pero habían optado por entrar por separado. Al parecer, se habían producido progresos en Cockburnspath, pero, según Annie, Elspeth todavía tenía que ser informada del idilio de su hija.
Antes de medianoche llegó un grupo de invitados. Aparte de unos cuantos tipos de aspecto impávido de la Escuela de Bellas Artes (los verdaderos bohemios llegarían tarde), los primeros en llegar habían sido en su mayoría invitados de la madre de Ned. Había un grupo de caballeros judíos que, aunque parecieron desconcertados al entrar, se animaron mucho cuando vieron el tablero de ajedrez de Ned y no tardaron en organizar un minitorneo en la mesa de comedor. El reverendo Johnson, el pastor estadounidense de Elspeth, solo se apartó de su lado un momento para ir a buscar un refresco. Ella nunca se mostraba tan eufórica como cuando se encontraba en compañía de Johnson, y los dos se reían a carcajada limpia con el menor pretexto, hasta que el estruendo rebotaba en las paredes y el techo, y resonaba en los oídos de los presentes, por lo que estos abandonaban la habitación.
Fue una suerte que no esperáramos al resto de los invitados antes de las campanadas, porque Ned y Annie desaparecieron detrás de la puerta de su dormitorio para cambiarse de ropa y tardaron una hora en salir, dejándonos a nosotros cuidando de las niñas y organizando los refrescos. Nadie parecía asumir la responsabilidad de la fiesta, pero supongo que a esas alturas no debería haberme sorprendido: ese era el relajado
modus operandi
de los Gillespie. Ayudé a Jessie a organizar el bufet mientras Mabel les leía a las niñas los cuentos que yo les había regalado (
La tienda de hadas
, para Rose y, para Sibyl,
Pedro Melenas
), y Peden se entregó, con mucha elegancia, a una conversación con Elspeth y el reverendo, con la condición de que no dejáramos de abastecerlo de ponche.
Cuando Ned apareció por fin, con un aspecto muy elegante —no iba de etiqueta, lo que le horrorizaba, sino con su vieja chaqueta de tweed preferida y una camisa sin corbata—, se puso a preparar
het pint
, como llaman allí al ponche de huevo, para aquellos que, como él, no podían soportar el vino. Finalmente salió Annie con un vestido
eau-de-Nil
. En el cuello llevaba el regalo de Navidad de su marido: una aguja de plata con un colgante en forma de corazón engastado en una pequeña perla barroca, estrás verde y turmalinas. (En ese momento me pregunté cómo había podido permitirse Ned comprar todos esos regalos relativamente caros, pero al cabo de un tiempo, mientras cuadraba las cuentas, supe que el profesor Urquart había pagado el retrato de su mujer por adelantado.) Mabel también estaba muy elegante esa noche, con un vestido color marengo con las mangas abullonadas y ajustado por la cintura. Se había adelgazado, tal vez debido a su idilio incipiente con Peden, pero también porque había empezado a fumar, otro asunto que nos veíamos obligadas a guardar en secreto. Personalmente, sospecho que ella podría haber fumado toda una cajetilla de Turkish Trophies en la cara de su madre, uno detrás de otro, y esta no se habría enterado. Aun así, de eso hace cincuenta años, cuando pocas mujeres se atrevían a fumar en público. Además, a Mabel le intimidaba bastante su madre, y estaba desesperada por obtener su aprobación, de modo que siempre se aseguraba de disimular el olor de los cigarrillos con colonia y caramelos de menta.