Authors: Ana María Matute
Tras la noche en que mi padre mostrárase tan generoso, al menos en cuanto a deseos hacia mi persona, Krim-Guerrero pareció sumido en un continuo rumiar. Acaso pasaron meses sin que manifestara sus intenciones ni nombrara para nada aquella cuestión. Pero yo notaba que la llevaba grabada en la sesera. Pasaron, pues, muchos días de esta guisa, hurtando mi pequeño, aunque robusto cuerpo a sus tajos, bajo el imperativo de sus gritos o el restallante silbido de aquel látigo que siempre llevaba a la cintura y con el que, ora rozaba mi mejilla, ora mis orejas, o cualquier punto mayormente desprevenido de mi persona. Y puedo asegurar que antes aprendí a escamotear mi cuerpo a las manifestaciones de violencia ajenas, que a ejercitar las propias hacia mis semejantes. En breve, aprendí a montar y desmontar de un salto, a cabalgar con o sin aparejo, a esquivar la punta de la lanza o los vergajazos, amén de escabullirme a puntapiés, llegados tanto por parte de mi maestro como de la tropa de glorias asoladas que se amparaban en la senectud de mi padre. Y mucho debo agradecer a aquellas jornadas la aguda disposición que siempre me distinguió en saber evitar lo que se llama el paso a mejor vida.
En éstas o parecidas tareas iba interesándome, cuando una tarde Krim-Guerrero me ordenó montar a la grupa de su montura. Se había levantado un gran viento y aun antes de que mi maestro, con su grito sonámbulo, hincara talones en los ijares de su caballo, ya el viento —portador de una seca y dura lluvia, procedente de las dunas— agitó furiosamente su mechón en el despoblado centro de su cabeza. Balanceó el brazo lleno de bandullones como la vaina reventona de una legumbre seca, su mohosa lanza cargó contra la nada y arrancamos a galope hacia la estepa. Aferrado con brazos y piernas a su cuerpo, clavado a la grupa del caballo, bebiendo hasta la asfixia la arena y el rancio olor a sebo y cuero mugriento que despedía su persona, me sentí izado del suelo por una fuerza superior y desconocida. Me inundó entonces un goce tan áspero como sólo proporcionan, a veces, el miedo y la esperanza mezclados.
No sé por cuánto tiempo aún atacamos al viento, ni cuántos gritos oí. Y, con ellos, cuántas sombras de jinetes, negras y transparentes a la vez, cruzaron por el cielo de nuestra inmensa carga. veía a aquellos guerreros, eso sí, con claridad muy lúcida, alzando la cabeza, hincada la barbilla en la espalda de mi maestro, entrecerrando los párpados para que no los cegase la arena de las dunas. Los veía y oía gritar sobre mi cabeza. Rígido de pavor sentía las pezuñas de sus caballos rozándonos la frente, puesto que todo, sus gritos, lanzas, ferocidad y hermosura, eran sustancias brotadas de otro muy vasto lamento que adiviné desparramado, y reiterado sin tregua en el gran eco del mundo.
Cuando el viento cesó, la última arena bajó en seca llovizna. Desaparecieron enemigos y glorias, tal y como desaparece en el polvo toda huella de pasos. Frenando su montura, Krim-Guerrero y yo a su grupa avanzamos en un blando trote, estremecidos de silencio y soledad absolutos. La estepa se ofrecía a mis ojos y a mi oído como un sordo retumbar de cuero golpeado: las chatas muelas de piedra que alzábanse aquí y allá entre matorrales se me antojaban redobles visibles de algún acechante timbal de guerra. O acaso el remedo de antiguos galopes. A despecho de la desaparición de los guerreros celestes, creí seguir oyéndolos, aunque los sabía arrebatados al vacío de una inmensa derrota, tan inútil ya como la gloria.
Tras un pequeño montículo, apareció entonces el que fue luego mi muy amado Krim-Caballo. Era negro, con larga crin, y alzaba su belfo, enloquecido por la ausencia del que fuera su jinete y a quien sin duda perdió. Krim-Guerrero me tomó entonces como a un fardo y me arrojó al suelo. Apenas me incorporé, apartando mechones de mis ojos, intentando restañar la sangre de mis rodillas, mordiéndome los labios para no gritar, vi cómo Krim-Guerrero avanzaba despacio, con suavidad jamás sospechada en tan adusta y mísera criatura. Rodeó así al asustado Krim-Caballo y vuelta a vuelta lo estrechaba cautamente en círculos para cortar la espantada que, de rato en rato, alzaba los remos del animal en un pavor casi humano. Olvidé entonces el dolor de mis magulladuras y me replegué al acecho. Y mientras Krim-Guerrero mantenía a Krim-Caballo en su cerco sagaz y suave de serpiente, a ambos los apretaba y rodeaba, en trote suave y vigilante, el propio caballo de Krim-Guerrero, como una movediza, atenta y circular fortaleza viva, que a la vez protegiera a su amo y evitara la huida de su presa. Al fin, mi maestro saltó sobre el joven caballo estepario, e inicióse una furia redonda, retorcida, gimiente, confundidos entre nubes amarillas, gritos y relinchos. El cuerpo de Krim-Caballo parecía flexible como un junco. Le vi sacudir el aire, igual que un látigo. Alzados los remos delanteros, giraba sobre las patas traseras, confundida crin y desesperación, el espanto diluido ya en los gritos de Krim-Guerrero. Lanzóse al fin estepa adelante, portando a su lomo, pegado como un caracol a su concha, a su domador. Y el caballo de mi maestro los seguía en un trote jubiloso, la crin al viento. Creí entonces que los tres desaparecerían para siempre, acaso, en el cielo de la gloria pasada, aquel cuya única huella recuperaban, a veces, los que fueron valientes, alucinados o vencidos.
Pero regresaron. Volvió el polvo y luego, bruscamente, el viento. Entonces Krim-Caballo enloqueció totalmente. Giró una y mil veces sobre sí mismo, igual que una exasperada noria, y la estepa celeste se pobló nuevamente de huellas errantes y ecos sin rumbo. Cien mil guerreros inundaron y oscurecieron el cielo. Gritando, descendieron a presenciar la derrota del joven animal. Hasta que al fin, en galope apresado por un eco de viejas batallas, refrenado en remotos recuerdos, regresaron al vasto paraíso del olvido.
Krim-Caballo respiraba como un moribundo, era la imagen misma de la derrota, abatido bajo el látigo y los gritos de Krim-Guerrero. Caliente animal, nuevamente perdido, se estremecía.
Así obtuve mi primer caballo. Lo portamos a casa ya de noche y mi padre admitió que, aunque demasiado joven, era un ejemplar muy estimable.
A partir de aquel día, me nació un nuevo sentimiento hacia mi maestro: algo que hoy tengo como mi primer acercamiento hacia los hombres, pues en él se mezclaban por igual admiración, curiosidad y pavor.
Mas, como inexorablemente vino sucediéndome a lo largo del tiempo, aquella criatura, como todas las que me despertaron algún afecto, desapareció de mi vida. Y no sólo de mi vida. Al día siguiente de este lance, Krim-Guerrero abandonó nuestros parajes. Y aunque mi padre envió gente en su busca —más que de ningún otro, placíale escuchar sus hazañas y victorias contra el turco—, nadie lo vio más, ni pudo saberse de él.
El herrero que prendió la hoguera de las brujas forjó la espada que algún día, cuando fuese armado caballero, luciría al cinto. Y también el escudo, la daga y el puñal. Pero hube de continuar adiestrándome yo solo, sin maestro, en el oficio de dar muerte y evitar recibirla.
En puridad, debí efectuar este primer aprendizaje en casa de cualquier noble vecino, como lo hicieran mis hermanos, antes de partir al castillo de Mohl. Pero nadie se ocupó de esto y mucho fue ya lo que me enseñó el desaparecido Krim-Guerrero y lo que aprendí yo por mi cuenta.
Una vez más se reafirmó la legitimidad de mi origen, pues me mostré tan adusto, salvaje y feroz como al decir de las gentes fuera mi padre. Y como eran, sin duda, mis poco afables hermanos. De forma que mi violenta naturaleza tuvo sobrado campo de expansión, y tan duros forjáronse mis nervios como el látigo de mi desaparecido maestro. Algunas veces me caí del caballo y en cierta ocasión permanecí inconsciente varias horas (sólo a baldazos de agua lograron reanimarme). Pero muy pronto me reponía de éstos y otros golpes, al tiempo que mi cuerpo crecía y se embravecía y mi espíritu se nublaba y espesaba.
Lentamente fui desprendiéndome de mis atisbos y visiones infantiles, de mis precoces presagios y vagas esperanzas. Y llegó un día en que sólo pensé en la lanza y la fuerza. Y llegué a creer que en el mundo sólo existía una ley, y que ésta la dictaban los guerreros. E imaginaba que el mundo era un grito de guerra.
A menudo soñaba con una gran pradera de hierba alta y muy verde, mecida por un viento de sangre. La veía sembrada de cadáveres enemigos y lograba distinguir, hincados en sus cuerpos, trozos de lanza rota, enseña al viento. Pues de continuo oía referir iguales o parecidas cosas a la exprimida pero no lacónica ni moderada soldadesca que rodeaba, cada vez más nutridamente, la apática enajenación paterna.
Semejantes despojos, espectros de una desaparecida fiereza (y tal vez gallardía), tristes héroes de desecho, se acurrucaban junto a su mesa y aun se ovillaban a los pies de su lecho. Encendían mi fantasía con el relato de batallas, conquistas y muerte, aunque ninguno supo hacerlo como Krim-Guerrero. Y sus largas y a veces horrendas cicatrices y sus cuerpos a menudo mutilados se me antojaban la más embriagadora y espléndida muestra de la gloria. Ansiaba vivamente que se produjera algún asalto a nuestra casa, soñaba que algún vecino, seducido por la caduca placidez de mi padre, se sintiera tentado por tan escasa resistencia y le acuciara el afán de despojarle de cuanto aún conservaba. Pues así, me decía soñadoramente, forzado por las circunstancias, podría tomar parte en el combate.
Pero ese ataque no se produjo. En los días de mi infancia guerrera gozamos afortunadamente de una extraña paz, solamente muy de tarde en tarde turbada por escaramuzas y rencillas en la linde de unas tierras sin demarcación demasiado precisa.
Mi padre hallábase por entonces prácticamente devastado. La progresiva rigidez y entumecimiento de sus miembros habíanle convertido, casi, en un inválido. Y si alguna vez quería ir de aquí para allá debía ser portado a hombros. De semejante guisa erraba por la hacienda, en tanto molía a bastonazos a quienes gozaban el privilegio de ser sus bestias de carga. Sin idea precisa recorría el recinto de la torre o incluso sus estancias, con lo que la ascensión por los estrechos y resbaladizos escalones daba lugar a incidentes desafortunados que le ofrecían excelentes ocasiones para esparcir leñazos a diestra y siniestra. Aunque también apaleaba a sus portadores sin ton ni son. Unas veces para indicarles de tan sucinta como ruda forma el lugar donde deseaba dirigirse, otras porque así le venía en gana. Si se presentaba buen tiempo, más de un día se hizo conducir hasta las viñas, y allí frente a los sarmientos y racimos reía y lloraba como un niño de pecho, emitiendo alaridos tan desprovistos de luz espiritual que hubiera conmovido, caso de hacerse acreedor a tales sentimientos, a quien lo mirara.
Con preferencia elegía para la tarea de portarlo a hombros a sirvientes jorobados, debido a que así atinaba mejor en sus espaldas con el bastón pues la creciente hinchazón de su vientre y la torpeza de sus miembros le hacían cada vez más difícil alzar el brazo y acertar el mamporro. No disminuía, en cambio, su voraz apetito. Añadió a la oca nocturna una gran variedad de frutas y hortalizas, queso y vino en abundancia. Todo lo engullía con el ansia de un hombre que hubiera ayunado durante largos años, mientras la grasa chorreaba por su barba y entre sus dedos gordezuelos. Como veía muy poco, todas las noches ordenaba prender diez o más antorchas en la estancia donde se reunía a comer con sus compañías predilectas; truhanes y pillos de variopinta especie hallaron en aquella larga y estrecha mesa de roble buen lugar a sus apetitos y remiendos. Vociferaban, codo con codo, y se embriagaban hasta muy entrada el alba. Pero rara vez yo tenía, a expresa voluntad de mi padre, un lugar en tan abundantes colaciones. Y no por maldad o dureza de corazón, sino porque casi nunca me recordaba. Sólo muy de tarde en tarde me requirió para, al punto, ignorarme de nuevo, en aquella mesa donde tan abigarradamente se mezclaban arabescadas historias de lances muy heroicos, la carne del asado, la obscenidad de relatos llamados de amor, y la cada vez más espaciada ternura paterna. Mi alimento no era igual al suyo. Como el más niño, mi brazo era también el más corto y, cuando intentaba alcanzar una tajada, otras manos más duchas en la rapiña, el engaño y el botín se me adelantaban. De forma que sólo alguna hortaliza, o gachas, llegaban con relativa seguridad a mis hambrientas fauces. Más de una vez, oprimido y empujado por los cuerpos que se apiñaban en aquellos bancos, rodé bajo la mesa donde ya que no en otra carne más suculenta clavé mis colmillos en las ajadas pantorrillas, otrora firmes, de aquellos desdichados. Con lo que, por parte de los elegidos por mi voracidad y furia, híceme acreedor a parecidas correspondencias y agasajos.
Y sin embargo no creo que ninguno de aquellos hombres, incluido mi padre, me tuviera mala voluntad. Antes bien, por algún que otro indicio que ahora puedo ir espigando —marchito haz de una recolección ya muerta—, tengo para mí que alguno de aquellos obtusos desterrados de la gloria mostró hacia mi persona más ternura que las mujeres, mi madre a la cabeza, encargadas de atender (a todas luces con más recato) los primeros días de mi infancia.
En ocasiones mi padre se sumía en una especie de ensueño, casi terrorífico de puro enajenado. Y antes de acabar su ágape, pedía que lo llevaran al lecho, sollozando sin motivo presumible. Yo solía precipitarme entonces sobre los huesos esparcidos fuera y dentro de su plato. Tal era mi hambre que defendía de los perros aquellos despojos con mi pequeña daga en ristre. Y de tal forma crujían mis dientes que si algún apetito ajeno osó amenazar mi bocado salió mal parado de ellos. Trituraba los huesos entre los colmillos, como la rueda del molino el grano, y extraía de su interior una sustancia sabrosa y sangrante, que sorbía con fruición, e incluso llegaba a emborracharme, como si de vino se tratase. En estas ocasiones de áspero deleite y ansia, al tiempo que tronchaba los tiernos huesos sentía que me nacía una suerte de odio errante y sin objeto preciso. No sabía aún que era a mi padre —y a todo ser viviente, acaso— a quien tan oscuramente aborrecía. Estaba muy lejos de suponerlo porque, en verdad, era aún muy inocente criatura.
Había días en que una lujuria vana y estólida se apoderaba de los otrora violentos apetitos carnales de mi padre. Enviaba entonces a su destartalada tropa a la busca y captura de alguna descuidada o inocente habitante de los contornos. Una vez ésta hallábase, de grado, por fuerza, o apáticamente sumisa en su presencia, sentábala sobre la mesa (como si de otra oca se tratase) con toda su pandilla en torno. Fijaba en ella sus ojos, que iban tornándose gelatinosos hasta semejar iban a derretirse sobre sus mejillas. Luego prorrumpía en risas tan infantiles e inocuas como cuando le llevaban ante los racimos. Pellizcaba con sus deditos rechonchos de uñas negras ora aquí, ora allá la carne de la mujer. Y caía finalmente en una furia inane que, por lo común, degeneraba en llanto. Entonces mandaba devolver a la mujer a su casa, recomendándole mucha honestidad y recato: "Pues —solía decir, entre suspiros— los lobos acechan a las tiernas ovejas donde menos se espera". Tras lo cual solía reclamar urgentemente que le preparasen la comida, pues esto era ya lo que en verdad alcanzaba a saborear mejor, o bien se entregaba con aplicación al vino, cosa que nunca olvidó ni despreció. Una vez consumidos tan sólidos como fieles placeres, retirábase a lomos de sus jorobados. De tal guisa transportado le veía alejarse escaleras arriba: nalgudo, quejicoso, derrumbado en grasa. Y ofrecía a mis ojos el espectáculo de la más cruel destrucción y derrota que caben en humana naturaleza.