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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (14 page)

BOOK: La torre vigía
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No me volví, empero, cobarde. Ni me hurtaba a la pelea. Muchos fueron mis lances agresivos, y hasta hechos sanguinarios. Mas, por no haber sido aún investido, tales cosas se producían en rigurosa clandestinidad. En alguna ocasión, por puro desafío, robé su espada a un escudero somnoliento. E iba luego a dirimir estas cuestiones junto al Gran Río, a la hora del mediodía, la más peligrosa de las horas cuando el mundo parecía dormir. En dos ocasiones vi negrear en el suelo las sombras de los abedules y en otra, la de mi propio cuerpo bajo mis pies. Y de tal forma las vi, que trajeron a mi memoria la conocida lucha o contubernio —no podía esclarecer tal cosa— de la sombra y de la luz, del color blanco y el color negro.

Dejé entonces caer el arma y huí, como el peor de los cobardes. Aunque no era blandura lo que me dominaba, ni cobardía, sino muy al contrario, la deslumbrante certeza de cobijar en todo mi ser una grande y escondida fuerza, que tanto presagiaba un viento lúgubre y salado, como, por contra, llenábame de luz, y me traía esperanza; pues intuía que tal vez algún día me permitiría sobrevivir, a despecho de tanta sangre y desolación como rodeaban mi existencia. Quedaba luego asombrado de mí mismo: de mis manos, mis piernas, e incluso de mi propio peso sobre el suelo. Por lo que, en suma y como desquitándome de tanta confusión y pesadillas, me mostré jactancioso, peleador y osado. Al tiempo que, de tarde en tarde, huidizo y como enajenado. No es raro, pues, que al cabo de estas cosas, se me llegara a tener por criatura extravagante y aun peligrosa (como, en rigor, lo era).

A nadie, excepto ahora, pude explicar que desde el día de la frustrada cacería distinguí muchas veces en el río cien hombres con cien lanzas, a lomos de un dragón. Todos ellos guerreros, y tan rubios, feroces y desdichados como yo. Y no podía explicarme por qué, al verlos, yo sabía que había sucedido en otro tiempo, anterior o posterior. Ni por qué me hallaba en el centro de tan grande e insalvable soledad. Una soledad en verdad de todo punto desquiciada, dado que habitaba en abigarrada compañía, en una fortaleza donde tanta gente se apretujaba y rebullía ruidosamente. En ocasiones, tres abedules blancos solían contemplarme, y puedo asegurar que nunca un rostro humano tuvo, a mis ojos, mayor expresión de tristeza.

Tristeza que ya se repetía en todas las cosas: en el gesto del soldado al lanzar los dados, en las agudas estacas de la empalizada o en las cabalgadas o gritos de aquellos jóvenes escuderos, que hubieran debido ser mis amigos y no lo eran.

" " "

Estaba ya entrado el otoño y rebasado en mucho el día que cumplí quince años. Pero nada decía hasta el momento el Barón referente a la fecha, si es que ésta llegaba, de mi investidura.

En los últimos tiempos menudeaban las solitarias salidas a caballo de Mohl. Regresaba tarde, fatigado y pálido. Retirábase a su cámara en lúgubre silencio y yo oía o creía oír la voz de aquel soldado, que murmuraba: "Va en busca de carne fresca...".

Las animadas veladas, los conciertos, las lecturas y danzas y la vida en suma del castillo, declinaron, ya que no estaba mi señora para presidirlas, ni complacerse en ellas.

Desde la muerte de la Baronesa, las damas habían abandonado casi completamente la fortaleza. Las comidas y las cenas transcurrían, muchas veces, en silencio absoluto. En cambio, las libaciones aumentaron.

Cierta mañana en que mi señor partió a sus solitarias galopadas —hacía ya mucho frío, y el viento se arremolinaba sobre las dunas—, tardó más de lo usual en regresar. Durante su ausencia, se agitaron sin cesar las ramas de los abedules y la noche estremecida parecía apresada en el grito de las lechuzas o el acecho de las ya hambrientas alimañas. El aullido de los lobos se aproximaba a las villas y cuando siervos y campesinos se acercaban al bosque o las dunas, se armaban de horcas y cuchillos. Negras manadas de relucientes ojos y fauces abiertas, empujadas por el cercano invierno de la estepa, avanzaban hacia los poblados.

Al cabo de tres días el Barón regresó, portando una extraña presa. Atado a su montura, medio extenuado de fatiga, frío y tal vez hambre, arrastraba a un joven bandido. Desde la muralla les vi acercarse y cruzar el puente levadizo.

Entró mi señor en el castillo con arrogancia y júbilo tales que jamás guerrero alguno, tras su mejor batalla, parecería más triunfal. El viento agitaba sus cabellos castaño dorados, donde empezaba a brillar una suerte de invernal escarcha. Su figura se erguía y aun se estremecía, con orgullo apenas refrenado, desde la frente hasta los cascos de su montura. Y me pareció que el viento desataba alguna furia, guardada de antiguo para tal ocasión.

Cuando entró en el patio de armas, Mohl desató al prisionero, lo arrojó al suelo y lanzó su caballo al galope. Y cosa extraña en tan contenido caballero, dio varias vueltas en torno a su presa, de forma que parecía honrar —tal como solían hacer nuestros viejos guerreros— alguna muerte. O, acaso, celebraba una oscura fiesta que únicamente él podía conocer. Luego, ordenó que encadenaran al muchacho y que, sin hacerle daño, lo condujeran a la mazmorra.

A la noche, durante la cena, se mostró más locuaz que de costumbre: tanto, como sólo tiempo atrás —o quizá nunca— le habíamos conocido.

Al fin, una vez iniciadas las libaciones de sobremesa, manifestó:

—He apresado a una criatura muy singular.

Se apresuraron todos a comentar aquel incidente. Pero el Barón no dio más detalles sobre el suceso y yo sentí algo semejante a un húmedo aliento. Me estremecí y al punto Mohl me miró intrigado:

—Sirve más vino —dijo—. ¡Hemos de celebrar un acontecimiento de gran importancia!

Pero si bien todos bebieron y brindaron abundantemente, nadie supo qué era aquello que se celebraba tan generosamente. Se habló mucho de los bandidos que infestaban los contornos, de sus asaltos y crímenes, de su feroz saña. Luego, hablaron de lobos. Y así, sus conversaciones se prolongaron hasta el alba.

Sólo cuando todos, o casi todos, estaban embriagados, mi señor, dando pruebas de mayor resistencia y temple que sus caballeros, se retiró a su cámara.

Levantamos las mesas, las arrimamos a los muros y nos tendimos a dormir, disputando, como de costumbre, el mejor y más cercano puesto junto al fuego. El viento arreció contra los muros y del gran paladar del hogar brotó humo y un enjambre de chispas y negras partículas cayó sobre nosotros. Tuvimos que pasar mucho tiempo pisoteándolas para que no prendieran en los juncos secos y nos abrasaran.

Al día siguiente, sin explicación ni comentario al efecto, el Barón ordenó que condujeran al joven prisionero a su presencia. Solían celebrarse juicios para castigar o descargar todo delito, por pequeño que fuera. En tales ocasiones, mi señor imponía la justicia; mas nunca según su albedrío, sino apelando a otros hombres, previamente convocados y elegidos para ello. No se trataba de una ley, no existía en nuestra tierra un código especial para estos usos. Era sólo una costumbre; mas, como tal, arraigaba tan hondo como las más viejas raíces de los bosques. Un grupo formado por villanos, clérigos, feudales y caballeros, junto a mi señor, deliberaban, esclarecían y al fin juzgaban delincuente y delito. Y de sus reflexiones desprendíase el castigo o el perdón.

Así había sido siempre, y así esperábamos que fuese para el joven que todos suponíamos bandido. Sin embargo, no hubo juicio alguno. Mohl ordenó que le quitaran las cadenas, lo alimentaran y le dieran ropas limpias (y aun lujosas). Y más todavía: mandó preparar un baño, con agua perfumada y caliente —como solía hacerse con los jóvenes escuderos en vísperas de su investidura—, con destino al descostre y aseo de semejante criatura. Y como, en verdad, nadie tenía constancia —pues nada dijo Mohl a este respecto— de que el joven fuera realmente un bandido, o delincuente alguno (sino que así nos lo trajo al castillo), nadie pudo, o supo, formular una protesta válida a este respecto.

Mas tales hechos despertaron un malestar de oscuro augurio, aunque no preciso, en el castillo. Y ese malestar crecía, aunque no osaba manifestarse o estallar de forma satisfactoria.

Lo cierto es que desde aquel momento la fama de justicia y equidad que caracterizaba a Mohl sufrió un rudo golpe. En verdad, volvióse tiránico e intolerante; afloró la retenida crueldad en todos sus gestos y acciones y nadie osó, ya, inmiscuirse en el hecho de que aquel vagabundo, o bandido (o quién sabe qué extraño ser albergaba la curiosa presa del Barón), apareciera lujosamente ataviado y adornado en sus estancias, ni que desde aquel punto y hora, Mohl lo retuviera consigo y no lo apartara de su lado. No llevaba la vida de los jóvenes escuderos, ni dormía en la misma estancia que nosotros; ni tan sólo le servía a la mesa. Limitábase mi señor a llevarlo tras sí, de la misma manera que gustaba de ser escoltado por la jauría; o le encargaba portar en el puño el halcón predilecto. Comenzaron a circular rumores de que el muchacho pasaba la noche tendido a los pies de su lecho, como un perro fiel o un esclavo.

A simple vista el muchacho representaba unos doce o trece años; tan grácil y delicada era la configuración de su cuerpo, que en suavidad de movimientos recordaba los de una muchacha o una gacela. Y tan extraordinario era el brillo de sus largos cabellos, de un raro color oro-fuego. Pero, observando con atención el ángulo de sus mandíbulas, la dureza de sus largos dedos y, sobre todo, el metálico brillo de sus ojos grises, podía sospecharse en él —o aun adivinarse— bastante más edad y más firmeza —si es que no rudeza— de la que aparentaba poseer bajo su gracioso, gentil y cándido aspecto. Sus modales y lenguaje eran tan refinados y sutiles como los del propio Mohl, de suerte que la primitiva sospecha de que tratábase de un maleante, vagabundo o bandido, comenzó a disiparse de las mentes. No obstante, en cierta ocasión, el Barón le dio, como por juego, una afilada daga. Encendióse entonces su mirada en salvaje alegría y lanzó el arma con tal fuerza y puntería sobre el blanco donde los escuderos solíamos ejercitarnos, que el propio Mohl arrebató la daga de su mano y la guardó, con bastante recelo. No volvió a darle ninguna otra ocasión de mostrar —al menos en nuestra presencia— tan sorprendente habilidad, fuerza y destreza. De forma que, aun disipadas las sospechas sobre el enigma de su origen ("al menos —se decían los nobles señores—, no es de origen villano, pues ninguna de esas toscas criaturas podría ofrecer tan exquisita corrección y donaire, aun en los momentos de más relajamiento"), lo cierto es que la zozobra y la inquietud rondaban siempre la presencia de tan extraña como atractiva criatura.

Sería comprometido especificar el papel que representaba ese muchacho en la pequeña corte del Barón. No era ni paje, ni sirviente ni escudero. No era, en modo alguno, juglar —creo que detestaba las canciones y poesías, y no lo ocultaba con demasiado ahínco—; no sabía pulsar ningún instrumento, ni siquiera leer o recordar historia alguna, por simple que fuera. La única tarea que, de tarde en tarde, le confiaba mi señor —aparte la de seguirle como su propia sombra— era portar al puño o al hombro (más como placer que obligación) su halcón preferido.

Hasta el día en que, atado y medio a rastras, trajo al castillo a este jovencito, los sentimientos íntimos del Barón Mohl habían permanecido en la sombra (hasta incluso llegar a parecer muertos). Y su afición por los adolescentes, aunque conocida, constituía asimismo una suerte de secreto sobreentendido. No obstante, a partir del día que apareció con su prisionero y luego de ornado y acicalado (tanto como antes astroso y macilento), su actitud no mostró recato ni prudencia alguna. Posaba su mirada sobre el joven sin moderación ni aun la discreción más somera, de forma que, más que ojos, parecían los suyos dos hambrientos lobos al acecho. Y llevado por tan insólita falta de contención y aplomo, apoyó más de una vez su mano sobre la cabeza oro-fuego del muchacho. No llegó —en público— a acariciarlo. Pero el temblor de sus dedos hacía presumir ese deseo y aun otros muchos más violentos y mucho menos cándidos.

El halcón preferido del Barón que a veces llevaba en el hombro su prisionero, era un ave singularmente amada por mi señor. Tanto, que en lugar de permanecer en la halconería, como los demás, dormía junto a su cabecera. Este animal, de mirada arrogante y un tanto necia, iba adornado y alhajado de forma —al menos a mi juicio— harto aberrante. Y para colmo de excentricidad, Mohl le había hecho fabricar un collar de oro, en cuyo centro lucía una piedra de reflejos azules, seguramente muy valiosa. A veces, entre la vasta y abigarrada compañía del Barón Mohl, descubrí en la mirada de más de uno, un relámpago de codicia e irritación. Pero también es cierto que todo intento de llevar a cabo intenciones tan evidentes como sofocadas, quedaba fulminado por el alarido de pavor que en la intimidad de tan gozosos desvaríos provocaba la sola idea de realizar tal hazaña. Antes hubiera osado la víctima de tan peligrosas tentaciones abofetear al propio Barón (bofetada que tampoco tuve ocasión de presenciar) que cometer en el pájaro semejante desafuero. Desde la llegada al castillo (primero un tanto vejatoria, luego triunfal) del muchacho del pelo llameante, nadie había osado ni tan sólo tocar la peligrosa ave. Ave que, dicho sea de paso, inspiraba suntuosos ensueños de estrangulamiento en las mentes más apocadas. No es extraño, pues, que la envidia despertada por el animal se desahogara al menos en algo tan inocente como el clandestino alborozo de apodarle "Avechucho", en vez de Kunh, como era su nombre. Según oí a Ortwin, su Ayudante de Cámara, la primera mirada del Barón, cuando abría los ojos al nuevo día, era para Kunh; y lo hacía con verdadero deleite, o incluso amor.

No revestía para mí ningún secreto el que mi señor no hiciera distinción entre uno y otro sexo, entre los adolescentes de su elección. Dicho de otro modo: le daba igual que se tratara de muchacho o muchacha, con tal que fueran hermosos, de suaves modales y dulce temple. No podría aseverar, empero, si fueron sueños o realidades las criaturas que vi en cierta ocasión en su cámara —si es que aquélla era su cámara, y si es que realmente la vi—; lo cierto es que en semejante habitación no entraba nadie, excepto su leal Ortwin. Y si en un principio mucho me extrañó que no la compartiera con su esposa —para ello habíala dividido, como ya hice notar—, de seguir tan ignorante y cándido como en aquel tiempo, más me hubiera extrañado que esta habitación fuera tan celosamente prohibida a las gentes del castillo. Máxime, si se tiene en cuenta que la mayoría de los señores hacían de estas estancias, no sólo cámara conyugal, sino que por ser comúnmente las más amplias, lujosas y abrigadas en ellas solían tener lugar los esparcimientos invernales donde reunían no sólo a sus familiares, sino también a sus caballeros, escuderos y vasallos predilectos. Nadie ignoraba la tendencia de mi señor hacia la más extrema juventud. Y yo mismo hube de oír puyas maliciosas a raíz de la indudable predilección que me mostraba. Pero, siendo yo feo, y de modales nada refinados —incluso imagino que hasta groseros—, difícilmente coincidía mi aspecto con el que tanta satisfacción como ansia despertaba en mi señor. Así que deseché tales habladurías con desdén, y poco caso hice de ellas.

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