La tumba de Huma (52 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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Con Palanthas en su poder y el puerto bajo control, la Señora del Dragón cortaría sin dificultad el suministro de víveres hasta imponer sumisión al resto de Solamnia y barrer de la faz de la tierra a los molestos caballeros. La comandante, apodada «Dama Oscura» por sus tropas, no se hallaba en el campamento. Una misión secreta la había llevado al este. pero al partir dejó tras ella a oficiales leales y eficientes, dispuestos a cualquier hazaña para ganarse su favor.

De todos los Señores de los Dragones, la Dama Oscura era la predilecta de la soberana. Por eso las tropas de draconianos, goblins, ogros y humanos permanecían en suspuestos contemplando la torre con ojos codiciosos, todos ellos ávidos de lucha para obtener sus recomendaciones.

Defendía el edificio una nutrida guarnición de Caballeros de Solamnia, que a este fin abandonaron Palanthas unas semanas antes. Según la leyenda, la torre nunca había sucumbido estando protegida por hombres piadosos, consagrada como estaba al Sumo Sacerdote representante de un rango que, tan sólo inferior al del Gran Maestre, merecía el más hondo respeto de los súbditos del reino.

Los clérigos de Paladine vivieron en la torre durante la Era de los Sueños. Allí habían acudido los jóvenes caballeros para ser adoctrinados en los misterios religiosos, dejando numerosos vestigios de su paso.

No era únicamente el temor de la leyenda lo que detenía a los ejércitos. Sus oficiales no necesitaban de fábulas para comprender que tomar tal fortaleza sería un arduo empeño.

—El tiempo nos favorece —dijo la Dama Oscura antes de partir—. Nuestros espías informan que los caballeros han recibido escasa ayuda desde Palanthas. Hemos interceptado sus vías de abastecimiento desde el alcázar de Vingaard hacia el este. Dejemos que se encierren en su torre, pues más pronto o más tarde su impaciencia y sus estómagos vacíos los inducirán a cometer un error. Cuando eso ocurra, estaremos a punto para entrar en acción.

—Podríamos tomar la plaza con una escuadra de dragones —sugirió un joven oficial. Se llamaba Bakaris y su valor en la liza, unido a su atractivo rostro, le habían valido el favor de su señora. Eso no impidió, no obstante, que la Dama Oscura le dirigiera una especulativa mirada cuando se disponía a montar a la grupa de Skie, su dragón azul.

—Quizá te equivoques —se limitó a replicar—. Se rumorea que han descubierto una antigua arma: la lanza Dragonlance.

—¡Puros cuentos infantiles! —se burló el oficial mientras la ayudaba a instalarse a lomos de Skie. El reptil observó al apuesto joven con ojos furibundos.

—No menosprecies los relatos para niños —le advirtió la Dama Oscura—, son los mismos que nos dieron a conocer a los míticos dragones. Pero no te preocupes, amigo. Si consigo capturar al Hombre de la Joya Verde no tendremos que atacar la torre, ella misma se destruirá. Si, por el contrario, fracaso —añadió encogiéndose de hombros— quizá te mande la escuadra que solicitas.

Sin más preámbulos el gigantesco animal de escamas azules batió sus alas y alzó el vuelo hacia el este, en dirección a una pequeña y pobre ciudad situada a orillas del mar Sangriento de Istar. Se llamaba Flotsam.

Las tropas aguardaban desde entonces, reconfortadas por las cálidas fogatas, mientras los caballeros luchaban contra el hambre tal como había augurado la dignataria. Pero mucho peor que la falta de alimento eran las disensiones que comenzaban a enfrentar a unos contra otros.

Los jóvenes caballeros que servían a las órdenes de Sturm Brightblade llegaron a reverenciar a su desafortunado cabecilla durante los penosos meses que sucedieron a su partida de Sancrist. Aunque melancólico y, en ocasiones, reservado, el honesto e íntegro carácter de Sturm le hizo merecedor del respeto y admiración de sus hombres. Fue la suya una victoria que le costó indecibles sufrimientos a manos de Derek. Una criatura menos noble habría prestado oídos sordos a las maniobras políticas de este último, o por lo menos mantenido la boca cerrada como hiciera el comandante Alfred; pero Sturm no dudó en desenmascararlo tantas veces como lo creyó necesario, aun sabiendo que de ese modo perjudicaba su causa contra el poderoso caballero.

Fue Derek quien enajenó a los habitantes de Palanthas. Ya desconfiados, dominados por antiguos odios y amarguras, los moradores de la bella y pacífica ciudad se alarmaron y encolerizaron ante sus amenazas cuando negaron su autorización a los caballeros para guarnicionar el recinto. Por fortuna, las pacientes negociaciones de Sturm acabaron por propiciar la actitud de los ciudadanos y proveyeron de víveres a los soldados.

La situación no mejoró al instalarse los caballeros en la torre del Sumo Sacerdote. Las facciones entre los comandantes minaron la moral de los soldados de infantería que, además, sufrían las consecuencias de la escasez de alimentos. Pronto la torre se convirtió en un nido de intrigas, los mandatarios que apoyaban a Derek se enfrentaron a la franca oposición de los seguidores de Gunthar, capitaneados por Sturm, y si no estallaron sangrientas trifulcas fue gracias a la estricta obediencia que este caballero profesaba a la Medida. Pero la descorazonadora visión de los ejércitos de los dragones acampados en las cercanías, así como la progresiva merma de víveres, desataron nervios y malos humores.

El comandante Alfred comprendió el peligro demasiado tarde. Lamentó entonces la necedad que había mostrado al respaldar a Derek, pues resultaba evidente que el caballero se estaba volviendo loco.

Su demencia crecía a ojos vistas, su ambición de poder corroía los últimos reductos de razón que aún albergaba. Pero Alfred nada podía hacer. Encerrados en la rígida estructura marcada por la Medida, se precisaban meses de conciliábulos para relevar a Derek Crownguard de su rango.

La noticia del triunfo de Sturm sobre sus acusadores azotaría la seca y resquebrajada tierra con la rapidez del relámpago. Como había preconizado Gunthar, este hecho daría al traste con las esperanzas de Derek. Lo que no había previsto era que sesgaría también su frágil vínculo con la cordura.

La mañana siguiente a la tormenta, los ojos de los centinelas abandonaron unos instantes su vigilancia de las huestes enemigas para posarse en el patio de la Torre. El sol tiñó el nublado cielo de una luz gélida y blanquecina, que se reflejó en las armaduras de los Caballeros de Solamnia cuando se reunieron para una solemne ceremonia de investidura.

Sobre sus cabezas, los estandartes donde figuraba el penacho parecieron congelarse en las almenas al permanecer suspendidos e inmóviles en el frío aire matutino. Las puras notas de una trompeta, que hicieron bullir la sangre en las venas de los presentes, anunciaron la apertura de acto. Al oír su clamor, los caballeros irguieron la testa y desfilaron por el patio.

El comandante Alfred se situó en el centro de un círculo de caballeros. Ataviado con el uniforme de gala, agitándose la roja capa en torno a sus hombros, exhibió ante la concurrencia una antigua espada enfundada en su raída vaina. En esta última se enlazaban el martín pescador, la rosa y la corona, inmemoriales símbolos de la Orden. El dignatario lanzó una mirada a la asamblea, pero la esperanza que se dibujaba en sus ojos se apagó y bajó entristecido la cabeza.

Sus temores se veían confirmados. Había confiado en que la ceremonia conciliaría a los divididos caballeros, y, sin embargo, parecía producir el efecto contrario. Había inquietantes huecos en el círculo sagrado, espacios vacíos que los asistentes contemplaban con desazón. Derek y su séquito estaban ausentes.

Sonó dos veces más el clarín, y cayó el silencio sobre los congregados. Sturm Brightblade, vestido con una túnica blanca, salió de la capilla donde había pasado la noche recogido en la plegaria y la meditación como prescribía la Medida. Lo acompañaba una inusitada guardia de honor. Junto a Sturm caminaba una mujer elfa, cuya belleza destacaba en el plomizo día como el sol en el crudo invierno. Tras ella avanzaba un viejo enano, que recibía en su cano cabello y luenga barba los tenues influjos del astro. Al lado del hombrecillo desfilaba un kender, cubierto por unos alegres calzones azules.

Se abrió el círculo de caballeros para admitir a Sturm y su escolta, que se detuvieron frente a Alfred. Laurana, con el yelmo en las manos, se situó a su derecha. Flint, que portaba el escudo, se colocó a la izquierda y, tras recibir un empellón de enano. Tasslehoff se apresuró a ocupar su posición blandiendo las espuelas del caballero, que estaba a punto de ser investido.

Sturm inclinó la cabeza. Su larga melena, tocada ya por grises mechones pese a no sobrepasar la treintena, se derramó sobre sus hombros. Elevó una muda oración y, cuando el comandante Alfred le hizo la señal acostumbrada, hincó respetuoso la rodilla.

—Sturm Brightblade —declaró solemnemente el dignatario a la vez que desenrollaba un pergamino—, el Consejo de los Caballeros, tras escuchar el testimonio aportado por Lauralanthalasa de la familia real de Qualinesti y las declaraciones de Flint Fireforge, enano de las colinas circundantes a la ciudad de Solace, te libera de todos los cargos presentados en tu contra. Como reconocimiento a tus actos de valor, siempre de acuerdo con el relato de estos testigos, yo te nombro Caballero de Solamnia.

Su voz se quebró, y bajó los ojos. Las lágrimas fluían en sendos riachuelos por las macilentas mejillas de Sturm.

—Has pasado la noche orando, Sturm Brightblade —añadió en tonos apagados—. ¿Te consideras digno del gran honor que se te ha concedido?.

—No, señor —respondió el interpelado tal como exigía el ritual—, pero lo acepto con toda humildad y juro consagrar mi vida a hacerme merecedor de tal distinción. Alzó los ojos al cielo y concluyó en un susurro:
Con la ayuda de Paladine, lo conseguiré.

Alfred había presenciado numerosas ceremonias de esta índole, pero no recordaba haber visto tan ferviente sinceridad en el rostro de un hombre.

—Ojala estuviera aquí Tanis —murmuró Flint al oído de Laurana, quien se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza.

Se alzaba alta y rígida, enfundada en una armadura que le habían confeccionado en Palanthas por orden expresa de Gunthar. Su cabello de color miel ondeaba bajo el casco de plata. Una intrincada filigrana de oro surcaba su peto, mientras que la holgada falda de cuero negro —con un largo corte en un lado para darle libertad de movimientos rozaba la punta de sus botas. Tenía la faz pálida y triste, ya que la situación tanto en Palanthas como en la misma torre no podía ser más sombría y desoladora.

Debería haber regresado a Sancrist, de hecho así se lo habían ordenado. El Comandante Gunthar recibió tiempo atrás un comunicado secreto de Alfred relatándole el caos que reinaba entre los caballeros, y al instante mandó a la Princesa instrucciones de abreviar su estancia.

Sin embargo ella prefirió quedarse, al menos durante un tiempo. Los habitantes de Palanthas la habían acogido con cortesía; después de todo corría por sus venas sangre real y, además, les fascinó su belleza. También estaban interesados en la Dragonlance y solicitaron una a fin de exhibirla en su museo. Pero cuando Laurana mencionó a los ejércitos de los dragones, se limitaron a sonreír y encogerse de hombros.

Fue entonces cuando la princesa se enteró, a través de un mensajero, de lo que estaba ocurriendo en la torre de los Sumos Sacerdotes. Los caballeros se hallaban en estado de sitio, y varios millares de soldados enemigos aguardaban en el campo. Decidió que los aliados necesitaban las lanzas y que sólo ella podía llevárselas y enseñarles su manejo. Así pues, ignoró por completo la orden de Gunthar de volver a Sancrist.

El viaje de Palanthas a la torre fue una auténtica pesadilla. Inició Laurana la marcha en compañía de dos carromatos que transportaban algunas existencias y las valiosas lanzas dragonlance. El primer vehículo se encalló en la nieve a escasas millas de la ciudad y su contenido hubo de ser distribuido entre los caballeros de la escolta, Laurana, su grupo y el segundo carromato. También éste se atascó. Una y otra vez liberaron sus ruedas con palas traídas a este propósito, hasta que al fin se hundió sin remedio. Cargando armas y provisiones sobre sus equipos, los caballeros, la muchacha elfa, Flint y Tas recorrieron a pie el último trecho. La suya fue la última caravana que logró llegar a su destino. Tras la tormenta de la víspera, Laurana y todos los presentes supieron que no recibirían más suministros. El camino de Palanthas era ahora intransitable.

Aunque aplicaran el más estricto racionamiento, los soldados quedarían sin comida en pocos días. Los ejércitos de los Dragones, por el contrario, parecían poder esperar un invierno entero.

Las lanzas
dragonlance
fueron desmontadas de los agotados animales que las trasladaban y, por orden de Derek, apiladas en el patio. Algunos de los caballeros las examinaron con curiosidad, para luego ignorarlas. Se les antojaron armas demasiado pesadas e inútiles.

Cuando Laurana se ofreció tímidamente a instruirles en su gobierno, Derek se burló de ella. Alfred, por su parte, se asomó a la ventana para contemplar en silencio las fogatas de campaña en el horizonte, y los recelos de la muchacha se vieron materializados al mirar inquisitiva a Sturm.

—Laurana —dijo él con tono cordial, cubriendo su mano entre las suyas —, no creo que el Señor del Dragón se tome ni siquiera la molestia de enviar a sus escuadras voladoras. Si no logramos abrir de nuevo las vías de abastecimiento, la Torre sucumbirá porque sólo quedará un puñado de muertos para defenderla.

Las lanzas
dragonlance
yacían pues en el patio sin ser utilizadas en el más absoluto olvido, enterradas sus argénteas puntas bajo la nieve.

11

La curiosidad de un kender.

Los caballeros atacan.

Sturm y Flint paseaban por las almenas la noche de la ceremonia de la investidura, compartiendo sus recuerdos.

—Un pozo de pura plata, refulgente como una joya, en las entrañas del monumento del Dragón Plateado —dijo Flint con sobrecogido—. De aquella plata se sirvió Theros para forjar las lanzas
dragonlance.

—Me habría gustado más que nada en el mundo visitar la tumba de Huma —se lamentó Sturm. Al desviar los ojos hacia los campamentos enemigos, se detuvo y apoyó la mano en el antiguo muro de piedra. La llama de una antorcha encendida al otro lado de una ventana próxima brilló en su enjuto rostro.

—La visitarás —le reconfortó el enano—. Volveremos cuando termine la guerra. Tas dibujó un mapa, aunque su precisión deja mucho que desear...

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