Cetrespeó, encerrado en una diminuta habitación sin ventanas, abarrotada de bancos de grabaciones y equipos de comunicaciones, exhaló un dramático suspiro.
—Cada vez que estoy seguro de que han ideado el método definitivo de hacernos sufrir, inventan otro. Es tan difícil adivinar sus intenciones.
Erredós Dedos lanzó un chillido desdeñoso.
—No son excusas, deficiente colección de nanochips enredados. No había nada en la última grabación que no contuvieran las demás. Seis millones de formas de comunicación, y descubren una nueva. Los seres no mecánicos son imposibles.
Erredós extendió un brazo manipulador hacia el reproductor.
—Yo lo haré —se encrespó Cetrespeó—. Está demasiado alto para ti.
Erredós produjo un sonido similar al de un humano de siete años cuando saca la lengua.
Cetrespeó quitó un tubo grabado, insertó otro y devolvió el antiguo al maletín del primer ministro.
—Incluso el primer ministro Captison, que detesta a los androides, está de acuerdo en que servimos a un propósito útil. Hemos trabajado durante siete horas sin parar ni un momento a reponer lubricante. —El altavoz chisporroteó. Cetrespeó acercó más la cabeza—. Silencio, Erredós.
Erredós, que estaba en silencio, emitió un ruidito.
—Noto algo diferente en ésta.
A un nivel inaudible para los humanos, una serie de crujidos electrónicos siguieron a los canturreos ssi-ruuvi. Los sensores automáticos compararon el código con millones de otros.
—¡Ya está! —exclamó Cetrespeó, antes de que la grabación terminara—. Erredós, pásala otra vez.
Erredós gorjeó en tono irónico.
—Pues claro que llego mejor que tú. No tengo la culpa de que seas tan bajito.
Cetrespeó volvió la parte superior de su cuerpo, apretó una tecla de repetición y se mantuvo en aquella postura. La programación automática seleccionó su sensor auditivo izquierdo para grabar el código electrónico, y una unidad de procesamiento central para comparar los dos. Localizó un retraso infinitesimal, pautas de tono repetidas y modificadores labio/guturales inhumanos.
La grabación finalizó. Cetrespeó la reprodujo de nuevo. Otro circuito, programado para deducir variables lógicas del contexto, proporcionó lecturas alternas y las comparó con informes similares que había grabado durante años, desde su último borrado de memoria, hacía mucho, mucho tiempo.
—¡Excelente! —exclamó Cetrespeó—. Ahora, Erredós, debemos empezar por el principio y escuchar todas las grabaciones. Proporcionarán a la princesa Leia toda clase de información útil.
Erredós silbó.
—Sí, también al primer ministro Captison. No te impacientes. —Cetrespeó palmeó la cúpula de Erredós—. Ya sé que no es tu especialidad. Piensa en las horas que he pasado a bordo de naves, sin funcionar.
Erredós pellizcó su memoria.
—Muy gracioso. —Cetrespeó apretó la tecla de reproducción—. Cállate y escucha. Te lo traduciré.
Las grabaciones empezaron de nuevo, las siete horas completas a máxima velocidad. Cetrespeó escuchó, y Erredós escuchó a Cetrespeó. La mayor parte de lo que se decía carecía de importancia.
Realinee su nave con el escuadrón
, y cosas por el estilo.
—Oh, no —exclamó de repente Cetrespeó—. Erredós, debes llamar de inmediato al amo Luke. Esto es espantoso.
Erredós ya estaba rodando hacia el centro de comunicaciones.
Leia salió del aerocoche alquilado a la brisa fría y húmeda, y paseó la vista por el aeródromo situado en el techo del complejo bakurano. Contó mentalmente los milicianos. Dieciocho, con las armas preparadas. No era una bienvenida cordial. Deseó que Chewie la hubiera acompañado, aunque no lo había hecho para complacer a los bakuranos. Belden tropezó con ella.
—Menos mal que envió aquel mensaje al comandante Skywalker, Alteza.
—Estén preparados para moverse —murmuró la joven.
Introdujo la mano en una manga para coger su pequeño desintegrador. Podría acabar con tres o cuatro antes de que la derribaran. Saltó al tejado de permacreta y empezó a disparar.
Cinco milicianos cayeron antes de que alguien agarrara su codo izquierdo por detrás. Leia se revolvió con violencia y casi consiguió soltarse, antes de que un guantelete blanco le arrebatara el desintegrador.
La mitad de la batalla consiste en saber cuándo te han vencido
. ¿Dónde había oído aquello? En Alderaan, supuso, mientras se ponía en pie lentamente con las manos enlazadas sobre la cabeza. Aún no estaba vencida, pero era muy importante que el enemigo lo creyera.
El gobernador Wilek Nereus salió del ascensor, seguido por cuatro milicianos navales cubiertos con cascos negros.
—Primer ministro Captison —dijo con suavidad—, senador Belden. ¿Iban de paseo?
Señaló el aerocoche, y dos milicianos subieron a bordo.
El miliciano que había confiscado el desintegrador de Leia cogió algo al primer ministro Captison. Otro sujetó sus brazos y le aplicó unas esposas.
—Han perdido el sentido común —zumbó Belden, congestionado y también esposado—. Esto es inadmisible.
—¿Por qué tantos esfuerzos para escapar a la observación, si no hacían nada malo?
Leia se adelantó.
—Existen cosas como el derecho a la intimidad, gobernador.
—Cuando pone en peligro la seguridad de un planeta imperial, no, querida princesa.
Un miliciano salió del vehículo aéreo.
—Negativo, señor.
—Llévenselo. Tú, tú y tú. —Señaló a otros tres milicianos—. Registradles.
—Leia soportó estoicamente un completo cacheo físico. El miliciano se apoderó de la funda de la muñeca vacía y el comunicador de bolsillo, y después la esposó. Otro caminó a toda prisa hacia el gobernador Nereus, con la pequeña caja gris de Belden.
—¿Qué tenemos aquí, senador?
Belden alzó sus manos esposadas y agitó un dedo en dirección al gobernador Nereus.
—Mi amplificador de voz es un objeto personal. Devuélvamelo.
—Ay, rectitud mancillada. Sospechaba desde hace tiempo que usted o su esposa se encontraban en posesión de artefactos ilegales, Belden…, pero siendo como es tan manifiestamente inocente de todo acto ilegal, estoy seguro de que no le importará quedar detenido hasta que mis hombres determinen la naturaleza de este instrumento.
Leia gruñó. Una capa de sudor perlaba la frente de Belden sobre sus mejillas escarlatas, y respiraba con dificultad. Daba la sensación de que iba a desmayarse. A su edad, aquellas señales eran peligrosas.
Sin embargo, el incidente podía enfurecer a Bakura.
Tritón de mantequilla
, recordó. El primer ministro Captison corrió al lado de Belden, adelantándose a un miliciano naval.
—Gobernador Nereus, ha pisoteado…
—Guardias —gritó Nereus—, estas tres personas quedan detenidas, como sospechosas de subversión. Pónganlas en diferentes partes del complejo.
Leia caminó hacia Nereus, con el propósito de atraer la atención sobre su persona.
—Ha sido un paseo delicioso, gobernador.
Nereus bajó la mirada.
—Le hice una promesa después de cenar, relativa a la subversión de los pueblos imperiales, querida. Créame, cumplo mis promesas. Cuando un vehículo lleno de gente atraviesa en silencio los campos sensores, despierta la curiosidad. —Un miliciano hundió su rifle desintegrador en la espalda de Belden—. Nada de charlas —ordenó Nereus—. Interroguen a cada uno por separado.
Leia tenía que demostrar a Captison que había hablado muy en serio cuando dijo que estaba dispuesta a sacrificar su vida. Bajó la cabeza y se abalanzó sobre el gobernador Nereus. Le golpeó de pleno en su generoso estómago.
Se derrumbó con un bufido de sorpresa. Leia saltó sobre su pecho, sujetó su cabeza entre las rodillas y apretó las esposas sobre su nariz.
—Retrocedan todos, o veremos quién tiene la cabeza más dura.
Los milicianos se alejaron, pero Leia no vio al que la dejó sin sentido por detrás.
H
an frenó su vehículo el tiempo suficiente para que Luke saltara ante la puerta del espaciopuerto, y luego dio la vuelta, levantando una nube negra de polvo. Detestaba dejar a Luke solo, pero éste había insistido en que daba igual. La lanzadera del
Frenesí
llegaría de un momento a otro, y entretanto, Luke podría refugiarse en la cantina del espaciopuerto. También contaría con refuerzos, probablemente los pilotos de la Alianza libres de servicio. Serían más numerosos que los tripulantes de la única lanzadera imperial aparcada cerca de la cantina, frente a la Plataforma 12. En cualquier caso, Luke era Luke, con espada de luz y todo.
Se dirigió hacia el norte y divisó humo cerca del complejo Bakur. Varios segundos más tarde, un rostro radiante apareció en el aire, sobre su plano de la ciudad.
—Alerta a todos los residentes. Se acaba de imponer el toque de queda. Despejen las calles y el aire. Las fuerzas de seguridad dispararán a matar a los líderes y a aturdir a sus seguidores, con el fin de encarcelarlos. El toque de queda será efectivo de inmediato.
¿Qué estaba pasando?
Apareció un segundo rostro.
—Estas son las consecuencias de la detención del primer ministro Captison y el senador Orn Belden, acusados de subversión, así como de la dirigente rebelde Leia Organa. El gobierno imperial exige la plena colaboración. Los invasores ssi-ruuk podrían atacar en cualquier momento. Cualquier colaboración con fuerzas extranjeras será castigada severamente, sin más dilación.
¿Leia, detenida
? Han hizo caso omiso de los restantes mensajes sobre la abreviación de los horarios comerciales y los barrios prohibidos. Era evidente que a los imperiales les preocupaba provocar disturbios.
Él sí que iba a iniciar un disturbio. Aceleró a toda velocidad.
—Te mataré por esto, Nereus —masculló.
Pero ¿cómo? Ni siquiera sabía dónde estaba Leia.
Aunque filtrado por las válvulas de admisión del vehículo, el aire olía a humo. Aterrizó en el techo del complejo Bakur y bajó en el ascensor más cercano. Como antes, dos milicianos montaban guardia frente a su apartamento. Sus cascos giraron cuando entró. No le dejarían salir.
Cetrespeó le aguardaba, con su infinita paciencia mecánica.
—General Solo —exclamó—, gracias al cielo que ha llegado. La senadora Captison me devolvió aquí, pero se llevó a Erredós a su despacho. Su cepo…
—Ahora no. Busca a Leia.
—Pero, general, los ssi-ruuk van a por el amo Luke, para atacar a continuación de inmediato.
—Ya lo sabemos. No le pasará nada… —Han se detuvo—. ¿Has dicho «atacar»?
—Dentro de una hora. Hemos de…
—¿Cómo lo…? No. ¿Dónde está Leia?
El alto androide se enderezó.
—Nos dejó en la oficina del primer ministro Captison, para traducir…
—Sé dónde os dejó. —Han atravesó el saloncito, tropezando con campos repulsores—. Captison y ella han sido detenidos. ¿Has avisado a Luke del ataque?
—Lo he intentado, señor…
—Le dejé en la cantina contigua a la Plataforma 12. Conecta con el ordenador central. Averigua dónde han llevado a Leia. ¡Ya!
—General Solo, Erredós está equipado para conexión directa. Yo no.
Las mejillas de Solo se tiñeron de púrpura.
—Entonces, ponte ahí y empieza a teclear como un humano. Para eso te construyeron con esa forma.
Cetrespeó anadeó hasta la terminal principal. Han le observó unos momentos, pero el androide trabajaba con demasiada rapidez para seguirle. Han comprobó la carga de cada uno de sus desintegradores y examinó el vibrocuchillo. Miró por la ventana, y después inspeccionó el dormitorio de Leia. Ninguna señal de que hubiera sido registrada. No la habían secuestrado allí.
—General Solo —llamó Cetrespeó desde la sala de comunicaciones.
—¿Qué? —Han corrió hacia el androide—. ¿La has encontrado? ¿Has localizado a Luke?
—Dejé un mensaje para el amo Luke a los camareros de la cantina, pero fueron muy groseros y dudo que se lo hayan transmitido. En cuanto al ama Leia…
—¿Cuál es la zona de detención? ¿Dónde está?
—Parece que ha sido trasladada a una pequeña instalación de las montañas cercanas. Una especie de refugio particular, creo.
—¿A qué distancia se encuentra de aquí? Enséñamelo.
Cetrespeó llamó a un plano. Han tomó nota del emplazamiento, unos veinte minutos al noroeste de la ciudad, a toda velocidad.
—Muy bien. Primer plano.
Cetrespeó cambió la imagen. Una verja de seguridad rodeaba un amplio edificio en forma de T, con un largo zaguán principal y una extensa zona recreativa. Diez chimeneas de leña: auténtico despliegue de nostalgia, de no ser por el derroche aparcado cerca de la esquina noreste del terreno.
—Sí —dijo Han—. Un pabellón de caza y una mansión, diría yo. ¿Puedes introducirme en su sistema de seguridad?
Cetrespeó pulsó más teclas.
—Creo que ya lo tengo.
—Desconéctalo.
Cetrespeó se llevó una mano a la barbilla.
—Si me permite, general Solo, le diré que desconectarlo pondrá a toda la zona en estado de alerta.
—De acuerdo. Desconecta cualquier cosa que les permita verme llegar desde el aire, y averigua cuántos guardias están apostados.
—Diez. —Cetrespeó siguió tecleando—. Una seguridad bastante mínima, en mi opinión. Si me permite una especulación, creo que el gobernador Nereus se ha rodeado de la mayoría de guardias mientras dure la crisis.
—Me huele a otra trampa.
Por otra parte, tal vez Nereus no quería que la Alianza se volviera contra él. Tal vez sólo deseaba librarse de Captison, y lo haría en cuanto se sacudiera a Leia de encima. Del planeta, en realidad.
O quizá Cetrespeó tenía razón, y estaba asustado. A veces, se necesitaba un cobarde para descubrir a otro cobarde.
Desenfundó el desintegrador y se encaminó a la puerta.
—Vámonos, Vara de Oro. Hemos de deshacernos de esos dos milicianos.
—¡Señor! ¡Por una vez, tómese unos momentos para madurar suplan! ¡Minimice los riesgos!
Han vaciló.
—¿Minimizarlos? ¿Cómo?
—En lugar de abrirse paso a tiros, podría intentar alguna treta.
—¿Qué tienes en mente?
Los dedos metálicos del androide se curvaron sobre su cintura.
—Yo carezco de imaginación. Sus facultades creativas tal vez…
—Muy bien, cierra el pico. Déjame pensar.
Contó sus recursos. Dos desintegradores, un vibrocuchillo y Cetrespeó.