La verdad de la señorita Harriet (25 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Disculpa, ¿puedes llamar al señor Lockwood para que me atienda?

En ese momento, y justo cuando Potts entraba, el chico ha gritado hacia la trastienda.

—¡Señor Lockwood! ¡Preguntan por usted! ¡Es la mujer del whisky!

Petrificada por su despreocupada impertinencia, me he quedado sin habla. He mirado al chico boquiabierta, y luego, en lugar de esperar a que me atendieran, he salido, y solo me he detenido para saludar rígidamente con la cabeza a mi vecina, quien ha sonreído burlona y me ha rehuido la mirada cuando he pasado con prisa por su lado, con las mejillas ardiendo.

Desde entonces no me he recobrado del todo. Al fin y al cabo, no compro cantidades extraordinarias de whisky. El chico debe de estar molesto porque tiene que cargar las cajas por las escaleras. Las botellas deben pesar más que la lechuga y los tomates. Una cosa es segura: no volveré a hacer pedidos en Lockwood en un futuro próximo. En Marchmont Street hay una buena tienda a la que he recurrido en alguna ocasión. A partir de ahora compraré en ella. De hecho, después de salir de Lockwood, he ido ahí directamente y he pedido lo poco que nos hacía falta.

Mientras tanto, debo regresar a mis memorias, porque estoy a punto de embarcarme en una descripción de acontecimientos fundamentales.

Viernes 21 de julio. Ha ocurrido algo muy inquietante. De hecho, me tiembla la mano mientras escribo. No estoy segura de qué pensar. Hacía mucho que no me sentía tan asustada o vulnerable. Todo empezó anoche, a la hora de cenar, cuando saqué el tema del piano. Desde que sorprendí a Sarah utilizando el instrumento, ninguna de las dos lo habíamos mencionado. Este silencio o elusión del tema por ambas partes no ha ayudado a mejorar el ambiente, por lo que anoche, para relajarlo, decidí intentar tranquilizarla.

—Ah, por cierto —dije, mientras dejaba mi plato en la mesa—. Puede tocar el piano cuando quiera, querida.

Ella se ruborizó y meneó la cabeza.

—Lo siento, no volverá a ocurrir.

—¡Por favor! ¡Tóquelo! Toca bastante bien. ¿Dónde aprendió?

—Aquí y allá —dijo de esa manera vaga y exasperante tan suya. Se alejó hacia la puerta—. No lo hago muy bien, pero gracias por el ofrecimiento.

—Bueno, espero que le saque partido. Yo ya no toco casi nunca y es bonito oír que se utiliza el instrumento. ¿Por qué no me dijo que sabía tocar, querida?

Ella titubeó en el umbral.

—No lo sé…, no me pareció… —Se interrumpió, y a continuación, moviendo la cabeza hacia mi plato, dijo—: Espero que coma algo esta noche.

—Claro, claro. ¿Cuántos años tiene, si no le importa que se lo pregunte?

—Cuarenta y tres.

Lo dijo sin pensarlo, pero, por alguna razón, tuve la impresión de que mentía. Tal vez se debiera a esa mirada apagada, o al hecho de que su acento de West Country fuera de pronto muy marcado. Sin duda, aparentaba más años. Luego, antes de que pudiera detenerme, las palabras me salieron solas:

—Bueno, Sarah, ¿sabe algún himno?

Ella pensó un momento, dando unos golpecitos al escudo de armas con los dedos.

—Bueno, supongo que uno o dos.

—¿Puedo pedirle que me toque uno mientras tomo esta deliciosa sopa? ¿Tendría la amabilidad? Sería maravilloso oír uno.

La expresión de su cara podría describirse como escéptica, pero salió al pasillo diciendo:

—Bueno, si come algo tocaré.

Arrinconado en su esquina, el piano no se veía desde la mesa de comedor, pero la oí sentarse en el taburete y levantar la tapa del teclado. Poco después empezó a tocar una melodía desenvuelta que al cabo de una sola nota reconocí como «Ding Dong Merrily on High»; no era exactamente un himno, y aunque la tocó con entusiasmo, era evidente que no la había practicado mucho, ya que continuamente cometía errores y retrocedía para corregirlos.

Mientras la música brincaba, jugueteé con la comida de mi plato y miré al otro lado de la mesa hacia la jaula del aparador. Layla estaba inmóvil en el borde del comedero de porcelana, con la cabeza ladeada, escuchando, y Maj, que Dios lo bendiga, no tardó en piar acompañando las notas del piano, aunque, por supuesto, compuso su propia melodía. Las ventanas estaban abiertas, y entraban el ruido del tráfico y los olores de los gases de la calle. La puesta de sol recortaba la silueta del hotel de la acera de enfrente, oscura contra el cielo; detrás de las altas chimeneas negras, los cielos tenían un tono vibrante, entre rosa y naranja con un tinte violeta. Era bastante extraño estar ahí sentada, en el calor bochornoso de una noche de verano, escuchando un villancico.

De pronto, sin previo aviso, se apoderó de mí una abrumadora sensación de
déjà vu
; no es que hubiera estado antes en esa misma situación, pero hubo algo en ese momento que me resultó terriblemente familiar, y algo en la forma de tocar de Sarah que casi reconocí. No solo eso, sino que, de un modo mucho más inquietante, me asaltó el pensamiento de que había algo maligno en la música. El piano siempre había retumbado, pero me pareció que Sarah estaba golpeando las teclas con mucha más fuerza de la necesaria. ¿Solo había pisado hasta el fondo el pedal para hacer que el ruido reverberara por el salón, o el prolongado y melismático «¡Glooooria!» del estribillo que se elevaba y descendía era siempre tan despiadado? Era como si las notas —pese a toda su jovialidad— fueran espirales horribles, y cada una de ellas se desplegara, con furiosas intenciones, hacia mi persona. Un miedo maligno y progresivo hizo presa en mí mientras permanecía allí sentada, incapaz de comer, observando cómo los pájaros volaban en la jaula, ajenos a todo, y Sarah aporreaba el teclado como si cada nota fuera una puñalada en mis vísceras. Empecé a preguntarme si el ruido acabaría algún día, y si me quedaría paralizada donde estaba, durante toda la eternidad, por el odio de Sarah y el estruendo de su horrible música.

Pero ¿por qué iba a odiarme tanto? ¿Por qué?

El villancico llegó a su desentonado fin. Como no tenía ganas de dejar ver lo asustada que estaba, logré aplaudir educadamente y grité:

—¡Bravo! Muchísimas gracias… Eso es todo por el momento, gracias.

La tapa del piano se cerró; el taburete se desplazó por el parquet. Contuve el aliento, temiendo que Sarah reapareciera con toda su mole en el umbral, pero oí sus lentos y pesados pasos retroceder por el pasillo. La puerta de la cocina se cerró de golpe y se hizo el silencio.

Me quedé allí sentada, paralizada de miedo, sintiendo el paso acelerado de la sangre por mis venas. No puedo decir cuánto tiempo estuve allí sentada, en semejante estado de temor y pavor. Solo recuerdo que cuando recorrí con sigilo el pasillo hasta mi dormitorio, la noche había oscurecido las ventanas del piso.

Durante el desayuno de esta mañana he observado a Sarah detenidamente. Por lo que he podido ver, se ha comportado con absoluta normalidad. Me ha traído la cafetera, ha dejado la tostada en la rejilla, ha lanzado una mirada a Maj y Layla y luego ha salido de la habitación con su lentitud habitual. Nada en su comportamiento me ha hecho pensar que ha adivinado mi ansiedad de la noche pasada, y nada de lo que ha hecho parecía en ningún modo malintencionado. Sin embargo, todavía me invade una sensación de inquietud, y después de haber pasado por todo lo que he tenido que pasar en la vida estoy muy alerta a la mendacidad. Mis experiencias —todos esos años en Escocia— sin duda me han marcado. Además, soy muy consciente de que a más de uno le molestará que escriba estas memorias, y sería agradable tener la seguridad de que mi acompañante es de fiar.

He esperado a que Sarah saliera a comprar para telefonear a Burridge y preguntar por la señora Clinch. Después de una breve espera esta se ha puesto al aparato.

—Señorita Baxter, ¿tiene algún problema?

—Ninguno, señora Clinch. Solo quería saber, si es posible, si alguna vez ha habido quejas de la señorita Whittle.

—¿De la señorita Whittle? ¡No! Ninguna. ¿Tiene usted alguna, señorita Baxter? Si es así debe decírmelo.

—No es exactamente una queja. Es solo que parece bastante… infeliz. Melancólica.

—Quizá echa de menos su casa. ¿Quiere que hable con ella?

—Oh, no, por favor. No es importante. Siento haberla molestado.

—Infórmenos si tiene algún problema, señorita Baxter. Adiós.

—Un momento… Me gustaría saber, si es posible, la edad de la señorita Whittle.

—¿Cómo? ¿Quiere saber cuántos años tiene? ¿No puede preguntárselo usted misma, querida?

—Me temo que no. Sería… grosero. En realidad me lo dijo pero lo he olvidado. Volvérselo a preguntar sería una grosería. Estoy segura de que lo entiende. Debe de tenerlo apuntado en alguna parte.

La señora Clinch ha soltado un gran suspiro.

—Espere un momento —ha dicho, y ha dejado caer el auricular.

He hecho bien alegando que tenía mala memoria; Clinch no puede ser más feliz que cuando alguien confiesa sus años y sus debilidades. Se ha hecho un silencio, luego se han oído varios golpes y chirridos a lo lejos, que he supuesto que eran los cajones del archivo abriéndose y cerrándose. A continuación, más cerca, un revuelo de papeles. Por último otro suspiro, seguido de:

—Aquí pone que nació en el «ochenta y dos».

—¡El ochenta y dos! ¿Está totalmente segura?

—¿Habría sido mejor para ella nacer en otro año?

—No es eso. Solo que creo que me dijo que era bastante más joven.

—¡Bueno! Estoy segura de que no es la primera mujer que miente acerca de su edad. Goza de buena salud y está en forma. Y usted pidió en concreto alguien de más edad, ¿lo recuerda? ¿Señorita Baxter?… ¿Está ahí?

—¿No tendrá apuntado el lugar de nacimiento?

—¿El lugar de nacimiento? Un momento, por favor. —Se ha oído un ruido amortiguado, como si la señora Clinch hubiera tapado el auricular con la mano. Tras murmurar algo a alguien ha hablado de nuevo al teléfono, con brusquedad—: Dorset.

—Entiendo. Dorset… ¿Lo pone en el certificado de nacimiento?

—¡Oh, no! No los pedimos. Aquí solo tengo un formulario que ella misma rellenó. ¿Eso es todo, querida?

Un formulario que «ella misma» rellenó. Me pregunto hasta qué punto se puede confiar en su exactitud, puesto que la joven me ha mentido con descaro acerca de su edad. Nacida en Dorset. Tengo mis dudas, la verdad. Últimamente he estado escuchando con atención su acento y empiezo a sospechar que podría no ser siquiera inglés; cuando más la oigo hablar, más convencida estoy de que podría ser de Glasgow.

IV

Abril – noviembre de 1889

Glasgow

10

Permítanme que hable un poco de la exposición individual de Ned que tuvo lugar a mediados de abril de ese año. La muestra consistió en varios retratos realizados en los últimos ocho meses, entre ellos el de la señora Urquart (bastante triste y severa), unos cuantos cuadros de la Exposición Internacional del verano anterior y media docena de cuadros nuevos. Estos los había hecho a partir de los bocetos de Cockburnspath: paisajes adustos barridos por el viento y costas rocosas. De un estilo similar al del bosque en que aparecían Sibyl y Rose, los nuevos lienzos tenían a menudo matices amenazadores. Los recientes trastornos emocionales en la vida de Ned habían dado a esos lienzos una seriedad, un nuevo peso que los diferenciaba de la obra de sus colegas. El mismo hecho de que hubiera sido capaz de producir seis cuadros en seis semanas era extraordinario: su rendimiento había mejorado de manera significativa. En ausencia de Mabel, Peden y Kenneth, y con Elspeth como invitada poco grata, en el número 11 había sin duda más tranquilidad que nunca, pero, en mi opinión, era el constante alejamiento de Sibyl del estudio lo que más había influido en la capacidad de Ned para trabajar a un ritmo ininterrumpido.

La noche de la inauguración la galería de Hamilton estaba atestada de visitantes y todo pareció ir más o menos bien. Allí estaba el grupo del Club de Arte al completo: en aquellos tiempos, todavía una camarilla de mediocridades de «colinas y brezo», como Findlay, que hizo acto de presencia durante media hora. Entre la multitud también se podían ver algunos artistas de la nueva estirpe, aunque Lavery brilló por su ausencia. La galería consistía en dos salas en un sótano, y Hamilton había dedicado en su totalidad a Gillespie la más pequeña de las dos. Yo acudí con mi casera, la señora Alexander, y sus hijas, Lily y Kate, quienes estaban muy emocionadas con el acontecimiento. Lamentablemente, la mujer de Ned no estuvo presente esa noche. La razón que se dio al público en ese momento fue que había tenido que quedarse en casa por las niñas. En realidad yo me había ofrecido a cuidarlas, pero Annie rehusó. En circunstancias normales, habría dejado a las niñas al cuidado de su doncella, pero los Gillespie se habían visto obligados a despedir a Jessie la semana anterior. Resultó que el regalo de Navidad que Ned había hecho a Annie —la aguja de plata con la perla barroca— había desaparecido. Annie solo la llevaba en las ocasiones especiales, y habría tardado un tiempo en advertir su desaparición si una noche yo no hubiera expresado mi deseo de volver a verla. Annie salió del salón y volvió varios minutos más tarde diciendo, desconcertada, que no había conseguido encontrarla por ningún lado en su dormitorio. Cuando fue interrogada, Jessie afirmó que hacía semanas que no la veía. Al principio no le dimos demasiada importancia, pero la familia tenía pocos objetos de valor y esa alhaja de plata era bastante cara. Los días siguientes Annie buscó en todos los lugares imaginables, pero no encontró la aguja en ninguna parte.

Una tarde, mientras Ned salía a comprar madera para hacer un bastidor, Annie esperó a que las niñas se hubieran ido a la carnicería con la doncella para llevar a cabo un registro en la habitación de Sibyl. Casi esperaba encontrar allí la joya desaparecida, ya que, lamentablemente, mientras que la pequeña Rose era cada día más encantadora, su hermana no hacía sino volverse más diabólica, y las esperanzas de Annie de que estuviera mejorando no habían tardado en quedar defraudadas. Cuando miró debajo de la cama de Sibyl —donde la niña solía almacenar objetos «inapropiados»—, solo encontró seis tarros de mermelada en los que parecía haber orinado. En otras circunstancias, un descubrimiento así le habría parecido extraño, pero a esas alturas estaba tan habituada a la inquietante conducta de Sibyl que apenas le dio importancia.

Tal vez fuera una intuición lo que llevó a Annie a registrar la habitación de Jessie. Tras pasar por delante de la puerta cerrada del estudio vacío de su marido en la buhardilla, entró en el pequeño altillo del fondo del rellano y emprendió una rápida búsqueda. Al cabo de un rato encontró el broche envuelto en una vieja media escondida debajo del colchón. Tras decidir no enfrentarse sola con la ladrona, Annie dejó la joya donde la había encontrado y no le dijo una palabra a nadie hasta que Ned volvió al anochecer. Aunque la prueba era irrefutable, Ned, dando muestras de su bondad, se opuso a despedir enseguida a la doncella, así que aquella noche Annie y él pasaron mucho tiempo discutiendo en susurros sobre cómo proceder. Sé que Ned se sintió traicionado por Jessie, como es lógico, pero echarla a la calle lo llenaba de culpabilidad y de pesar. Al final decidió no informar a la policía, por si la condenaban a prisión. ¡Qué encanto de hombre! Pasó la noche atormentado ante la perspectiva de lo que se veía obligado a hacer. Sin embargo, a la mañana siguiente cobró ánimo para enfrentarse a ello, y antes del desayuno la muchacha se había marchado de Stanley Street sin ninguna recomendación, por si robaba a su futuro empleador. Huelga decir que, antes de irse, Jessie declaró enérgicamente su inocencia, e incluso hizo unas acusaciones veladas, acusaciones de una naturaleza descabellada que, como se verá, tuvo ocasión de exponer con más detalle durante el juicio. Puesto que más tarde saldrá su testimonio, no es necesario reproducir aquí esas maliciosas difamaciones.

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