La torre vigía (10 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: La torre vigía
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Aquella noche no fue el establo el lugar elegido para nuestros turbulentos (a fuer que placenteros) desvaríos. Y también sangrientos. Pues mucho costó restañar de mi muy recorrida piel (por dulces que en determinados momentos se me antojaran) arañazos y huellas de colmillo.

Tuvo lugar este segundo encuentro en su propia alcoba y un inmenso terror me paralizaba al suponerla compartida por el Barón. Mas, con extrañeza y alivio, vi que no era así, que habíanla dividido por un espeso muro cubierto de tapices.

Al igual que en la anterior ocasión, en los días siguientes la actitud de la Baronesa no difirió en absoluto de su habitual y fría distancia; tenía justa fama de amable y cortés, pero se respiraba hielo a su lado.

Coincidió por aquellos días un contertulio que, en las veladas, narró con todo detalle la espeluznante historia de una Reina Ogresa. A través de aquel relato, me enteré de que sólo en determinados momentos esas criaturas transmutaban a tal condición: ignorándolo u olvidándolo, antes y después del trance. No me cupo ya la más ligera duda de que ogresa era también mi señora. Y por ogresa la tuve desde aquel día y para siempre.

Pero también desde entonces ya no pude dudar (como dudé, cuando ella me lo preguntara en el establo) sobre el hecho de haber llegado a conocer mujer. Y acto seguido, me nació un amor lacio y desesperanzado por una de las dos jóvenes sobrinas de mi señora: precisamente por la que menos caso me hacía.

He de señalar, no obstante, que si esta jovencita me hubiera dirigido una mirada ligeramente atenta, por leve que fuera, el susto, el asombro y el convencimiento de que las cosas no marchaban como debían habrían fulminado al instante tal sentimiento. Pero no hubo lugar a ello y aquel amor se esfumó, llegado el momento oportuno, tan inocuo y necio como vino.

Tras estos acontecimientos, sin duda importantes y reveladores, otros sucesos y descubrimientos tuvieron lugar. Como si en aquel invierno me hubiera llegado el turno de abrir los ojos, oídos, inteligencia y, en suma, despertar, por fin, de mi embotada y cándida naturaleza.

Las próximas revelaciones tuvieron una estrecha relación con la persona de mi señor (y con otras muchas criaturas que a su alrededor vivían, alentaban o acechaban). Y llegué a decirme si estas cosas o estos seres eran causa de la constante amenaza que, desde que pisé el castillo, rondaba mis pasos y olisqueaba mi fino instinto de cazador.

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En las primeras horas de la mañana, el Barón Mohl, solía alimentarse muy frugalmente. Tras su despertar, sólo ingería pan y vino. Tras esta brevísima colación, efectuaba dos abundantes comidas durante la jornada, una al mediodía, otra a la noche. Pero su mesa permanecía abierta y dispuesta para acoger a cuantos llegaran y apetecieran catar sus manjares, o beber su vino.

Por ello, no sólo yo pude nutrirme abundantemente y hasta saciar sin tino viejas hambres infantiles, sino que tal generosidad —sobre todo en el invierno, que obligaba a la reclusión más tediosa en las moradas— atraía de continuo al castillo de Mohl la visita de nobles pobres, cuyos castillos o mansiones se esparcían por los contornos. Eran siempre bien acogidos por mi señor, alimentados y embriagados a su placer. De modo que comprendí muy bien la rigurosa puntualidad con que Mohl exigía a mi padre —y supongo que también a otros— su derecho al tercio en la cosecha de la vendimia. Pues en aquella fría latitud, en tocante a bebidas no inocentes sólo cerveza producía la tierra.

Sucedía entonces que una gran animación llenaba el torreón de mi señor. Envueltos en sus pieles, enrojecido de frío el rostro y amoratados los labios, llegaban visitantes de todos los puntos aun muy lejanos. Ansiosos, no sólo de las sustanciosas vituallas con que se resarcían de sus más o menos agudas parquedades, sino también porque en el castillo de mi señor ocurrían cosas amenas y singulares. Se jugaban diferentes y muy variados entretenimientos —adivinanzas, prendas, ajedrez, damas—, se oía música, se leían o narraban historias que iban desde las gestas guerreras o leyendas de nuestros remotos antepasados (cuyo paganismo era en apariencia menospreciado pero secretamente fascinante y aun deleitoso a todos) hasta los sucesos más misteriosos de nuestros días. Y aun en medio de tan rigurosa temperatura, si entre el nublado cielo llegaba a lucir el sol pálidamente, organizábanse galopadas, cacerías e incluso algún que otro encuentro de caballeros.

También llegaban muchos caminantes y truhanes a las puertas del castillo. Pero sólo tenían acceso a las estancias de mi señor los que podían ofrecer alguna curiosa habilidad: cantar, predecir el porvenir, o narrar historias, unas verdaderas, otras amañadas. Y aun venidos desde tierras muy distantes, acogió el Barón a juglares, bardos, y gentes de raza muy distinta a la nuestra: hombres de cabello negro, corto y rizado, que tensaban la flecha como nadie, galopaban de espaldas y tragaban antorchas ardientes, como si de inocentes avecillas se tratara (previamente asadas, se entiende). y en cierta ocasión llegó un hombre de nariz aguileña y ojos de halcón que conocía la lengua del sol, de la luna y las estrellas. E inclusive platicó con ellos un ratito, muy plácidamente. Cosa que despertó la común maravilla.

Pues bien, a todos ellos atendía, escuchaba y hasta aplaudía mi señor. Y aunque, como es natural, unos le placían más que otros, y alguno quizá le defraudó, pues en alguna ocasión le vi bostezar recatadamente tras sus negros guantes, todos partían de su casa muy bien recompensados por sus esfuerzos. Y con el vientre suficientemente aprovisionado y hasta repleto, pues quién sabía cuándo, ni dónde, hallarían de nuevo tan generosa acogida. Debían resistir aún entre la nieve, el viento y el acoso de los lobos, jornadas y jornadas de camino.

Cuando el viento del invierno se enfurecía y cargaba contra los muros del castillo, en verdad que estremecía. Nada era el viento de nuestra tierra —protegida por el recodo del Gran Río, a cuyo amor se extendían los viñedos de mi padre— comparado a este otro viento, que envolvía y aun parecía, a veces, dispuesto a arrancar de cuajo almenas y torres. Levantaba la nieve en blancas polvaredas, tan ligeras como plumas, y, en la lejanía, las dunas semejaban una extraña fortaleza, que a trechos variaba su contorno, lo que —al menos para mí— le confería la amenaza de un inquietante y fantasmal ejército que avanzaba, dispuesto a no dejar piedra sobre piedra.

Erguido en su pequeño promontorio, el castillo de Mohl se mantenía como un desafío al viento, expuesto a su azote constante. Oyendo aquel rugido múltiple y ululante, a menudo sentía un largo escalofrío. Y me embargaba un espumoso terror, casi lánguido, al tiempo que se encendía mi ánimo en una oscura sed de matar o de aniquilar alguna cosa. Mas el blanco de tales exaltaciones no pude llegar a conocerlo nunca, ya que lo mismo abarcaba el mundo entero, que la desconocida y pavorosa sombra que inútilmente intentaba descifrar.

Pronto aprecié que durante las noches, o los días en que la furia del viento arreciaba —como si en ella se centrasen la ira, y el bramido de todas las guerras, o todas las vendimias, pasadas y futuras—, mi señora solía dar en ogresa. Y era en este viento donde súbitamente reconstruía el grito de mis seis años, frente a un árbol de fuego, cuando aparecían en la oscuridad de los corredores o en la blanca soledad de la nieve los rostros enjutos y los despiadados ojos de mis tres hermanos.

Seguían ocupando el último lugar en la mesa de Mohl y aquel invierno tuve varias ocasiones de comprobar con cuánta frecuencia éste les hacía objeto de su desdén. Un gran malestar me invadía entonces. Y si tropecé con ellos en las escaleras o en algún corredor, me golpearon sin motivo. Inútil era, en tales trances, que me revolviera como un lobo, que mordiera sus manos y tratara de atacarles con mi puñal. Solían sujetarme entre dos, mientras el tercero me apaleaba a su sabor. Y en este placer se turnaban con mucha escrupulosidad (desde los tiempos del reparto de muslos y alones, habíase agudizado grandemente su insobornable manía de aquilatar turnos y cantidades en cualquier cuestión). Yo notaba entonces cuánto les odiaba; y me juré que algún día, tal vez más pronto de lo que deseaba o parecía prudente, los mataría a los tres: uno a uno, en escrupuloso orden de edad y distribuyendo las puñaladas equitativamente, como correspondía a su ordenado sentido en el reparto de la vida y de la muerte.

Sin embargo, por aquellos días ocurrió algo que me dejó profundamente consternado y varió en mi ánimo la violencia de tales sentimientos.

Desde el primer instante en que hubimos de morar bajo el mismo techo, tuve oportunidades sin cuento para considerar el poco afecto que inspiraban mis hermanos en cualquiera criatura. Mi señora jamás les dirigía la palabra y bien entendí, por el modo como a veces les sorprendí mirándola, que alguno de ellos (o tal vez los tres) hubiera deseado ardientemente conocerla durante los ratos en que ella daba en ogresa. Esa clase de mirada ya no era indescifrable para mí, pues en las carnívoras correrías que efectué por el mundo de tales criaturas (no humanas o ferozmente humanas, que no sabría cómo mejor cuadra llamarlas), fui perfeccionando en gran medida tales distingos y sutilezas. Y puedo dar fe de ello, ya que la raza de los ogros (o al menos el ejemplar que me fue dado conocer) tienen de los humanos entresijos y de la disposición y buen juego de sus sentidos corporales, un muy singular conocimiento. Así como gran agudeza e infinitos recursos para despertarlos de su embotamiento (o simple candor). Y el candor y la ignorancia iba alejándose de mi vida, como se alejaba la infancia. Y la ruda y violenta naturaleza que me había distinguido —y aún me distingue de los demás muchachos aguzaba día a día sus aristas.

A su vez, los otros jóvenes escuderos mostráronse ora afables, ora malévolos hacia mi persona. Y con estupor y extrañeza, recordaba el tiempo en que deseé entablar amistad, cruzar unas palabras o siquiera tener simple oportunidad de compartir y roer huesos con una criatura de mi especie. Ya no experimentaba ningún deseo de hablar con ellos, ni solía prolongar una conversación más allá de lo preciso. Por contra, más amaba y añoraba, día a día, la antigua soledad, la reflexión y los sueños. Si alguna vez cambié palabras con algún muchacho, fue sólo a causa de temas guerreros, lances de armas o caballería. Por lo demás, prefería la plática silenciosa con mis propios pensamientos o consideraciones de cualquier tipo: mano a mano con mis descubrimientos y revelaciones. Y guardaba todos mis atisbos con gran discreción y singular prudencia.

Como antes señalé, mis hermanos eran siempre los últimos en recibir distinción o muestra afectuosa alguna (si es que alguien se la hubiera prodigado, cosa que yo no presencié jamás). Pero sus esfuerzos para lograrlo eran tan grandes, que incluso resultaba extraño no fueran, al menos una vez, acreedores a una palabra, si no de halago, cuando menos reveladora de que alguien se había apercibido de tan patéticos afanes. Contrariamente a esta indiferencia y aun ignorancia de sus vidas, tan pronto se precisaba de la fuerza, o el valor, o el sacrificio, eran puntualmente elegidos por el Barón. En muy peligrosos y arriesgados trances los vi, durante mi vida entre aquellas gentes. Y justo es reconocer que de tan ingratas encomiendas salieron siempre airosos, y que las llevaron a cabo aún más cumplidamente de lo que de ellos se esperaba. De forma que no mentiría si aseguro que, en ocasiones, llegaron a excederse en el celo y cumplimiento de las misiones encargadas. Apaleaban, mataban, o castigaban muy sanguinaria y fríamente, sin vacilación ni temor alguno, a cuantos a tal efecto designaba mi señor. En recompensa, retornaban a la oscuridad, el olvido y el humillante último lugar en la mesa de Mohl. Jamás, empero, oí una queja de sus labios. Cosa que me hubiera parecido asaz comprensible, e incluso disculpable. Por lo que no vacilo en considerar que, después de todo, pese al rigor y poca honorabilidad con que solían celebrar nuestros encuentros o tropezones por los pasillos solitarios, puede llegarse a la conclusión —e incluso disculpa— de que eran muy desdichados.

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Entre las muchas comprobaciones que tuve ocasión de verificar en aquel tiempo, destaca la que me hizo apreciar la gran distancia habida entre un soldado auténtico y lo que hasta entonces tuve por tal. Durante aquel invierno en que tantas veces la reclusión se hacía forzosa, pese a las muchas amenidades que se esforzaba en acumular la dueña del castillo, la vida se tornaba a menudo pesada, sofocante y monótona.

A despecho del ejemplo de los jóvenes escuderos —que lo juzgaban cosa desdeñable e impropia de un caballero entablé entonces, si no amistad, cierta relación con los soldados de Mohl. Su vida y relatos me atraían más que cualquier otra distracción al alcance. Los dados fueron el mejor camino para llegar a un más profundo conocimiento entre ellos y yo. Y así, muchas noches, cuando mis nobles compañeros dormían abrigadamente en la sala de los ágapes, sobre la esterilla de junco, me alejé de allí con cautela. Y agitando los dados, fui a probar mi suerte con la guardia, y beber, en su compañía, algún que otro jarro de cerveza.

Supe por ellos de muchas andanzas en verdad pavorosas, tanto referentes a mis hermanos como al aparentemente imperturbable señor de nuestra vida. Así como del tenebroso carácter que se agazapaba tras la oscurísima sombra que ocultaba su mirada. En honor a la verdad, cuando le servía a la mesa —únicas ocasiones, hasta el momento, en que le tuve cerca—, más de una vez pude apreciar la rara negrura que cubría sus ojos, de forma que parecía jamás pudiera, no ya entrar en ellos, sino rozarlos siquiera la luz.

Según oí repetidas veces a la soldadesca, de entre los muchos y variados enemigos con que contaba Mohl, el peor y más peligroso era, sin duda alguna, el Conde Lazsko. Habitaba este Conde en un torreón grande y bien defendido —aunque, según oí también, dado lo soez de su naturaleza y escasez de su entendimiento, carente del más sucinto bienestar—. Poseía abundante tropa, extraída de la leva campesina, pero casi tan bien adiestrada y armada como la mesnada de Mohl. No obstante, el poder de Mohl era más sólido y vasto: poder que, en el caso presente, me parecía, a pesar de todo, un tanto exagerado. Comparábalo con el Conde, cuyas fuerzas, armas y aun astucias guerreras eran semejantes a la suya. Y llegué a la conclusión de que la supremacía de Mohl consistía en la muy superior naturaleza que le distinguía, no sólo de Lazsko, sino de los demás hombres que hasta el momento conocí. Aquella singular naturaleza, que le obligaba a dominar un carácter tan violento, o más aún, que el de sus enemigos. Que le impelía a cultivar y ejercitar su espíritu tanto como su cuerpo, tierras y gentes de armas. Tal circunstancia le llevaba a proteger a estudiosos frailes, o sabios, tanto como a las caravanas de mercaderes; y aun, para éstos, abrió libres pasos en sus dominios, en vez de agredirles y robarles, como era más común. Se interesaba por las rutas del Sol, la Luna y las Estrellas, por los textos latinos y la Matemática. Y con frecuencia adquiría objetos raros, más bellos que valiosos. Tenía a gala anteponer la justicia a sus sentimientos y así se le tenía por el más ecuánime noble señor conocido. En éstas y otras cosas residía, según llegué a decirme, su verdadera fuerza. Y aunque confusamente, empecé a comprender aquella forma de dominio, y día llegó en que tuve constancia de lo acertado de mis suposiciones. Por contra, ninguno entre sus vecinos —amigos o enemigos— hallóse más torpe sanguinario (a fuer de ignorante y obtuso) que el Conde Lazsko.

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