Authors: Ana María Matute
A causa de la falta de discreción que caracterizó las relaciones de mi señor y el muchacho misterioso —nadie atinaba a saber si respondía al nombre de prisionero, esclavo u objeto de lujo—, este relajamiento en su porte debía, con toda seguridad, mortificar íntimamente al Barón. A pesar de la indudable ternura y pasión que le embargaban ante semejante individuo, pasado un cierto tiempo, como si en lugar de tan sesudo caballero se tratase de la más caprichosa y antojadiza dama, empezó a variar su carácter, y mudar de humor. Tal vez deseaba vengar la pasión que el mancebo le inspiraba, tal vez deseaba castigarse o castigarle a él por ello; el caso es que, a menudo, trataba al jovencito con crueldad, al menos de palabra, y le humillaba y vejaba, sin rebozo, ante los otros. Cosa ésta, a mi juicio, tan desaforada como las públicas demostraciones de su pasión. Así, ora lo encadenaba aunque fuera con cadena de oro, y maniatado de esta guisa, lo arrastraba tras de sí, ora le obligaba a comer en el suelo, a sus pies, mientras le propinaba suaves pero nada honrosos puntapiés donde mejor le pluguiera. En otras ocasiones designábale con nombres que solía emplear para sus perros, o sus caballos; o bien, refiriéndose a su persona, lo llamaba simplemente "cosa" o "carne". Una vez, lo tuvo encadenado a la pata de su mesa, durante todo lo que duró la cena y sus largas libaciones.
Pero al tiempo que sucedíanse tan insensatas como impropias escenas, abandonaba toda severidad apenas sin transición. Suavizábase su voz y en ella llameaba el amor, de forma singular. Y mostrábalo sin mesura, ni orgullo. De modo que tan febriles sentimientos acabaron por escandalizar a muchos, y a ser blanco de conmiseración o mofa en otros. Sobre todo cuando, pasadas las extravagantes exhibiciones de ira o amor de que hacíale objeto y aun durante ellas, el jovencito empezó a hacer caso omiso, tanto de humillaciones como de cálidas efusiones públicas. La burla más descarada fue abriéndose paso en sus cautas facciones, tan sagazmente revestidas de inocencia. Día a día, mostróse más cínico y osado, y ante aquel hombre (aún tan respetado y temido) él se permitía burlonas sonrisas, descarados mohínes y más de una mirada repleta de desdeñosa indulgencia.
Comenzó a murmurarse, ya sin rebozo, sobre las alarmantes proporciones que iba tomando en mi señor tan funesta esclavitud. Y mucho indignaba el hecho, ya proclamado sin secreto, de que el Barón llevara todas las noches a su joven prisionero hasta lo más remoto y profundo de sus sueños. Y no porque esto fuera en él cosa nueva, ni extraordinaria, sino porque ni siquiera trataba de ocultarlo.
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Apuntaban los primeros hielos, cuando cierta mañana despertó el Barón sacudido por una horrenda pesadilla. Aún bañado en el sudor de tales espantos, buscaba con la mirada una presencia íntima y consoladora, cuando pudo contemplar al inefable Kunh degollado a sus pies. Notoria se hizo, empero, la ausencia del lujoso collar, así como la del gentil y descarado prisionero.
Solía dormir el Barón sin más prendas encima que su cadena de oro al cuello, y el anillo con las Armas de la Caballería. A despecho de su distinguido porte e indudable arrogancia, saltó del lecho como un lobo; y de tal guisa —esto es, en cueros vivos— recorrió el castillo, exhalando en desaforada profusión rugidos y ululaciones tales como jamás lograría emular, ni en fiereza, ni en poderío, una jauría entera.
Algo más tarde, lúgubremente aplacado, regresó a su cámara; y dejándose caer en el puro suelo —así lo explicó el afectado Ortwin—, abandonóse a un silencio donde se presumían pocas bonanzas. Inmóvil, permaneció en tal postura durante muchas horas. Cerca del mediodía levantó despacio sus párpados, como si despertara de un pesado y largo sueño. Aún pálido y demudado, pero con gran aplomo y recogimiento, ordenó salir prestamente veinte hombres armados en pos del ingrato, con orden y promesa conjuntas de traerlo vivo a su presencia antes del anochecer, o cobrarse en sus cabezas el fracaso de la expedición. Después, dedicó un buen rato a envolver en un banderín con sus colores al malogrado Kunh. Una vez liado a su gusto lo entregó a un sirviente, para que lo enterraran en cualquier parte.
Antes de la hora vespertina, los ladridos de los perros y las indiscretas aclamaciones (en verdad, maliciosas) de aquellos hombres enviados con tan poco estimulante señuelo, anunciaron, a partes iguales, el presto cumplimiento de sus órdenes, y el alivio de saberse aún en disposición de las propias testas.
Ya recobradas la continencia y serenidad perdidas (al tiempo que su manto de negras pieles), el Barón Mohl reunió a los caballeros y jóvenes escuderos, así como a los capitanes de su tropa, en el patio de armas. Rodeado de todos, entre los que me contaba, y de un gran silencio, armado de su escudo y lanza, permaneció Mohl erguido sobre su montura. Dos de sus más ayunos y sañosos perros de caza tironeaban con fuerza de sus correas, mal reprimidos por un lacayo asustado.
Al fin, aproximáronse los ladridos, el ruido de los cascos y las blasfemias; mas todo quedó segado por la imponente figura de mi señor. Arrojaron al centro del patio —y a las propias pezuñas de Hal, que reculó de espanto— una criatura casi desconocida para quienes, poco antes, la vieran triscar burlonamente por aquel lugar: tan rotas y enlodadas aparecían sus ropas, enmarañado su cabello de fuego, lívido y demudado su semblante. Un pequeño río fluía de su nariz a su boca, pero el rojo oscuro de aquella sangre, ya muy espesa, revelaba, aun a las mentes menos sagaces, qué clase de agasajos y zalemas le habían dispensado sus perseguidores, una vez le echaron la zarpa encima.
Encadenado de manos y pies, apenas si podía arrastrarse, de rodillas por el suelo. Nadie hubiera reconocido en tan lamentable criatura al joven lobezno capturado por mi señor, ni al bello y descarado gurrumino que trotaba poco antes tras su sombra.
El Barón le contempló sin pronunciar palabra. Sólo el jadeo del muchacho, y los gruñidos mal reprimidos de los perros, arañaban tan inmóvil como tormentosa forma de silencio. Al fin, el Barón tomó el collar del infortunado Kunh que le tendía uno de los sudorosos hombres: a pesar del frío, sudaban también otras muchas frentes, aunque no tomaron parte en la búsqueda y captura del mancebo.
Una vez tuvo el collar en sus manos, Mohl lo observó con detenimiento, como si jamás lo hubiera visto. Luego, lo ensartó en la punta de su lanza, y lo acercó, casi con delicadeza, a la boca del muchacho:
—¡Trágalo! —ordenó.
Tal vez aguardaba, o anhelaba, alguna queja. Acaso una súplica. Pero el muchacho parecía mudo, sólo parecían vivir sus ojos, inhumanamente fijos en el rostro de su señor, y había en ellos una expresión de asombro y desesperación unidas, como sólo he visto, a veces, en la mirada de un animal herido.
Acercó más el Barón el collar, en la afilada punta de su lanza, al joven y éste intentó apartar el rostro. Aquel gesto levantó toda la furia de Mohl. Retrocedió en su montura, cimbreó su lanza y cargó sobre el muchacho, atravesándole la boca: igual que si del ejercicio del anillo se tratara (y que con tanto gusto solía presenciar). Lo llevó a cabo tan certeramente, y con tan singular puntería dio una y otra vez en el blanco, que, a poco, una masa sanguinolenta y viscosa sustituía a aquella boca fresca, descarada y riente, que tanta pasión —aunque más dulce— despertara otrora en mi señor.
Una sutil nevada comenzó a caer. El Barón levantó el rostro al cielo, y una centelleante lluvia de copos le cubrió la frente y resbaló por sus mejillas. En el suelo yacía el muchacho, sacudido por un estertor largo, cálidamente animal. Entonces Mohl levantó el brazo, blandió la lanza con gran sabiduría, y la arrojó sobre el cuerpo tendido. El arma se hundió en el centro de aquella frágil y hermosa criatura: lo atravesó, y clavó en el suelo. El Barón hizo una seña al lacayo, y éste soltó a los perros.
Y cuando lo despedazaban entre gruñidos de salvaje placer, el Barón espoleó su caballo; y, en torno al informe amasijo de sangre y carne desgarrada que aún palpitaba entre los dientes de los canes, repitió una y otra vez su conocido galope circular, antiguo y fúnebre. Una y otra vez —no puedo saber cuántas—, estrechó y ciñó en su cerco al informe guiñapo: ayer aún causa de tan honda, exasperada y tristísima dulzura.
En lo alto de la torre vigía, el alba iluminó los ensartados e irreconocibles despojos de aquel que a tan noble, ponderado y orgulloso caballero como el Barón Mohl puso en trance de mostrar, ante ojos indiscretos, la soledad de su corazón.
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No había llegado la primera tarde cuando el vigía dio la señal de alarma.
Esta vez, sólo un jinete se divisaba en la pradera. Pausado, macizo y oscuro, avanzaba en el silencio de la nieve. Un cielo quieto, reluciente como un inmenso escudo, parecía aguardar un grito, alguna cólera. El jinete cruzó el río helado, y las sombras de los abedules se agitaron al recuerdo de un eco, que traía el espectro de un nombre. Por sobre la torre vigía, oí el aleteo de dos buitres. Después los vi volar hacia las dunas.
Aún no se distinguía el rostro del jinete, cuando Mohl lo reconoció. Y pese a saber quién era, no mostró desdén o repugnancia. Antes bien, requirió prestamente su caballo, lanza y escudo.
Entonces retornó a mis ojos una escena soñada —o quién sabe si verdadera—. Mas esta vez no fui yo, sino el propio Barón quien requirió:
—Ensilla tu caballo, y sígueme.
A nadie más permitió acompañarle. Pero eran tan extraordinarias todas las cosas, que ni siquiera sentí mi propio asombro, o el odio que tan desacostumbrado mandato hubiera despertado en sus caballeros. Le seguí, consciente de que no pisaba la blancura de un sueño, sino tal vez de un recuerdo que aún no había llegado a mí, al que observaba desde muy vastas lejanías.
El viento levantó nubes blancas del suelo. El jinete atravesó el río y, siempre en la misma calma, fue a nuestro encuentro. Cuando estuvo a una cierta distancia se detuvo. Recio, torpe y casi anciano. Bajo la bruñida tersura del cielo, brillaban sus cabellos rojiblancos, y mecíanse, junto a su rostro, dos flacas trenzas.
Un aullido largo, mucho más largo y ululante que el de los lobos de la estepa, rasgó mis oídos. En él crecía, de nuevo, aquel nombre: se tensaba como el arco, y huía una y otra vez hasta fundirse en el brillo del cielo.
—¡Vete! —le gritó Mohl—. ¡Vuelve a la estepa! ¡No quiero luchar contigo!
Pero el Conde Lazsko avanzó aún: primero en un trote menudo, luego más briosamente. Se arrojó al fin, con pesada furia, lanza en ristre, contra mi señor.
Mohl paró y resistió el golpe; su escudo pareció abrirse en cuatro rayos blancos. Pero en lugar de responder al ataque, retrocedió en su montura, y gritó de nuevo:
—¡Vuelve a la estepa! ¡Nunca debiste salir de allí!
Lazsko tomó nuevo impulso, alzó el arma en su corto brazo y aulló:
—¡Devuélvemelo, maldito! ¡Devuélvemelo!
Aún dos veces más cargó con furia contra Mohl. Cuando chocaba su lanza contra el escudo de mi señor, comprobaba la firmeza de éste al parar la furia, torpe pero poderosa, de cada embestida. Aunque me causaba estupor ver que Mohl no respondía a los ataques: se limitaba solamente a rechazarlos.
El viejo Lazsko reculó de nuevo su caballo. Y de pronto, sus hombros se desplomaron, e inclinó la cabeza sobre su pecho. Sobre las pieles que cubrían su pecho vi balancearse las escuálidas trenzas, de un oro rojizo e impropio, cuya visión acreció en mi ánimo un inconcreto malestar. La voz del viejo Conde se abandonó entonces a aquel nombre, un nombre que parecía desgarrarse entre los dientes de los lobos, o formar parte misma del viento estepario. Un bramido ronco, totalmente inhumano, surgió de su garganta.
—¡Devuélvemelo, o mátame...!
Mi señor blandió su lanza y, por primera vez, galopó y cargó contra su viejo y ya inexistente enemigo. Lo atravesó, sin que el grueso brazo de Lazsko alzara siquiera su escudo. El macizo jinete se tambaleó: un trozo de la astillada lanza se erizaba, aún, en su vientre. Luego cayó al suelo, de lado, y levantó en la nieve una blanquísima polvareda.
Me pareció que transcurría un tiempo largo, donde sólo habitaban el relincho y el coceo asustados de su hermoso corcel estepario. Al fin, el caballo volvió grupas y partió, sin jinete, hacia las dunas.
La mano enguantada y negra de mi señor se alzó en el aire, llamándome. Obedecí, presa de un súbito terror, sin voluntad, ni voz. El Barón acercó nuestros caballos al cuerpo derribado de Lazsko. Y juntos estuvimos durante mucho rato contemplándolo.
El viento levantaba su cabello, arrojaba grandes manchas blancas sobre el antiguo enemigo, se arremolinaba en su cuerpo, y parecía lamer o saborear la muerte.
Al cabo, dijo Mohl:
—¿Quién hará igual conmigo, el día que lo precise...? ¿Quién, hijo mío?
Y me llamó hijo, aún dos o tres veces. O quizá, mil veces más. Sólo esta palabra traía el viento, en tanto regresábamos, vencedores sin gloria, hacia el castillo.
En verdad que aquel combate no fue el que yo soñaba tantas veces, cuando aún era una pobre y salvaje criatura, la espalda contra la hierba, cara a las nubes, la vista nublada por un sanguinario y ya imposible placer.
Cuando llegamos a la muralla, un sol casi transparente iluminaba las almenas. Lo primero con que mis ojos tropezaron fue la sombra triple de mis hermanos. Y tan negra aparecía en el suelo, como blanca mostrábase la nieve.
La torre vigía
Los buitres y el viento redujeron a la pura nada los sangrientos despojos de quien fue muy amada criatura. Mas no llegó a desaparecer, y persistió durante mucho tiempo —ondeante al viento cual vengativo banderín— un mechón de su pelo rubio-leonado. Contemplándolo, regresó a mi mente un abominable cortejo de gritos y memorias, donde se abría paso, con estremecedora nitidez, otro rojo mechón preso en las llamas de una hoguera. Así, recuperé el atónito pavor que un día me fulminara y derribara en tierra. Igual que entonces, permanecí sin voz tres días seguidos, privado no sólo de la palabra, sino de casi todo entendimiento. Frente al fuego, mirando las llamas sin cesar, pasé tiempo, mucho tiempo: no sé cuánto. E incluso los más despegados y malévolos de entre mis compañeros tuvieron para mí, en aquel trance, una palabra amistosa o un silencio compasivo.
Así pasaron muchas jornadas. Yacen en mi recuerdo, insoportablemente blancas. Ni el vino hubiera dado más pesadez a mis párpados, ni el más violento combate podría magullar hasta tal punto mis huesos.