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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (51 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—¡Lacayo de los dragones! —le espetó su atacante en lengua común—. Tus despreciables esbirros asesinaron a mi familia, a mi mujer y a mis hijos. Los aniquilaron mientras yacían indefensos en sus lechos, sin escuchar sus súplicas de misericordia. ¡Tú pagarás su crimen! —concluyó—, a la vez que levantaba su arma.

—¡Sahk! ¡Lt mo dracosali!
—gritó Tanis en elfo, realizando un denodado esfuerzo para liberarse del yelmo. Pero el elfo, enloquecido tras tanto sufrimiento, ni siquiera escuchó sus palabras. Cuando se disponía a hundir la lanza en el cuerpo de su víctima, sus ojos se desorbitaron, ribeteados de pánico. El arma se deslizó por sus dedos al mismo tiempo que una espada se ensartaba en su espalda. Agonizante, el elfo se desplomó pesadamente entre desgarrados gritos.

Tanis alzó asombrado los ojos para ver quién le había salvado la vida. Un Señor del Dragón se erguía sobre el cadáver de la desdichada criatura.

—Te oí gritar y comprendí que uno de mis oficiales corría peligro. Supuse que me necesitarías —explicó el dignatario, estirando su enguantada mano con el fin de ayudar a incorporarse al aún débil Tanis.

En un mar de confusiones, mareado por el pertinaz dolor y tan sólo consciente de que no debía delatarse, el semielfo aceptó la mano que le tendía el Señor del Dragón hasta que logró ponerse en pie. Ladeado el rostro y bendiciendo su suerte porque la escena se desarrollaba en un sombrío callejón, el semielfo farfulló con la voz más ronca posible unas palabras de agradecimiento. Fue entonces cuando vislumbró los ojos del oficial tras la máscara, y vio que se abrían de par en par.

—¿Tanis?

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, causándole un dolor más punzante que el que le habría infligido la lanza elfa. No acertó a hablar, sólo pudo contemplar inmóvil cómo el Señor del Dragón se apresuraba a quitarse la máscara de color azul y oro.

—¡Tanis, eres tú! —exclamó el comandante con voz claramente femenina, aferrando sus brazos.

El semielfo reparó en aquellos ojos pardos, en la encantadora pero ambigua sonrisa de su oponente.

—Kitiara...

9

Tanis capturado.

—¡No puedo creerlo, Tanis! Convertido en un oficial, y además bajo mis órdenes. Debería pasar revista a mis tropas más a menudo —comentó Kitiara sonriente, deslizando su brazo bajo el del semielfo—. Veo que aún tiemblas. Has sufrido una desagradable emboscada. Acompáñame, mis aposentos no están lejos. Allí beberemos una copa, vendaremos tu herida y charlaremos.

Aturdido, pero no a causa del golpe que se había dado en la cabeza, Tanis dejó que Kitiara lo condujera hasta la acera de la calle principal. Le habían ocurrido demasiadas cosas en un tiempo muy breve. Unos minutos antes buscaba provisiones y ahora caminaba del brazo de una Señora del Dragón que acababa de salvarle la vida y era, además, la mujer que amó durante tantos años. No podía apartar la mirada de su rostro y ella, sabedora de que la contemplaba, clavó también en él sus ojos cercados por largas y negras pestañas.

La refulgente armadura de escamas de dragón propia de su rango le sentaba muy bien, o al menos así lo pensó el semielfo. Se ajustaba a su piel, realzando las curvas de sus torneadas piernas.

Los draconianos se apiñaban a su alrededor, ansiosos por merecer un saludo de la Señora. Pero Kitiara los ignoró, concentrada en charlar con Tanis como si se hubieran visto por última vez la víspera en lugar de cinco años atrás. Él no lograba absorber sus palabras. Su cerebro se revolvía para acomodarse a la situación, mientras que su cuerpo reaccionaba como siempre lo hizo ante la proximidad de la muchacha.

La máscara había humedecido su cabello, razón por la que los bucles se adherían a su frente. Con un movimiento despreocupado, la joven pasó su enguantaba mano por la melena para despejar el rostro. Era éste un viejo hábito, un gesto insignificante pero que avivaba recuerdos.

Tanis agitó la cabeza, luchando desesperadamente por tranquilizarse y atender a la conversación. Las vidas de sus amigos dependían ahora de sus actos.

—¡Hace calor dentro del yelmo! —estaba diciendo Kitiara—. No necesito estos artilugios para mantener a mis hombres bajo control, ¿no te parece? —preguntó a la vez que le guiñaba un ojo.

—N...no —balbuceó él sin poder contener un creciente rubor de sus mejillas.

—¡El mismo Tanis de siempre! —exclamó Kit, y apretó su cuerpo contra el de él—. Todavía te sonrojas como un escolar. Sin embargo, nunca te pareciste a los otros —añadió con dulzura. Lo atrajo entonces hacia sí para abrazarle y, cerrando los ojos, lo besó en los labios.

—Kit—dijo Tanis en tonos apagados—, aquí no. En plena calle no —Concluyó. Incluso retrocedió asustado.

Kitiara le dirigió una mirada fulgurante, pero optó por encogerse de hombros y apoyar una vez más la mano en su brazo. Continuaron su avance, entre las bromas y los jubilosos gritos de los draconianos.

—El mismo Tanis de siempre —repitió, en esta ocasión con un hondo suspiro —. No sé por qué te consiento estos desaires. A cualquier otro que me rechazase como tú acabas de hacerlo le habría traspasado con mi espada. Bien, ya hemos llegado.

Entró en la mejor posada de Flotsam, «La Brisa Salada». Construida en lo alto de un risco, se dominaba desde ella el mar Sangriento de Istar, cuyas aguas rompían en la pared de roca. El hospedero corrió a recibirles.

—¿Está preparada mi alcoba? —preguntó Kit en actitud altiva.

—Sí, señora —respondió el posadero inclinándose en reiteradas reverencias.

Mientras subían la escalera, el servil individuo les tomó la delantera para asegurarse de que todo estaba en orden.

Kit examinó la estancia. Hallándola satisfactoria, arrojó el yelmo sobre una mesa y empezó a quitarse los guantes. Luego se sentó en una silla, donde alzó la pierna con un abandono sensual y deliberado.

—Mis botas —indicó sonriente a Tanis.

El semielfo tragó saliva y, esbozando a su vez una tenue sonrisa, aferró con ambas manos la pierna que ella le tendía. Era uno de sus antiguos juegos. El solía sacarle las botas de sus pies, y siempre terminaban... —intentó desechar tal pensamiento.

—Tráenos una botella de tu vino más exquisito y dos copas —ordenó Kitiara al obsequioso posadero. Levantó la otra pierna, sin apartar de Tanis sus pardos iris —. Cuando nos hayas servido déjanos solos.

—Pero señora —protestó el hospedero titubeando—, se han recibido mensajes de Ariakas.

—Si vuelvo a ver tu cara en esta alcoba después de que nos traigas el vino te cortaré las orejas —bromeó si bien, mientras hablaba, extrajo de su cinto una afilada daga.

El individuo palideció, asintió en silencio y salió precipitadamente de la estancia.

—Veamos —dijo Kitiara entre risas, al mismo tiempo que estiraba los pies en sus mallas de seda azul—. Ahora seré yo quien te quite las botas.

—Debo irme —se disculpó Tanis, sudoroso bajo la armadura —. El comandante de mi compañía me echará de menos...

—¡Yo soy la comandante de tu compañía! —repuso ella divertida—. Mañana te ascenderé a capitán o, si quieres, a un rango más elevado. De momento, siéntate.

El semielfo tuvo que obedecer aunque, en su fuero interno, era lo que deseaba.

—Me alegro de verte —declaró Kit, arrodillada frente a él para tirar de su bota—. Lamenté mucho perderme la reunión de Solace. ¿Cómo están todos? ¿Qué ha sido de Sturm? Supongo que lucha al lado de los caballeros. No me sorprende que os hayáis separado, la vuestra era una amistad que nunca logré comprender.

Kitiara siguió hablando, pero Tanis dejó de escucharla. Sólo acertaba a mirarla. Había olvidado cuán adorable era, tan sensual y excitante. Intentó pensar en el peligroque corría más, pese a conocerlo, no podía sino evocar las felices noches consumidas junto a aquella muchacha en tiempos lejanos.

De pronto, Kit le miró a los ojos. Atrapada en la pasión que de ellos manaba, dejó caer la bota que ya se había deslizado. En un impulso involuntario, Tanis estiró la mano y la acercó a su rostro. Kitiara rodeó su cuello con las manos y los labios de ambos se unieron en un prolongado beso.

Al sentir el contacto de la joven los deseos y ansias que habían atormentado al semielfo durante cinco años despertaron en sus entrañas. La fragancia, cálida y femenina, se mezcló con el olor a piel curtida y acero. Aquel beso, ardiente como una llama, causó a Tanis sensaciones acuciantes, y comprendió que sólo existía una manera de calmarlas.

Cuando el posadero llamó a la puerta, no obtuvo respuesta. Meneando la cabeza con admiración —era el tercer hombre en otros tantos días —, depositó el vino en el suelo y desapareció.

—Y ahora —murmuró Kitiara somnolienta, arropada en los brazos de Tanis— háblame de mis hermanos. ¿Viajan contigo? La última vez que los ví, tu grupo escapaba de Tarsis en compañía de una mujer elfa.

—¡Así que eras tú! —se sorprendió Tanis, recordando a los dragones azules.

—¡Por supuesto! —Kit se estrujó contra él—. Me gusta tu barba —añadió mientras le acariciaba rostro —. Oculta tus frágiles rasgos elfos. ¿Cómo te enrolaste en las tropas?

¿Qué contestar? Tanis trató de fraguar una mentira convincente.

—Fuimos apresados en Silvanesti, y un oficial me hizo comprender que era una locura enfrentarse a la Reina Oscura.

—¿Y mis hermanos?

—N...nos separamos —titubeó el semielfo.

—¡Qué lástima! —se apenó Kit—. Me gustaría verles. Caramon debe haberse convertido en un gigante, y he oído decir que Raistlin es un hábil mago. ¿Viste aún la túnica roja?

—Imagino que sí. No he tenido noticias de él en mucho tiempo —aventuró Tanis.

—No tardará en mudarla por la negra —comentó ella complacida—. Raist se parece a mí, siempre anheló el poder.

—¿Y tú? —se apresuró a interrumpirla el semielfo ¿Qué haces aquí, tan lejos del campo de batalla? La liza se desarrolla en el norte.

—Deberías saberlo, me ha traído a Flotsam la misma misión que a ti —le espetó Kitiara abriendo los ojos de par en par—. Busco al Hombre de la Joya Verde, naturalmente.

—¡Ahora lo reconozco! —exclamó Tanis, asaltado por un súbito recuerdo—. ¡El piloto del
Perechon!
El hombre que huía de Pax Tharkas junto al pobre Eben, la criatura que exhibía una gema incrustada en el centro del pecho.

—¡Entonces lo has encontrado! —vociferó Kitiara presa de una gran ansiedad—. ¿Dónde, Tanis? —Se había incorporado y le brillaban los ojos.

—No estoy seguro —balbuceó Tanis en un intento desesperado de subsanar su imprudencia—. Sólo me dieron una vaga descripción.

—Aparenta unos cincuenta años en términos humanos —explicó la muchacha—, pero tiene unos ojos extraños, jóvenes, y las manos tersas. En su tórax brilla una joya verde. Nos informaron de que había sido visto en Flotsam, por eso me envió aquí la Reina de la Oscuridad. El es la clave, Tanis. Descubre su paradero y ninguna fuerza en Krynn será capaz de deteneros.

—¿Por qué? —indagó él, ya más sosegado—. ¿Qué secreto encierra para que resulte tan esencial en la... en nuestra victoria?

—¿Quién sabe? —Encogiéndose de hombros, Kit se arrellanó de nuevo en los brazos del semielfo—. Estás tiritando, pero esto te templará —añadió mientras le frotaba el cuerpo con manos acariciantes—. Sólo nos comunicaron que lo más importante que podíamos hacer para resolver el conflicto de un golpe certero era encontrar a ese hombre.

Tanis tragó saliva, con un inquietante cosquilleo en el cuerpo producido por su contacto.

—Piensa que, si damos con él, tendríamos todo Krynn a nuestros pies —le susurró ella al oído, su aliento cálido y húmedo contra la piel del semielfo—. La Reina Oscura nos recompensaría más generosamente de lo que has soñado nunca! Tú y yo juntos para siempre, Tanis. ¡Vamos en su busca!

Las palabras de la joven resonaban en su mente. ¡Juntos para siempre! Poner fin a la guerra, gobernar Krynn.

«No», pensó con un nudo en la garganta.« ¡Es una locura! Mi pueblo, mis amigos... Por otra parte, ¿no he hecho ya suficiente? ¿Qué les debo, tanto a humanos como a elfos? Nada. Son ellos quienes me han herido, humillado. Todos estos años he vivido en el aislamiento. ¿Por qué he de tenerlos en cuenta? ¡Ya es hora de cuidar de mí mismo! Ésta es la mujer de mis sueños. Ahora puede ser mía. Kitiara, tan bella, tan deseable...»

—¡No! —dijo con brusquedad—. No —añadió, suavizando el tono de la voz y estrechándola en sus brazos—. Iremos mañana. Si era él, sé bien que no escapará.

Kitiara sonrió y se dejó arrullar. Tanis se volvió sobre ella para besarla con pasión. En la distancia oía el embate de las olas del mar Sangriento contra la costa.

10

La torre del Sumo Sacerdote.

La Orden de los Caballeros.

Por la mañana, la tormenta que azotaba Solamnia había amainado. Salió el sol, convertido en un tenue disco dorado que no caldeaba nada. Los caballeros que montaban guardia en las almenas de la torre del Sumo Sacerdote fueron al fin a acostarse, no sin antes relatar los prodigios que habían visto durante la cruda noche pues semejante tempestad no se conocía en aquellas tierras desde los tiempos del Cataclismo. Quienes ocuparon sus puestos de vigilancia estaban tan fatigados como ellos, nadie había conseguido conciliar el sueño.

Contemplaron la llanura cubierta de nieve y hielo. Oscilantes llamas salpicaban el paisaje allí donde los árboles, devastados por los aserrados relámpagos que surcaron el cielo durante la ventisca, ardían con misteriosos destellos. Pero no fueron los aislados incendios los que atrajeron la atención de los caballeros cuando se encaramaron a las almenas. Les inquietaba más el fuego que se alzaba en el horizonte, centenares de ígneos fulgores que invadían el frío y despejado aire con su hediondo humo.

Las hogueras de los campamentos. Las hogueras de los ejércitos enemigos.

Un edificio se interponía entre la Señora del Dragón y su proyectada victoria en Solamnia. Ese edificio o «cosa», como ella solía llamarla, era la torre del Sumo Sacerdote.

Construida tiempo atrás por Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, en el único paso que permitía atravesar las nevadas y siempre brumosas montañas Vingaard, la torre protegía Palanthas, capital de Solamnia, y el puerto denominado las Puertas de Paladine. Si caía esa mole, Palanthas pasaría a manos de los ejércitos de los dragones. Se trataba de una bella ciudad llena de riquezas, de una urbe que había vuelto la espalda al mundo para contemplarse, orgullosa, en su propio espejo.

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