Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
En medio del atónito silencio de los asistentes, el hombre de piel oscura alargó una mano y arrancó el arma de uno de los pedazos de roca. La sostuvo sobre su cabeza y la punzante asta relució bajo los rayos del sol de mediodía.
—Soy Theros Ironfeld —gritó el hombre con voz profunda—. ¡Durante los últimos meses he estado forjando esta lanza con la plata de las profundidades del corazón del monumento al Dragón Plateado! Con el brazo de plata que los dioses me otorgaron, he forjado de nuevo el arma que profetizó la leyenda y os la traigo a vosotros... a todas las gentes de Krynn, para que podamos unirnos y vencer al gran mal que amenaza con dejarnos en la oscuridad para siempre. ¡Os traigo... la Dragonlance!
Tras decir esto, Theros clavó el arma en el suelo. La lanza quedó fija, enhiesta y reluciente entre los pedazos rotos del Orbe de los Dragones.
Un viaje inesperado.
—Y ahora que mi tarea ha terminado, ya puedo marcharme —dijo Laurana.
—Sí —dijo Elistan lentamente—, y sé por qué te vas...—Laurana enrojeció y bajó la mirada—. Pero, ¿adónde irás?
—A Silvanesti. Ése es el último lugar en el que lo vi.
—Pero, fue sólo un sueño.
—No, aquello fue más que un sueño. Fue real. El estaba allí y estaba vivo. Debo encontrarle.
—Creo, querida, que entonces deberías quedarte aquí —sugirió Elistan—. Has dicho que en el sueño encontraba uno de los Orbes de los Dragones. Si es así, vendrá a Sancrist.
Laurana no respondió. Sintiéndose desdichada e indecisa, miró al exterior desde una de las ventanas del castillo del comandante Gunthar, donde ella, Elistan, Flint y Tasslehoff residían como invitados.
Debía haberse marchado con los elfos. Antes de que dejase la explanada de la Piedra Blanca, su padre le había pedido que regresara con ellos a Ergoth del Sur. Pero Laurana le había respondido que no. Aunque no se lo había dicho, sabía que nunca en su vida volvería a vivir entre los suyos.
Su padre no insistió y Laurana vio, en su mirada, que el Orador había adivinado sus pensamientos pese a que ella no los hubiera expresado en voz alta. Los elfos envejecen por años, no por días, como los humanos y a Laurana le pareció que su padre envejecía por instantes. Sintió como si estuviera contemplándolo a través de los ojos de relojes arena de Raistlin; la sensación era terrorífica. Además, las nuevas que ella traía sólo aumentaron la amarga infelicidad del Orador.
Gilthanas no había regresado y Laurana no podía decirle a su padre dónde estaba su amado hijo, ya que el viaje que él y Silvara habían emprendido era arriesgado y sumamente peligroso. Lo único que Laurana podía decirle era que su hijo no estaba muerto.
—¿Tú sabes dónde está? —preguntó el Orador tras hacer una pausa.
—Lo sé, o mejor dicho... sé hacia dónde se dirige.
—¿Y no puedes hablar de ello ni siquiera conmigo...?
Laurana sacudió la cabeza.
—No, Orador, no puedo. Perdóname, pero cuando se tomó la decisión de llevar a cabo ese peligroso plan, acordamos que ninguno de los que lo conocíamos hablaríamos de ello con nadie. Con nadie —repitió.
—O sea que no confías en mí...
Laurana suspiró, volviendo la mirada hacia la destruida Piedra Blanca.
—Padre... casi les declaras la guerra a los únicos que pueden ayudarnos...
Su padre no le respondió, pero por su fría despedida y por la forma de apoyarse en el brazo de Porthios, le demostró claramente a Laurana que ahora sólo le quedaba
un
hijo.
Theros estaba dispuesto a partir con los elfos. Después de su espectacular presentación de la nueva Dragonlance, el Consejo de la Piedra Blanca había votado unánimemente construir más lanzas, así como la unión de todas las razas para luchar contra los ejércitos de los Dragones.
—Por el momento —había anunciado Theros—, sólo tenemos las pocas lanzas que yo mismo pude forjar durante este mes, y varias lanzas antiguas que los dragones plateados escondieron cuando sus congéneres desaparecieron de la tierra. Pero necesitaremos más... muchas más. ¡Necesito hombres que me ayuden!
Los elfos accedieron a que sus hombres ayudaran a Theros a forjar las
dragonlances,
pero en cuanto a colaborar en la lucha...
—¡Ése es un asunto que debemos discutir! —dijo el Orador.
—No lo discutáis demasiado tiempo, —le respondió irritado Flint Fireforge— o puede que os encontréis hablando de ello con uno de los Señores de los Dragones.
—Los elfos tienen sus propias opiniones y no necesitan el consejo de los enanos—respondió el Orador fríamente—. Además, ¡ni siquiera sabemos si esas lanzas funcionan! La leyenda dice que debían ser forjadas por el Brazo de Plata, eso seguro. Pero también dice que para forjarlas era necesario el Mazo de Kharas. ¿Dónde está ahora el Mazo?
—Era imposible traer el Mazo a tiempo para forjarlas, además corríamos el riesgo de que cayera en manos de los draconianos. En la Antigüedad se requería el Mazo de Kharas porque la destreza del hombre no era suficiente por sí misma para forjar las lanzas. La mía lo es —añadió Theros orgullosamente—. Ya viste lo que le hizo la lanza a aquella roca.
—Ya veremos lo que les hace a los dragones —dijo el Orador, y el Segundo Consejo de la Piedra Blanca llegó a su fin. Al final Gunthar propuso que las lanzas que Theros había traído, fueran enviadas a los caballeros de Palanthas.
Estos pensamientos son los que ocupaban la mente de Laurana mientras contemplaba el desolado paisaje de invierno. Según había dicho el comandante Gunthar, no tardaría en nevar en el valle.
«No puedo quedarme aquí. Me volveré loca», pensó Laurana pegando la mejilla al frío cristal.
—He estudiado los mapas de Gunthar —murmuró, hablando consigo misma—, y he visto la situación de los ejércitos de los dragones. Tanis nunca llegará a Sancrist. Y si realmente tiene el Orbe, puede que no sepa el peligro que corre. Debo prevenirlo.
—Querida, no estás hablando juiciosamente —le dijo Elistan con dulzura—. Si Tanis no puede llegar a Sancrist sin correr un gran riesgo, ¿cómo vas a llegar tú hasta él? Utiliza la lógica, Laurana...
—¡No quiero utilizar la lógica! ¡Estoy harta de ser juiciosa! Estoy cansada de esta guerra. Yo ya he hecho lo que he podido... más de lo que he podido. ¡Sólo quiero encontrar a Tanis!
Al ver la expresión compasiva de Elistan, Laurana suspiró.
—Lo siento, querido amigo. Sé que lo que has dicho es verdad, pero ¡no puedo quedarme aquí sin hacer nada!
Aunque Laurana no lo mencionó, tenía otra preocupación. Esa mujer humana, Kitiara. ¿Dónde estaba? ¿Estaban Tanis y ella juntos tal como había visto en el sueño? De pronto Laurana se dio cuenta de que la imagen que recordaba de Tanis rodeando con el brazo a Kitiara, era todavía más inquietante que la imagen que había visto de su propia muerte.
En ese momento el comandante Gunthar entró en la habitación.
—¡Oh! Lo siento. Espero no molestar... —dijo al ver a Elistan y a Laurana.
—No, por favor, pasad —dijo Laurana rápidamente.
—Gracias —dijo Gunthar entrando y cerrando la puerta cuidadosamente. Antes de hacerlo miró hacia el corredor para asegurarse de que nadie rondaba por allí. Se reunió con ellos en la ventana—. La verdad es que quería hablar con vos y con Elistan. Envié a Wills en vuestra búsqueda. Sin embargo, es mejor así. Nadie sabrá que estamos hablando.
«Más intrigas», pensó Laurana fatigada. Desde su llegada al castillo de Gunthar, no había oído hablar más que de las maniobras políticas que estaban destrozando la Orden de los Caballeros.
Gunthar le había relatado el juicio de Sturm, lo cual la había enfurecido intensamente, por lo que Laurana se había presentado ante el Consejo de Caballeros para hablar en defensa de su amigo. Aunque era la primera vez que una mujer testificaba ante el Consejo, los caballeros quedaron impresionados por el elocuente discurso que aquella bella y vehemente elfa había hecho en defensa de Sturm. El hecho de que Laurana fuera miembro de la casa real elfa, y el que hubiera traído las
dragonlances,
también decía mucho en su favor.
Hasta a los seguidores de Derek —aquellos que se habían quedado les había resultado difícil no considerar su testimonio. Pero los caballeros no habían podido llegar a ninguna decisión. El hombre designado para ocupar el lugar del comandante Alfred era un fiel seguidor de Derek, y el comandante Michael había vacilado hasta tal grado, que Gunthar se había visto obligado a exponer el caso a una votación abierta. Los caballeros habían pedido un período de reflexión y la reunión fue pospuesta. La habían reanudado aquella tarde. Por lo que parecía, Gunthar acababa de llegar de dicha reunión.
Laurana supuso, por la expresión del rostro de Gunthar, que todo había discurrido favorablemente. Pero si así era, ¿por qué ese aire de misterio?
—¿Han perdonado a Sturm? —preguntó la elfa.
Gunthar hizo una mueca y se frotó las manos.
—No lo han perdonado, querida. Eso hubiera significado que lo consideraban culpable. No. ¡Ha sido completamente vindicado! Intenté que así fuera. El perdón no nos hubiera convenido en absoluto. Su investidura está asegurada. Ahora su título de comandante es oficial. ¡Y Derek se ha metido en graves problemas!
—Me alegro por Sturm —dijo Laurana con frialdad, intercambiando una mirada de preocupación con Elistan. A pesar de que el comandante Gunthar le gustaba, Laurana había sido criada en una casa real y sabía que el juicio de Sturm estaba siendo politizado.
Gunthar captó el frío matiz de su voz, y en su rostro se dibujó una expresión grave.
—Princesa Laurana, sé lo que estáis pensando... que estoy utilizando a Sturm como si se tratara de una marioneta. Seamos francos, princesa. Los caballeros están divididos en dos bandos, el de Derek y el mío propio. Y ambos sabemos lo que le ocurre a un árbol partido en dos pedazos: ambas partes se marchitan y mueren. Esa contienda entre nosotros debe terminar o sus consecuencias serán trágicas. Ahora, princesa, y también vos, Elistan, ya que he llegado a confiar en el buen juicio de ambos, dejo esto en vuestras manos. Me habéis conocido a mí y habéis conocido a Derek Crown ¿A quién elegiríais para dirigir a los caballeros?
—A vos, por supuesto, comandante Gunthar —dijo Elistan con sinceridad.
Laurana asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Esa disputa es nefasta para la Orden de los Caballeros. Lo ví con mis propios ojos en la reunión del Consejo. Y, por lo que he oído de los informes llegados de Palanthas, también está dañando nuestra causa. No obstante, mi principal preocupación debe ser para mi amigo.
—Os comprendo perfectamente y me alegro de oíroslo decir —dijo Gunthar satisfecho—porque eso hace que me resulte más fácil pediros el gran favor que estoy a punto de solicitaros. Desearía que fuerais a Palanthas.
—¿Qué...? ¿Por qué? ‘No lo comprendo!
—Claro que no. Dejadme que os lo explique. Por favor, sentaos. Vos también, Elistan. Os serviré un poco de vino...
—Para mí no —dijo Laurana sentándose junto a la ventana.
—Muy bien —el rostro de Gunthar se tomó serio. El caballero posó su mano sobre la de Laurana—. Vos y yo conocemos la política, princesa. Por tanto voy a exponer todas las piezas de mi juego ante vos. Aparentemente viajaríais a Palanthas para enseñar a los caballeros a manejar las
dragonlances.
Es una razón justificada. Aparte de Theros, vos y el enano sois los únicos que conocen su manejo. Y, afrontémoslo, el enano por su estatura no podría utilizarlas.
Laurana lo escuchaba atentamente y Gunthar prosiguió.
—Llevaríais las lanzas a Palanthas. Pero, lo que es más importante, llevaríais con vos la Escritura de Vindicación del Consejo que restituirá el honor de Sturm. Eso supondrá un golpe de muerte para la ambición de Derek. En el momento en que Sturm se ponga su antigua cota de mallas, todos sabrán que cuento con el total apoyo del Consejo. No me extrañaría que Derek fuese a juicio cuando regrese.
—Pero, ¿por qué yo? —preguntó Laurana bruscamente—. Podría enseñarle a alguien... al comandante Michael, por ejemplo, a utilizar una
dragonlance.
El podría llevarlas a Palanthas. El podría llevarle la Escritura a Sturm
—Princesa... —el comandante Gunthar apretó su mano, acercándose más a ella y hablando en voz muy baja ¡seguís sin comprenderlo! ¡No puedo confiar en el comandante Michael! ¡No puedo encomendar este asunto a ninguno de los caballeros! Para entendernos, Derek ha sido derribado de su montura, pero aún no ha perdido el torneo. ¡Necesito alguien en quien pueda confiar absolutamente! Alguien que conozca a Derek y sepa cómo es en realidad, y alguien que desee de corazón lo mejor para Sturm.
—Yo deseo de corazón lo mejor para Sturm —dijo Laurana con frialdad—. Y situó eso por encima de los intereses de la Orden de los Caballeros.
—Ah, pero recordad, princesa Laurana, el único interés de Sturm es su investidura. ¿Qué creéis que le ocurriría a Sturm si la Orden llegara a desintegrarse? ¿Qué creéis que le ocurriría si Derek se hiciera con el control?
Como era de esperar, Laurana accedió a ir a Palanthas. A medida que el día de su partida se acercaba, comenzó a soñar casi cada noche que Tanis llegaba a la isla pocas horas después de que ella partiera. En más de una ocasión estuvo a punto de negarse a ir, pero entonces pensaba en tener que explicarle a Tanis que se había negado a ir a Palanthas para prevenir a Sturm del peligro que corría. Eso hizo que no cambiara de opinión. Esto, y el afecto que sentía por Sturm.
Durante aquellas solitarias noches, en las que su corazón y sus brazos anhelaban a Tanis, era cuando se le repetía la visión del semielfo abrazando a esa mujer humana de oscura y rizada cabellera, de relucientes ojos castaños y de seductora sonrisa. Era entonces cuando su alma se agitaba. Sus amigos podían proporcionarle poco consuelo. Uno de ellos, Elistan, se vio obligado a prepararse para partir tras la llegada de un mensajero de los elfos solicitando la presencia del clérigo y rogando que fuera acompañado por un emisario de los caballeros. Hubo poco tiempo para despedidas. Un día después de la llegada del mensajero, Elistan y el hijo del comandante Alfred —un serio y solemne caballero llamado Douglas—, lo tenían todo listo para partir hacia Ergoth del Sur. Laurana nunca se había sentido tan sola como cuando se despidió de su amigo.
Otra persona se despidió también del clérigo, aunque bajo diferentes circunstancias.