(Las mujeres marcianas eran notoriamente vanidosas por el porte flotante que les confería la baja gravedad.)
Faetón miró reflexivamente la puerta de la cámara. Helión, viendo esa mirada, sonrió para sí mismo. Caminó hacia la baranda.
—¿Qué significa esta compleja actividad? —preguntó, señalando hacia arriba.
—¿Eh? —De mala gana. Faetón apartó la vista de la puerta de la cámara estanca—. Ah, eso. La
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está instalando sus modificaciones de batisfera solar. Allí, a lo largo del interior del casco, hay generadores de inducción magnética. Esto creará un campo a lo largo del casco que actuará como la oruga de un vehículo terrestre, usando la corriente magnética para desplazar plasma denso a ambos lados de la nave, impulsándola hacia delante y hacia abajo.
—¿Como si entraras reptando en el Sol?
Ambos pusieron la misma expresión irónica.
—Si prefieres —concedió Faetón.
—Tus láseres de refrigeración, confío, estarán a la altura de la tarea. La geometría de tu casco no minimiza el área de superficie. Además, el creciente calor de cada capa sucesiva a medida que te aproximes al núcleo excede, cuando menos, el calor de combustión de mis batisferas.
Faetón señaló.
—¿Puedes ver cuarenta kilómetros a popa? Ésa es la línea de operarios que despejan un espacio de aislamiento de medio kilómetro hacia el interior de cada superficie del casco, que me propongo inundar con líquido superconductor. Este líquido llevará calor a los núcleos impulsores de babor y estribor, que utilizaré como difusores térmicos. El núcleo central se usará como láser de refrigeración, y fácilmente puede generar más calor que el núcleo solar.
Helión hizo varios cientos de cálculos mentales, y frunció el ceño ante los resultados.
—¿Semejante volumen? Con tu casco, habría pensado que tu albedo reflexivo se aproximaría al cien por ciento. ¿Por qué entra tanto calor?
Faetón señaló hacia arriba y envió una señal al filtro sensorial de Helión, para mostrarle vistas del trabajo que se realizaba fuera del casco enviadas por cámaras externas.
—Mis antenas de comunicaciones y puertos mentales son reemplazados por fibra óptica de admantio cristalino de un diámetro demasiado grande para permitir que los puertos mentales se cierren. Entrará calor por esos lugares.
—¿Por qué trabas combate con el sofotec de la Segunda Ecumene, quien, por lo que Atkins me contó, sobresale en muchas formas de combate viral y guerra mental, con los puertos mentales abiertos? No podrás aislar la mente de la nave de las comunicaciones externas, a menos que tus disyuntores sean...
—Los dis5aintores fueron reemplazados por múltiples líneas alternativas de cables soldados punta a punta. No hay modo de romper el circuito. No hay modo de cancelar la comunicación externa desde dentro. Las conexiones por cable ni siquiera se pueden desbaratar físicamente más rápido de lo que vuelven a crecer.
—¿Por qué?
—Porque esto no será un combate. Será algo más definitivo y permanente.
—No entiendo. Explícamelo, por favor.
Pero en ese momento se abrió la puerta de la cámara estanca y entró Dafne, con radiante belleza, los ojos luminosos de fresca alegría.
Faetón la miró sonriendo, como si almacenara la imagen de Dafne en su memoria. Ella usaba una blusa de manga corta y una falda larga de tela sedosa y pálida, crujiente y reluciente, y un panamá con cintas del tipo que llamaban sombrero solar. A pesar de la alta gravedad, se había diseñado los pies y los tobillos para usar zapatos de tacón alto. Sonrió, con un destello en los ojos, sosteniéndose el sombrero con la mano, como si esperase que una brisa imposible soplara por la cubierta.
Faetón se le acercó, tendiendo los brazos como para estrecharla.
—Querida, tengo tanto que contarte...
Ella lo desvió con la mano libre.
—¿No me presentas a tu padre? ¡Hola, Helión!
Faetón retrocedió, desconcertado.
—¿Qué? —preguntó—. Tú lo conoces. Acabas de estar en la cámara estanca con él.
—No juegues con el muchacho —le dijo secamente Helión a Dafne—. Ya está bastante confundido. Estoy tratando de entender el plan maestro con el que se propone sobrevivir en las próximas horas. —Con un gesto ostentoso, Helión extrajo su reloj de bolsillo, lo abrió con un chasquido, miró la hora—. Por favor, consumad vuestro besuqueo y vuestra conciliación sin demora. Me gustaría concluir mi conversación con él.
Dafne se apoyó las manos en las caderas, mirando a Helión con cara de pocos amigos.
—¿Y qué te hace pensar que quiero besuquearme y conciliarme con un palurdo porfiado y terco que no tiene la sensatez de ver lo que está frente a sus narices, que insiste en fugarse, meterse en problemas, extraviarse, recibir disparos, perder y encontrar trozos de su memoria que no puede ordenar, arruinar fiestas, construir naves estelares, iniciar guerras, contrariar a todo el mundo, y que insiste en decir que no soy su esposa cada vez que pierde una discusión conmigo, cosa que le ocurre continuamente?
Faetón, detrás de ella, le aferró los hombros con sus vigorosas manos y la obligó a volverse hacia él, abrazándola a pesar de sus protestas y forcejeos. Ella le apoyó los puños en el pecho y empujó, pero en esa gravedad sólo logró perder el equilibrio y se encontró de puntillas, inclinada hacia atrás y apretada contra él, apresada en la magnífica fuerza de sus brazos.
Él la miró a los ojos.
—Creo que lo harás —murmuró—. Eres la única versión, la única persona que me ha alentado a perseguir mi sueño. Eres la única persona por quien renunciaría a ese sueño. Vi lo primero durante nuestro largo viaje desde la Tierra; para reconocer lo segundo, tuve que verme a mí mismo cuando otro hombre estaba poseído por mis pensamientos. Esos pensamientos siempre eran sobre ti, mi querida, mi preciada, mi amada. Y no es a la vieja Dafne a quien amaba, a quien amo ahora, sino a ti. Diré por última vez que no eres mi esposa, porque me casé con ella, tu versión anterior, y no contigo. Pero me casaré contigo, si me aceptas, y a partir de entonces sólo te llamaré esposa, mi esposa bienamada.
Dafne bebió la presencia de Faetón con ojos brillantes, sonrojándose delicadamente. Encogió levemente los hombros, como tratando de escabullirse, pero él le aferró las manos.
—Das muchas cosas por sentadas, amigo mío —jadeó Dafne—. ¿Y si digo que no?
—Te ofrezco, como regalo nupcial, mi vida y mi nave y mi futuro, para que los compartas conmigo, y cada estrella del cielo nocturno. ¿Cuál es tu respuesta?
Cuando ella entreabrió los labios para hablar, él la besó. Las palabras que quería decir quedaron ahogadas en gimoteos de felicidad. Quizá él sabía cuál sería la respuesta.
El sombrero de paja se deslizó de la cabeza ladeada y voló hasta la pasarela. Las dos cintas se enredaron, formando una sola.
Helión dio cortésmente la espalda y fingió consultar su reloj.
—¿No es más tradicional que el hombre se arrodille en estas ocasiones? —preguntó a nadie en particular.
Diomedes de Neptuno y un maniquí que representaba al mariscal Atkins salieron de una terminal ferroviaria cercana y se deslizaron hacia ellos por la superficie de la pasarela.
Helión caminó hacia los dos hombres, usando una orden mental para anular la acción de la sustancia de superficie de la pasarela, que de lo contrario lo habría llevado adelante sin esfuerzo. Su amor por la disciplina exigía que evitara, cuando podía, esas ayudas artificiales para el andar.
Atkins vio lo que sucedía por encima del hombro de Helión, y hundió los talones como señal para detener la pasarela. Por cortesía o embarazo, Atkins carraspeó, se entrelazó las manos a la espalda y se aproximó a Helión, girando para encararlo, para evitar mirar el origen de esos gemidos, risitas y murmullos.
—He examinado tus registros —le dijo a Helión—. Te alegrará saber que los sofotecs que trabajaban en la Plataforma no fueron destruidos por un fallo catastrófico del entorno ambiental, como pensabas. Se suicidaron para detener la propagación del virus mental que había tomado control de ellos. Apostaban a que tu versión anterior pudiera dominar la tormenta sin su ayuda. La buena noticia es que eso significa que tu sistema actual parece seguro. Para descender con la
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hasta el núcleo, necesitamos que uses la Plataforma para crear una corriente de subducción en el plasma, un gran remolino que succione la nave hasta la posición de la zona radiactiva del núcleo exterior donde aguarda el enemigo. ¿Puedes hacerlo?
—Puedo provocar la colisión horizontal de dos corrientes ecuatoriales para crear un vórtice cuyo núcleo tendrá baja densidad, creando una mancha solar de tamaño suficiente para engullir planetas enteros. Aún está por verse hasta qué profundidad puedo impulsar el embudo del vórtice, o qué tormentas y chorros coronales sin precedentes resultarán. Hola, capitán Atkins. Me alegra verte. ¿Cómo estás? Yo bien, gracias. Veo que el paso de los siglos no ha alterado tus... rudos modales, lo cual es refrescante.
—Si me permites, algunos de nosotros no creemos que los modales sofisticados sean lo más importante de la vida —replicó Atkins con rostro pétreo—. Y menos cuando estamos en guerra.
Helión enarcó las cejas.
—¿De veras? Aquellas delicadezas que nos hacen civilizados, en la opinión de muchos pensadores profundos y talentosos, son de mayor importancia durante las emergencias. ¿Y qué justificación tiene esa matanza llamada guerra si no es la de proteger la civilización?
—No empieces, señor de Radamanto. Esto es una emergencia.
Diomedes, entretanto, se inclinó para mirar detrás de Helión, observando con descarada fascinación el espectáculo que daban Faetón y Dafne.
—Nunca he visto bioformas no partenogenéticas. ¿Van a copular?
Atkins y Helión miraron a Diomedes, se miraron uno al otro. Intercambiaron un gesto cómplice.
Atkins apoyó la mano en el codo de Diomedes y lo llevó de vuelta hacia Helión.
—Creo que ahora no —dijo Atkins, impasible.
—Son jóvenes y están enamorados —explicó Helión, tratando de bloquear la visión de Diomedes—. Pasemos por alto, pues, los excesos y la exuberancia de ese saludo.
Diomedes estiró el cuello, tratando de ver por encima de Helión.
—No hay nada parecido en Neptuno.
—Quizás ello explique ciertas peculiaridades del carácter neptuniano... —murmuró Helión.
—Parece muy anticuado —dijo Diomedes.
—Ese antiquísimo y precioso carácter romántico de la humanidad impulsa a todos los grandes hombres hacia su grandeza —dijo Helión.
—Es lo que hacen los jóvenes antes de ir a la guerra —dijo Atkins.
—No es el modo en que las Cerebelinas, las composiciones, los hermafroditas y los neptunianos arreglan estos asuntos —dijo Diomedes—. No entiendo bien de qué sirve ese acto. Pero parece interesante. ¿Todos los Gris Plata pueden hacerlo? ¿Faetón se molestará si le ofrezco ayuda...?
—Se molestará —interrumpió secamente Atkins—. De veras. Se molestará.
—En esta ocasión, debo coincidir con el capitán Atkins —añadió Helión.
Los dos hombres intercambiaron una mirada. La tensión que manifestaban un instante atrás había desaparecido. Ambos eran muy viejos; Helión tenía cuatrocientos años cuando se inventó la inmortalidad numénica; se rumoreaba que Atkins, que entonces vivía como un cerebro preservado artificialmente dentro de un ciborg de combate, era aún más viejo. Ambos recordaban tiempos en que las cosas eran diferentes.
Helión casi sonrió.
—Puedo crear un vórtice para impulsar la
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hacia las capas externas del núcleo. Puedo hacer todo aquello que la cruel necesidad exija. Sin mostrar lágrimas, puedo enviar a mi hijo a la batalla y quizá a la muerte en las oscuras y turbulentas honduras de esta esfera infernal, más vasta que mundos, este universo de fuego elemental que yo he domado. Pero te aseguro que no lo haré sin saber por qué.
—Espero que Faetón nos lo explique y nos ponga al corriente dijo Atkins—. Dijo que eso haría.
—¡Mariscal! —exclamó Helión, sorprendido—. ¿Quieres decir que este plan no es tuyo? ¿Dónde están los sofotecs? ¿Dónde está el Parlamento? Sin duda este viaje se realizará bajo mando militar.
Torvas arrugas rodearon la boca de Atkins, y sus ojos chispearon. Éste era su gesto de diversión extrema, lo que otros hombres habrían demostrado mediante carcajadas estentóreas y triunfales.
—Bien, me alegra saber que tienes tanta fe en mí. Pero la Mente Bélica me dijo que no teníamos presupuesto para continuar la campaña del modo que yo quería, sitiando el Sol, usando la Plataforma para agitar el núcleo y valiéndonos de sistemas energéticos terrestres en el ínterin, y las simulaciones mostraban que mi plan podía conducir a la destrucción y pérdida de una quinta parte de las mentes de la Trascendencia, y el cerco habría tenido que durar hasta que el Sol se transformara en gigante roja, antes de que la densidad fuera tan baja como para realizar un ataque directo triunfal. El Parlamento estuvo en línea durante el viaje de cinco horas desde el espacio transjoviano, y ofreció a tu hijo una patente de corso. Pero tu hijo parecía confiar en que cada hombre de buena voluntad de la Ecumene Dorada combinaría voluntariamente sus esfuerzos, guiado por buenos consejos sofotécnicos para hacer aquello que esta lucha exigiera, que aún no se requería disciplina militar estricta. Y como tu presupuesto y esta nave valen más que todos los ingresos fiscales de esa diminuta, estrangulada, débil, indiferente, permisiva, inservible y anticuada entidad que en estos tiempos llamamos gobierno, no tenían nada que ofrecerle. Así que están fuera del juego; yo estoy fuera del juego; nadie decide cómo se salvará nuestra Ecumene Dorada, salvo nuestro héroe, el consentido y terco hijo de un ricachón. Sin intención de ofender.
—En absoluto, capitán. No sabes cuánto me alivia saber que las decisiones importantes de este momento no están en manos de los adictos a la disciplina prusiana que calzan botas y los santurrones entrometidos de mente colectiva que en otras ocasiones han realizado proyectos gubernamentales de este tenor.
Diomedes los miró a ambos.
—¿Acaso os conocéis? —preguntó con lento asombro.
Se reunieron en un pequeño jardín de invierno, un lugar donde fuentes de cristal enviaban ociosos chorros hacia verdes parques y macizos de arbustos tropicales, hasta un ancho estanque de ébano que ocultaba un proceso de reciclaje nanomecánico. Por acción capilar, altas adaptaciones arbóreas extraían aguas frescas del estanque y las enviaban de nuevo hacia abajo, desde la techumbre de hojas hacia las fuentes murmurantes. Más allá de las fuentes, un muro de espejos energéticos mostraba, como desde una perspectiva alta, el abismo de un desfiladero áureo donde corría un río de fuego blanco. Éste era el núcleo impulsor de estribor, que todavía era sometido a modificaciones.