Authors: Ana María Matute
Uno de los muchachos se acercó, e inclinó su rostro hacia el mío. Vi que tenía la piel muy blanca, casi luminosa de puro blanca, junto a la intensa negrura de sus rizos. En cambio, tenía ojos tan azules como los míos.
—¿Quién eres? —farfullé molesto, apartándole con bastante brusquedad.
Casi se tambaleó bajo el empellón, y poco faltó para que cayera sobre mí, de forma que el balanceo de sus rizos rozó mi frente. En lugar de responderme, volvieron a reír los tres tan suave y apagadamente como antes. Luego, con gran gentileza, el muchacho acercó una copa y diome de beber una bebida fresca, que me apercibió de cuanta sed acumulaban mi paladar y garganta.
Mientras yo bebía ansiosamente, en el mismo tono, bajo y ligero, murmuró que no debía incorporarme, ni moverme: pues así lo había ordenado el físico. Obedecí con laxitud y de nuevo recliné la cabeza. Entonces, un grande y apacible descanso me ganó enteramente. Un descanso y una paz que, en verdad, hacía mucho tiempo no había experimentado. (O que, acaso, no había conocido nunca).
Un tironeo de brazos y piernas, nada gentil, me devolvió al mundo vulgar y conocido: el físico me zarandeaba. Alzó duramente mi cabeza y me miró los dientes. Luego acercó a mi nariz un frasco, por el que asomaban unas ramitas. Tras guardarlo de nuevo entre los pliegues de su túnica, me informó de que ya estaba curado.
—¿Curado? —murmuré, como si me extrajesen de un pozo de confusiones.
Y desazonándome de nuevo, el anciano me comunicó que no tenía que asustarme, puesto que sólo había sufrido "la pequeña muerte", muy común, al parecer, en los muchachos de mi edad.
—Eres duro y fuerte como un jamelgo; pero demasiado alto —manifestó, con severo reproche—. ¡Procura detener tu crecimiento!
Secamente me indicó que debía reincorporarme a mis tareas habituales. Según comprobé, me hallaba de nuevo sobre el suelo, cubierto de juncos que hasta entonces me había parecido confortable. A mi alrededor despertaban los muchachos escuderos; se acordonaban la ropa y el calzado y me miraban con burla. Soporté en silencio sus chanzas, pero no atinaba a descifrar su significado. Y supuse que aquella limpia y mullida cámara, con sus bellos adolescentes (y tal vez, todo lo que creí vivir en la nieve, junto a mi señor: el frustrado combate, y el grito desgarrador del Conde Lazsko sobre el río helado), no eran sino frutos de una pesadilla, encantamiento o visión. "Algún mal —me dije— ha entrado y salido de mi cuerpo". Por lo que, después de todo, debía felicitarme de salir tan bien parado de ello. Pero una idea me desazonaba: ""Una pequeña muerte"", meditaba, ""Una pequeña muerte..."". Y por más que lo intenté, no lograba hallar sustancia alguna en estas palabras, ni atinar qué clase de mal embrujo, o ensueño, encubrían.
Nadie dio importancia a mi enfermedad, sueño o desvanecimiento: lo consideraban un mal pasajero. Tan sólo alguna irónica alusión me recordó, a veces, el incidente. Mi vida de sirviente y escudero se reanudó, igual que antes. Ni mi señor, ni su esposa, daban señales de haberse apercibido de mis osadías o mis turbulentas noches. Sin embargo, un cambio muy profundo tenía lugar en mí. O mejor dicho, sentíame objeto de una suerte de recuperación o encuentro conmigo mismo. Pero por más que atormentaba mi memoria, tampoco lograba descifrar qué clase de reencuentro se verificaba en mi ánimo. Y a menudo, en cualquier rincón oscuro, o lugar solitario, tropezaba con la sombra de mis hermanos. Aunque sólo los encontré, realmente, en presencia de otras personas. O los veía de lejos, galopando en la nieve.
Cierta noche, bajé a echar una partida de dados con los soldados. Uno de ellos, de edad avanzada y barba encanecida, había luchado con mi señor en muchos combates. Él y aquel exsoldado de Lazsko, usaban con más frecuencia que los otros el lenguaje de sobreentendidos y oscuras alusiones que yo no alcanzaba. Sin embargo, a través de la recóndita burla que en sus palabras entreveía, me pareció que en los ojos del hombre de la barba blanca alentaba una inmensa tristeza.
Aquella noche, guiado por un raro presentimiento, le pregunté casi en voz baja, de manera que no me oyeran los otros, mientras lanzaba los dados:
—Dime, ¿quiénes son los muchachos que se ocultan en la cámara de mi señor?
Él alzó los ojos; y vi un destello de sobresalto en ellos. Pero mantuve su mirada con toda la serenidad que me inculcaron las lecciones de mi señora, y que tan ejemplarmente observaba mi señor, de forma que el recelo de sus ojos declinó en una vieja y conocida socarronería, ésa que habita, agazapada, entre los arrugados párpados de todo campesino. Al tiempo que reía quedamente, respondió:
—Joven escudero, ¿eres tú, por ventura, un muchacho inocente...? ¡No lo creo!
Y a través de tan cautas como lacónicas palabras, supe que, al fin, se había rasgado un velo; y que, en adelante, su lenguaje ya no sería oscuro, ni incomprensible para mí. De forma que respondí como mejor pude a su sonrisa, y no le pregunté nada más.
Noche tras noche, partida tras partida de dados, fue desvaneciéndose en mi mente la sombra de cuanto me pareciera incomprensible o misterioso. Comprendí que, en verdad, hasta el momento fui sólo un joven cándido, salvaje y desprovisto de toda aptitud para entender el humano lenguaje. Pues día tras día habían ocurrido muchas cosas a mi alrededor y ante mí, y no las habían percibido mis ojos, ni captado mis oídos, ni albergado mi espíritu. Y palabras claramente pronunciadas en mi presencia no revestían sentido alguno hasta entonces, cuando todos los jóvenes escuderos del castillo y los caballeros y las damas y los soldados (y hasta el último de los sirvientes) tenían por viejo y conocido cosas que yo ni siquiera sospeché.
Desde el momento mismo que tuvo lugar tan curioso despertar de todo mi ser, las partidas de dados menudearon. Pues, aunque ya nada nuevo iban a descubrirme, me aficioné a ellas. Incluso estimé la áspera cerveza, la tosquedad de lenguaje y hasta llegué a participar en las burlas (que ya no se me antojaron impenetrables, sino groseras, y un tanto insípidas).
Así, otro día supe que el ahijado de Lazsko había abandonado a su protector, para, según rumores, unirse a una partida de salteadores de caminos. En las frías noches, junto al fuego de los soldados, los vagabundos y gentes de camino contaban a la guardia que el viejo Conde había caído en una desesperación obsesa y embrutecedora, que sólo abandonaba su fortaleza y borrachera para salir a la nieve y el viento, en busca de tan ingrata criatura. Y el nombre de este malvado muchacho rodaba por la estepa y las dunas, fundido en el aullido de los lobos.
El invierno finalizaba y sólo muy de tarde en tarde volvía la furia del viento. Pero más de una noche, durante mis clandestinos compadrazgos con la baja soldadesca, ganando o perdiendo, ora una prenda, ora un arreo, oí el chirriar de una puerta, hasta entonces secreta (o que imaginé secreta) y unos suaves pasos que se deslizaban a lo largo del muro. El viejo soldado de la barba cana me guiñaba un ojo, maliciosamente. Él, u otro cualquiera, pues ya no había recelos entre los soldados y yo. Jóvenes muchachos y tiernas niñas salían o entraban de la torre, con pasitos furtivos; ávidos y perversos gatitos, reyes de la noche y de una muy efímera felicidad. Luego oía cascos de caballos, alejándose hacia las murallas.
—A veces mueren —me dijo, borracho, el ex soldado de Lazsko.
Pero nadie, excepto yo, pareció escuchar estas palabras. El viento de los ogros ya no era un misterio para nadie.
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Día a día, el sol fue alegrando de nuevo nuestro cielo y se reanudaron los juegos guerreros.
Empezó a resultar notoria mi habilidad y mi fuerza en tales ejercicios. Algunos escuderos alcanzaríamos muy pronto la edad o el mérito suficiente para ser investidos caballeros. Y por tanto, la rivalidad en el aprendizaje se hacía más dura y más empeñada la competencia.
En el curso de estos entrenamientos —que mi señor seguía con gran atención— Mohl me mostró cierta buena voluntad. Aunque jamás me hablara directamente, salvo para darme órdenes, yo notaba que había reparado en algún aspecto de mi persona que no le era ingrato. Aunque no acertaba a desentrañar cuál era, pues no sabía si apreciaba mi fuerza, mi habilidad, o simplemente, mi presencia. ¿O, mi aún muy primitiva naturaleza, que sobresalía también por su brusco talante y carencia de refinamiento?...
Lo cierto es que, por una u otra causa —y averiguarla en hombre tan mesurado y frío como él, no resultaba empresa fácil— aquella buena voluntad fue transparentando (o así me lo pareció) una indudable predilección. Requirió con más frecuencia mis servicios y me elevó y distinguió entre los jóvenes escuderos. Por tanto, la primera vez que en presencia de sus comensales me dirigió la palabra, un gran asombro cruzó la estancia, desde el primero hasta el último puesto de la mesa (allí donde mis tres hermanos comían en hosco silencio).
Aunque no me miró —ni siquiera volvió el rostro hacia mí—, bien se entendía que hacia mi persona iban dirigidas sus palabras. Y no las pronunció en voz baja, sino tan alta, que ni un solo presente dejó de percibirlas. Mientras escanciaba vino en su copa, le oí decir:
—Ese rubio cabello y esa mirada nos devuelven la herencia del pasado, hasta el más alejado confín de la tierra, a nadie se puede hallar tan rubio, ni de tan azules y feroces ojos. Al contemplar a este muchacho, siento en mi nuca el aliento de los dioses perdidos.
Tan insólitas palabras (que semejaban una adivinanza) fueron, no obstante, comprendidas al instante por mí; pero no así, imagino, por la mayoría de quienes las escucharon. Mas, dado que a menudo Mohl pronunciaba frases misteriosas y luego pasaba sin transición a otros temas, la extrañeza causada por semejante comentario borróse fácilmente de todos los oyentes (salvo de mis tres hermanos). Un temblor inoportuno se apoderó de mi mano y hube de hacer un gran esfuerzo para no derramar el vino sobre el hombre que había pronunciado tales sentencias.
El Barón quedó sumido en un raro silencio, y acaso con el propósito de que mis oídos y entendederas captaran más exactamente que se había dignado referirse a mi poco relevante persona añadió al fin:
—Conozco muy bien la causa de que, aún tan joven, seas ya muy temido. Y vaticino que lo serás mucho más, en grado creciente, hasta el último de tus días. No eres hermoso, ni gentil, pero tu naturaleza vive más allá de tan perecederas cualidades. Y puede, incluso, resultar mucho más tentadora que la belleza y la dulzura.
Tras aquellos memorables —al menos, para mí— vaticinios, mi señor pasó mucho tiempo sin volver a dar muestras de notar mi existencia.
Al fin llegó el último día del invierno. Y con el buen tiempo, cobraron más y más vigor los ejercicios violentos. Organizáronse varios encuentros de caballeros y los juegos guerreros menudearon. A presenciar algunos, fueron invitadas las damas, de suerte que acudían muy animadas y contentas. Y la que más, entre todas, mi señora. A los jóvenes no investidos, no nos estaba permitido tomar parte en las lides pero sí portar las armas, seguir de cerca a nuestros caballeros. Y si caían heridos, sacarlos del campo como mejor pudiéramos.
Tras celebrarse uno de estos encuentros entre los caballeros de Mohl y los de un barón de las cercanías, se sirvió una abundante comida sobre la hierba, pues tras el frío invierno, la primavera se ofrecía en todo su esplendor.
La Baronesa me llamó, indicándome que me arrodillara a su lado. Aguardé así alguna de sus órdenes. Pero en lugar de hacerlo me tendió una copa donde, sobre aguamiel, flotaban pétalos de flores. Y dijo:
—Llegado ese día, querría presenciar tu primer combate, puesto que yo inicié, desde lo más sumario, los pasos de tu aprendizaje. He sido tu maestra y, como tal, esa fecha revestirá un recuerdo muy emotivo para mí.
Quedé un tanto perplejo. En verdad había mucha razón en sus palabras; pero no atinaba a calibrar hasta qué punto ella misma era consciente de su doble filo. Sus cejas permanecían imperturbablemente altas y arqueadas, y su mirada como amparándose en algún sueño interior. Tomé la copa entre las manos, pero no me atreví a probarla. El dulzor de la miel me repugnaba y los pétalos que la cubrían me parecieron, de improviso, una sarta de diminutos animales —mariposas o luciérnagas, injustamente asfixiadas— sinceramente repugnantes. Tuve miedo de mirar sus ojos: de antiguo conocía esas pupilas amarillas, intensas y fríamente exasperadas. Bruscamente, sus dedos largos y duros izaron mi barbilla y sus ojos se apoderaron impíamente de los míos, sin permitirles un posible resquicio a la huida, o refugio alguno.
—En verdad —murmuró en voz baja y lenta— que, como dijo mi señor, eres feo. Pero he oído comentar, también, que allí de donde vienes, o hacia donde vas, se percibe muy cerca la sombra de los dioses perdidos.
Quedó en silencio un momento. Y mientras duró llegué a creer que sus ojos prenderían fuego a los míos. Al fin, añadió:
—Pero los dioses han muerto. O, tal vez, yo los he olvidado. Diles que algún día regresen a mí...
Lleno de turbación, notaba cómo renacían en mis venas un rencor y una desolación infinitos, que imaginaba enterrados. Un dragón sacudía de su lomo cenizas ardientes, alzaba la cabeza y me devolvía a un tiempo en que disputaba a los perros los huesos que arrojaba mi padre de su plato. Contemplé el cuello largo y blanco, parecido al de un cisne, de la Baronesa. Un gusto a sangre inundó mi lengua, y deseé hundir en él mi daga, degollarla, como hice con el jabalí de pelaje dorado —sagrado o infernal despojo—; y luego, tuve la súbita revelación de que aborrecía a mi padre, y a mi perdida infancia, al tiempo que los añoraba hasta el dolor.
Pero la Baronesa ignoraba, sin duda alguna, esta doble naturaleza, tanto en ella, como en mí mismo. Deseé entonces, muy violentamente, que mudara en ogresa, allí mismo, sobre la hierba, en el sol de los guerreros, el ruido de las armas y el galope de los caballos. Pero ella, con un gesto de la mano, me despidió.
Y mi ogresa no vino a buscarme, ni aquel día, ni muchos después.
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Pasó la primavera. Y cuando ya el verano declinaba, el Barón dispuso una gran cacería. Me ordenó entonces que formara parte de sus escuderos, aunque esto era contrario a las costumbres (no sólo suyas, sino generales), pues aquel puesto sólo se lograba tras relevantes méritos, o por la pureza del linaje.
Cuando me dispuse a cumplir sus órdenes, no supe discernir, con sorpresa y malestar, si aquéllas que tuve por visiones en la nieve y que el físico denominó "muerte pequeña" —esto es: la imagen de un Barón Mohl, de metal negro, rígidamente alzado en el blanco patio de armas— eran tales o, por contra, sucedieron fuera de los sueños (aunque no formaban parte de la realidad que conocía). No sentí, pues, satisfacción ni orgullo alguno por tal distinción, a todas luces extraña y, como no tardé en apreciar, peligrosa.