La verdad de la señorita Harriet (23 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Según Annie, su reacción inicial fue de confusión, ya que, para empezar, ella nunca compraba esos productos. Los pisos del edificio número 11, como el resto de edificios del barrio, estaban infestados de ratones, una raza particular de pequeñas criaturas de pelo oscuro, poco más grandes en su mayoría que un vilano de cardo negro; si te quedabas muy quieto, a veces veías esos pequeños roedores cruzar el suelo y abalanzarse sobre las migas de pan. Annie sostenía que era inútil tratar de eliminarlos, ya que regresarían en tropel, y su política, en términos generales, era mantener una coexistencia pacífica. De modo que se preguntó de dónde podía haber salido ese paquete vacío, hasta que recordó que la tarde anterior las niñas habían pasado un rato en casa de la señora Calthrop. Convencida de que debía de haber sido allí donde Sibyl se había hecho con él, Annie fue al piso de abajo con la intención de telefonear a su vecina para preguntárselo.

Al cruzar el pasillo, reparó en que la ponchera estaba encima de una silla, donde Jessie debía de haberla dejado después de lavarla. Annie tomó mentalmente nota de guardarla, y, según me contaría, fue en el preciso momento en que volvió a mirar el paquete arrugado en su mano cuando le asaltó un terrible pensamiento que la hizo detenerse en seco. Había estado tan ocupada especulando sobre de dónde habría sacado Sibyl el veneno para roedores que no había relacionado su presencia en el bolsillo de la niña con los sucesos de la noche anterior.

De pronto Annie se dio cuenta de que le temblaban las piernas, débiles como palillos, hasta el punto de que tuvo que entrar en el salón para sentarse. Durante un instante de aturdido silencio recorrió con la mirada la estancia. En varias zonas del papel de las paredes había manchas claras, allí donde había limpiado esos horribles dibujos. En una esquina estaba el caballito de balancín de Rose, con el que ya no quería jugar porque alguien lo había chamuscado misteriosamente. Encima del piano había una labor que Annie se había visto obligada a empezar desde el principio después de encontrar sus primeros esfuerzos hechos trizas. Todo eso lo asimiló con una especie de dolor sordo y angustioso en el pecho, antes de mirar de nuevo el paquete vacío en su regazo. Más tarde me dijo que entonces supo, sin ninguna duda, qué nos había sentado tan mal la noche anterior y quién era la responsable.

¡Pobre Annie! Llegar a esa conclusión como madre debió de ser muy duro. Supongo que debió de derramar unas cuantas lágrimas, aunque en silencio, ya que Jessie podía oírla. (Como yo no estaba esa tarde, no puedo afirmar que sepa con exactitud lo que Annie hizo, pensó o sintió, pero como me lo contó luego con gran detalle, espero dar una crónica fiel y exacta de lo que ocurrió.) Finalmente se secó los ojos y, en lugar de llamar a la señora Calthrop, se puso el abrigo, se deslizó el paquete vacío en el bolsillo y cruzó corriendo la calle hasta el número 14, la casa de su suegra.

Allí le abrió la puerta la doncella de Elspeth, Jean. La señora había ido a visitar a los reclusos de la prisión de Duke Street, pero Ned y las niñas estaban en el salón con Mabel. Sibyl estaba enfurruñada, para variar, y se limitó a mirar ceñuda a su madre cuando la vio en el umbral. Annie llamó a Jean, quien estaba a punto de volver a la cocina, y le pidió que vigilara a las niñas un rato en el sótano. A Sibyl y a Rose les gustaba jugar allí, donde tenían mucho que explorar, pues había armarios y roperos intrigantes, la despensa, la cocina, y varios dormitorios, no solo el de Jean sino el de Mabel y el del desaparecido Kenneth. Rose se fue trotando contenta, de la mano de la doncella, mientras Sibyl salía de la habitación tras ellas, con aire furtivo y desgraciado. Una vez que se hubieron marchado, Annie cerró la puerta del salón y, sacando el veneno del bolsillo, se lo enseñó a Ned y a su hermana, diciéndoles dónde lo habían encontrado y qué creía que significaba.

Como era de esperar, la reacción inicial de su marido fue de incredulidad. Le dijo que estaba diciendo barbaridades y que eso era impensable. Dio unos golpecitos al paquete, que ella había dejado en la mesa de costura.

—Debió de encontrarlo fuera —insistió—, en el patio trasero o en alguna otra parte. Seguramente se dio cuenta de que era peligroso y se lo guardó en el bolsillo para que otros niños no lo cogieran.

Mabel, que hasta ese momento había guardado silencio, cogió el paquete de cartón y, tras echarle un vistazo, declaró:

—Es nuestro veneno.

—¿Cómo? —le preguntó Ned, alarmado.

—Yo misma lo compré el verano pasado, ¿no te acuerdas? —continuó Mabel—. Los ratones estaban más pesados que nunca, y Jean y yo lo mezclamos con melaza que luego extendimos en pan, y lo pusimos por todo el sótano donde pudieran comerlo. Pero a menudo encontrábamos ratones muertos en las jarras de agua de los dormitorios, ya que el veneno les da sed, y a Jean le daba un infarto cada vez que veía uno cabeceando en el fregadero. Al final nos rendimos, pero guardamos el paquete en el armario que hay junto a la cocina. Al menos allí era donde estaba la última vez que lo vi. Solo quedaba una pizca.

—Pero podría ser de cualquiera —dijo Ned—. Lo venden en todas partes.

Mabel soltó una de sus carcajadas.

—Desde luego, pero conozco bien ese paquete. Esas manchas son de la melaza que Jean no paraba de dejar caer. Y la etiqueta está rasgada por el mismo sitio. Es nuestro, Ned, estoy segura.

—Así que… —dijo Annie, titubeante—. Tal vez Sibyl, en algún momento de los últimos días, se lo guardó en el bolsillo y lo llevó a casa…, y entonces…

—¿Qué? —Ned se rió—. ¿Lo echó en el ponche… para asesinarnos?

Mabel parecía dubitativa.

—Ahora que lo pienso, creo que lo vi en el armario hace unos días, y no estoy segura de que Sibyl haya bajado ahí desde entonces.

—Pero todos los que probamos ese ponche nos pusimos fatal —dijo Annie—. Y ahora aparece esto en el delantal de Sibyl. Ya sabes cómo es ella, Ned…

—Ya basta —dijo él—. No quiero volver a hablar de ello y menos con Sibyl. No podemos echarle la culpa, no ha hecho nada malo. Tira el paquete a la basura y no se hable más. Debía de tener algo el maldito vino, eso es todo. Siempre revuelve el estómago. No sé cómo podéis beberlo.

Su mujer se enfadó.

—Era un vino muy bueno.

Ned se levantó, mirando el reloj.

—Bueno, debería volver…

Annie sintió una punzada de irritación; típico de él, irse de la habitación en lugar de enfrentarse a un problema.

—Debes admitirlo —terció Mabel—, es mucha coincidencia.

Abrió los ojos lo suficiente para subrayar su argumento a su hermano.

Sin embargo, él la ignoró y se volvió hacia su mujer.

—¿Vienes?

Annie lanzó una última mirada desesperada a su cuñada, luego guardó de nuevo el veneno en el bolsillo y salió detrás de Ned al vestíbulo. Él llamó a las niñas, que subieron corriendo por las escaleras, y todos cruzaron de nuevo la calle, con Ned en cabeza dando grandes zancadas, de modo que fue imposible entablar una conversación.

Tradicionalmente, el primero de enero es un día de descanso en Escocia, y las familias suelen visitar a parientes y amigos, o pasar el rato en casa todos juntos. Así pues, Annie se sintió dolida cuando, a su regreso, Ned se fue derecho a su estudio, anunciando su intención de trabajar unas cuantas horas antes de que oscureciera. Eso la dejaba sola con las niñas, ya que Jessie se había tomado la tarde libre para visitar a su familia.

Debido a sus sospechas, Annie miraba con recelo a Sibyl, cuyo humor hosco no había menguado. La niña andaba con cara mustia por la casa, discutiendo con Rose y lanzando de vez en cuando miradas tristes a su madre. En un momento dado, a modo de experimento, Annie esperó a que las niñas salieran corriendo al comedor y entonces, con dedos temblorosos, dejó el paquete de veneno en mitad del suelo del salón. Cuando las niñas volvieron, Annie fingió coser el dobladillo de un vestido mientras observaba con el rabillo del ojo. Pero Sibyl se acercó derecha a su muñeca y no vio el paquete. Rose, en cambio, lo vio y lo habría cogido si Annie no se hubiera apresurado a apartarlo. Solo entonces se despertó el interés de Sibyl.

—¿Qué es? —le preguntó.

Annie miró el paquete de cartón con ostentoso desconcierto.

—No lo sé. ¿Qué crees que es?

La niña bajó la barbilla e hizo una mueca que ponía con frecuencia, y que Annie me tradujo con las siguientes palabras: Creerá que soy estúpida, madre, pero en realidad la estúpida es usted.

—¿Debería saberlo?

Miró el paquete con los ojos brillantes. Annie, asustada por los pocos polvos de veneno que quedaban dentro, lo tiró al fuego, y se sintió aliviada al ver cómo se ennegrecían los bordes, enroscándose y estallando en llamas. Se preguntó cómo podía hacer reaccionar a Sibyl: la niña no parecía haber reconocido el veneno, pero ¿era solo otra muestra más de su mendacidad?

Como era de esperar, la madre de Ned no tardó en enterarse de lo que había encontrado Annie en el bolsillo del delantal de Sibyl. Mabel se lo contó cuando regresó a casa esa noche. A Elspeth no le costó creer que su nieta era capaz de echar al ponche algo horrible. Cuando me reuní con ella y con Mabel unos días después en Godenzi’s, la viuda hablaba con nerviosismo, manteniendo con firmeza que era preciso «ocuparse de» Sibyl de una vez por todas.

—¡Hay que hacer algo! —no paraba de repetir—. ¡Primero mis boletines, luego el cuadro de Ned y ahora esto! ¡Cielos, no podremos tomar ni una taza de té sin preocuparnos por que pueda ser la última!

En opinión de Mabel, había que llamar a un médico para que examinara a Sibyl.

—Si echó veneno en el ponche, nuestras vidas podrían estar en peligro, Harriet. Lo que necesitamos es un profesional que entienda de esta clase de problemas. El doctor Oswald, por ejemplo.

Resultó que Oswald trabajaba en el Sanatorio Real de Kelvinside, y su mujer había sido durante mucho tiempo feligresa de la iglesia de Elspeth.

—Parece un hombre razonable —continuó Mabel—. Estoy segura de que podría examinar a Sibyl de manera informal y darnos su opinión.

Debo decir que yo me inclinaba a pensar como ella, pero la madre de Ned se limitó a cambiar de postura en su silla, con aire irritado, y cuando le pregunté qué creía que se debía hacer, hizo un gesto de indiferencia con los hombros y murmuró algo sobre que se requerían «medidas más drásticas». Asumiendo que se refería a alguna clase de castigo para la niña, no di muchas vueltas a sus palabras, hasta una semana después, cuando me enteré por Mabel de que su madre y Annie habían discutido. Al parecer, el reverendo Johnson, informado de la última hazaña de Sibyl, se había ofrecido a exorcizar a la niña. Aunque la Iglesia de Elspeth no aprobaba esas prácticas, por considerarlas, sensatamente, algo cuestionable y poco ortodoxo, Elspeth había instado a Annie a contemplar la propuesta, ya que el pastor era un experto en tales temas y había realizado varios exorcismos en Estados Unidos.

Al oírlo, Annie perdió los estribos con su suegra por primera vez. Después de llamarla «vieja bruja», le exigió que se fuera de su casa. Elspeth así lo hizo, muy enfadada, y desde entonces las dos mujeres no habían vuelto a dirigirse la palabra. Justo después de ese desacuerdo Ned le pidió a su mujer que perdonara y olvidara. Sin embargo, Annie no se vio capaz de hacerlo, y el hecho de que su marido no se pusiera de su lado o que ni siquiera reprendiera a su madre le causó una gran tristeza.

A mi modo de ver, la idea de Mabel de llamar a un médico era mucho más juiciosa. Creo que Annie se lo sugirió a su marido, aunque sin gran convicción, pero él no quiso ni oír hablar de ello. En primer lugar (dijo), no había pruebas reales de que Sibyl hubiera hecho nada malo en Hogmanay. En segundo lugar, creía que, fuera lo que fuese lo que tuviera su hija (y admitió que a veces era difícil), debían de lidiar ellos mismos con el problema, y eso zanjaba el asunto por lo que a él concernía.

Tal vez, en un esfuerzo por demostrar algo a Ned, Annie tomó la determinación de mejorar la conducta de la niña sin ayuda de nadie. Con tal fin, se entregó de lleno a la maternidad. Dejó las clases de arte y su caballete se quedó acumulando polvo en la esquina del salón, porque estaba demasiado absorta en su hija para dedicar tiempo a pintar. Por desgracia, desde Hogmanay, Sibyl tenía una tos áspera y nerviosa que no parecía remitir. También sospechábamos que se tiraba del cabello durante la noche, porque continuamente aparecían mechones en la almohada. De hecho, sus rizos se habían vuelto menos abundantes y se le veían algunos claros en el cuero cabelludo. La pobre Annie pasó horas aplicando aceite de ricino en la cabeza de la niña en un intento de hacer desaparecer esas calvas.

Hacia finales de enero, el ambiente familiar era tan irrespirable que Mabel y Walter Peden, que en un principio habían planeado celebrar la boda con un gran desayuno festivo en el número 14, decidieron casarse en secreto, sin invitados y con solo dos desconocidos como testigos. No advirtieron a Elspeth de antemano ni la invitaron a la ceremonia, y cuando comunicaron a los demás lo que habían hecho, el golpe se vio agravado por el anuncio de que tenían previsto irse a vivir durante un año o más a Tánger, donde Peden había pasado unos meses fructíferos, pintando camellos y temas por el estilo; en realidad ya tenían los billetes reservados para unas pocas semanas más tarde.

La madre de Ned encajó muy mal esas revelaciones: verse excluida de la boda de su única hija era algo que le costaba perdonar. La relación entre Mabel y ella siempre había sido algo tensa, pero la viuda se sintió herida en sus sentimientos. Su doncella, Jean, afirmó que la señora había empezado a ser sonámbula. Al parecer, vagaba por el piso en mitad de la noche, cogiendo objetos solo para dejarlos de nuevo con un suspiro. En un par de ocasiones Jean se había despertado con un sobresalto y la había encontrado en el umbral de su dormitorio, mirándola con fijeza, todavía profundamente dormida.

A medida que se aproximaba la fecha de la partida de los recién casados, se discutió mucho sobre quién los acompañarían a la estación de ferrocarril cuando emprendieran la primera etapa de su viaje a África. Como Annie y Elspeth se evitaban, no era posible que ambas coincidieran. Al final Elspeth fue con Ned y las niñas a la estación. Annie y yo nos habíamos despedido de la pareja el día anterior, y esa mañana le hice compañía en Stanley Street mientras los otros estaban fuera. Era la primera vez que nos quedábamos un rato a solas, y ella aprovechó para desahogarse. Para empezar, me contó lo irritada que estaba con Elspeth.

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